Nos habíamos presentado hacía pocos minutos. Laura (nombre de fantasía para preservar su identidad) y Marcelo empezaban a contarme qué los había llevado a estar en situación de calle. Los relatos eran intensos. Tal vez fue eso o la costumbre de ver llover desde el confort de una casa seca lo que hizo que la tormenta que acababa de desatarse pasara casi desapercibida para mí.
No era lo mismo para Laura que a los 18 años pasó de imaginarse estudiando para contadora pública a terminar viviendo en la terminal de Retiro. Ni para Marcelo, que cansado de los golpes de su abuelo y la indiferencia de su madre adolescente, a los 13 años durmió por primera vez en la calle.
En 2019, un censo popular no oficial señaló que había 7.251 personas sin techo en las calles de la ciudad. Mientras que desde el gobierno porteño sostienen que a abril de 2019, cuando hicieron el último censo, había 1.147 personas. Y que, según los llamados recibidos en la línea 108, en marzo de 2021 había entre 50 y 60 niños, niñas y adolescentes viviendo en la calle.
Desde la Fundación Multipolar prefieren no arriesgar cifras actuales sin datos concretos. Lo que sí saben es que “antes de la pandemia, las organizaciones distribuían unas 400 raciones diarias. Y en el pico de la cuarentena salían con 1.000 y no les alcanzaba”, sostiene Malena Famá, directora de la organización dedicada a generar oportunidades de trabajo para personas en situación de extrema vulnerabilidad social.
Varias veces, Marcelo -que hoy tiene 42 años- hizo una fogata para no morir congelado mientras dormía: “Hace un par de años, me desperté a la mañana y no podía más del frío. Lo único que quería era llegar a un parador para darme una ducha caliente. Mientras caminaba vi en un televisor que había muerto mucha gente por el frío esa noche. Ahí me pregunté qué iba a pasar conmigo, qué iba a hacer de mi vida”. Ese es uno de los momentos que él reconoce como bisagras en su vida. En los que sintió que tenía que poder salir de allí, aunque no supiera cómo hacerlo.
“Cuando uno está en la calle pierde todo. En mi caso, no tener a mi familia, a mis hijos, es lo que más me dolió. Eso te pone tan mal que te perdés”, explica Marcelo.
Cómo llega una persona a estar en situación de calle
Marcelo nació en el partido bonaerense de San Isidro. Recuerda que le gustaba jugar a la pelota, que no conoció a su papá y que su mamá —que lo tuvo a los 15 años— no quiso criarlo. Fueron sus abuelos maternos quienes lo cuidaron.
“Yo sentía que mi mamá no me quería. Ella vivía enfrente, pero nunca me aceptó. Mi abuela me cuidaba, me defendía. Pero mi abuelo me fajaba bien lindo. Tanto, que me acostumbré a los golpes y ya me le reía en la cara mientras él me pegaba”, dice Marcelo.
Tenía 13 años cuando decidió irse de su casa. En la calle aprendió que allí regía la ley del más fuerte y que para sobrevivir debía hacerse respetar de la forma que fuera. Comenzó a consumir “lo que viniera” y a perderse.
Malena acota que hoy, “en términos generales, una persona que cae del sistema tarda unos dos meses en comenzar a consumir. Mientras que en 2019 ese plazo era de 4 meses”.
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Ocho años después, a los 20, se juntó con quien es la madre de su primer hijo. Consiguió trabajo en el Mercado Central y en el Mercado de Beccar, y empezó a consumir mucha menos droga.
“Tener a mi hijo en brazos me cambió un montón, me ayudaba a hacer las cosas bien. Pero un día lo llevé a la plaza, había unos pibes fumando y les pedí que me convidaran. Me vio mi suegro y se pudrió todo. Me separé de la madre de mi hijo cuando él tenía 4 años y desaparecí”, cuenta Marcelo. Así volvió a quedar en situación de calle.
Tiempo después conoció a quien sería la madre de sus otros cuatro hijos. Se fue a vivir con ella a la casa de su infancia —su abuelo ya había muerto y su abuela se había ido a vivir a Santa Fe—. Allí estuvieron hasta que se incendió la casa y perdieron todo. Fueron a vivir con sus suegros. “Pero ya nada fue igual. Mi suegro se emborrachaba y me maltrataba, me rebajaba delante de mi mujer y mis hijos. Un día me cansé y le pegué”, suelta Marcelo.
Después de eso, volvió a la calle. Vivió al costado del Mercado Central, en un un ranchito que había hecho con otro pibe, para consumir. Durmió en plazas, en la terminal de Retiro, en cajeros automáticos. También iba al Parador de Retiro (que funcionó hasta el año pasado en el barrio de Retiro): “Entraba, salía, consumía, andaba sucio, barbudo, extrañaba a mis hijos, a veces pensaba en suicidarme. Un desastre, mal”, recuerda.
En 2020, con la cuarentena, sigue Marcelo, “los 79 hombres que en mayo estábamos en el parador nos contagiamos COVID-19. Los únicos que entraron para ayudarnos fueron la gente de la Fundación Multipolar. Ahí conocí a Malena”.
“Lo primero que nos preguntó Marcelo fue si creíamos que él podía hacer algo diferente con su vida”, recuerda Malena. Y sigue: “Nuestra respuesta fue que por supuesto él podía hacer algo distinto con su vida. Marcelo se aferró a eso y acá estamos”.
Sostener un sueño estando en situación de calle
Laura tiene 46 años, es delgada, prolija y se expresa con términos precisos. Nació en un pequeño pueblo santafesino donde vivió con su mamá y su hermano, hasta que se mudaron a Buenos Aires cuando ella cursaba tercer grado. A su padre no lo conoció.
Cuando terminó el secundario, quiso seguir estudiando en la Universidad de Buenos Aires para ser contadora. “Pero no pude porque trabajaba, tenía poco dinero para comer y menos para comprar la medicación que requería el tratamiento de la epilepsia que me habían diagnosticado. Poco después quedamos en la calle, empezamos a vivir en la estación de Retiro y empecé a convulsionar seguido”, cuenta Laura.
Así fue que decidieron volver a su pueblo natal, pero al estar malnutrida y mal medicada perdió la memoria. Y no la recuperó hasta 20 años después, cuando una asistente social la derivó a un geriátrico del pueblo donde la medicaron correctamente y empezó a alimentarse. Recordó a su familia, su nombre, su historia. Ya recuperada, siguió viviendo y trabajando en el geriátrico, hizo cursos de inglés y administración de empresas y trató de volver a vivir con su mamá, pero ella ya no quiso recibirla.
En enero de 2020 decidió viajar a Buenos Aires para atenderse y conocer las causas de su enfermedad.
Llegó el 23 de enero y fue directo al Hospital Fernández, donde la venían tratando. Pero tuvo una crisis, se desmayó y terminó con cuatro puntos en la cabeza. En uno de los televisores del hospital vio una publicidad del gobierno porteño: “Si usted está en situación de calle, llame al 108”. Y eso fue lo que hizo. A las 16 horas empezó a llamar y a las 2 de la madrugada llegaron a buscarla.
“Hay que tener en cuenta que el promedio de espera hoy es de entre 6 y 11 horas entre que llamás y llega un móvil. Y que las mujeres son el 10% de las personas en situación de calle”, contextualiza Malena.
Laura les explicó cuál era su situación, que no quería volver a su provincia porque no tenía dónde ir y que quería trabajar y estudiar. La llevaron al parador Azucena Villaflor, en el barrio de Constitución. “Ahí me encontré con la Buenos Aires que recordaba, solidaria. Me atendieron muy bien, me cuidaron sin importar quién era”, dice Laura.
Allí estuvo hasta abril, cuando le dijeron que era mejor ir al Refugio de María. Por entonces, ella no tenía celular y tampoco podía salir del hogar porque de hacerlo no la dejaban regresar.
Malena explica que todos los paradores hacían lo mismo: no los dejaban salir para que no se contagiaran.
Entonces, Laura, que había tramitado el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), se fue a vivir a un hotel. Poco después se mudó a una habitación, que compartía con una chica que estudiaba Ciencias Económicas. “Ella estaba haciendo el CBC y yo aprovechaba para escuchar sus clases virtuales. Porque yo me había inscripto pero no había podido empezar a cursar porque en el parador no había wifi”, explica Laura.
El dueño de esa habitación también la ayudó. Le permitió pagar parte del alquiler limpiando el lugar, la conectó con la Fundación Multipolar y la guió para conseguir el Habitacional, un subsidio económico con fines habitacionales para las familias en situación de calle, y la tarjeta alimentaria.
Pero hacia fines del año pasado el propietario dejó de alquilar las habitaciones. Y Laura de nuevo tuvo que buscar dónde vivir. Así llegó al lugar donde vive ahora, una residencia de estudiantes universitarios que estudian y trabajan. Comparte la habitación con otras tres chicas y por fín, está haciendo el CBC de modo virtual. Cursa y estudia desde su celular. No tiene dinero para comprar apuntes y tampoco consiguió una computadora.
Cómo se sale de la situación de calle
Con el apoyo de la Fundación Multipolar, Marcelo empezó a hacer terapia de grupo, dejó de consumir y cuando una señora preguntó si alguien podía arreglar su jardín, Marcelo buscó cómo hacerlo en YouTube y lo hizo, tan bien que lo siguieron llamando. Luego, una empresa preguntó a Multipolar si tenía postulantes para hacer mantenimiento, lo entrevistaron por Zoom y se ganó el puesto que tiene hoy.
“En pocos meses, aprendí cosas de plomería, pintura, aires acondicionados, transporte de mercadería, organización de depósitos, stock, etcétera. Me gusta, salgo cansado y lo único que quiero es acostarme. Es otra forma de vida. Yo no quiero que mis hijos sepan que su padre está en la calle, drogado, borracho”, dice Marcelo.
Ahora vive en un hotel, ve a sus hijos, les compra útiles escolares. “Mi meta es seguir limpio y trabajando. A veces me cuesta creer lo que he logrado”.
A Laura le ofrecieron hacer delivery, pero no quiere perder el ritmo de estudio: “Por ahora, me arreglo con los subsidios y estudio todo el día. Desde los 18 años que quiero ser contadora pública. No vine a Buenos Aires a vivir del Estado, quiero estudiar y trabajar de eso”.
Tanto Laura como Marcelo creen que una persona en situación de calle no puede salir de allí si no tiene familia, amigos u organizaciones que crean en ellos, los apoyen y los guíen.
Para Laura, “si hay un Estado que te ayuda, te saca del entorno y te acompaña, una puede salir. Pero si te da dinero solamente, subsistís pero no sabés cómo seguir. Por ejemplo, pedí una computadora para estudiar en ANSeS -por mi certificado de invalidez- y me dijeron que para mí no había. Yo pienso que si el Estado ayuda a las personas a salir de la situación de calle también se libera de otorgar subsidios porque una ya vive de su trabajo”.
Ella lo ve con sus compañeras de habitación, que estudian y trabajan de manera virtual. “Yo podría hacer lo mismo. Solo necesito los recursos. Se necesita que alguien crea que una puede, sostenga y acompañe. Porque claro que salir de la calle es muy importante, ahí hace frío. Pero no se puede avanzar solo con eso”, cierra Laura.
De hecho, además del Estado y de organizaciones como Multipolar, empresas y ciudadanos y ciudadanas pueden sumarse, como lo hicieron ofreciéndole trabajo a Marcelo.
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