Clara Pistan vive en la comunidad toba de Tartagal, Salta. El sábado 18 de enero pasado, a la 1 de la mañana, su hija de 18 años la despertó porque tenía pérdidas y no lograba detener el sangrado. Clara llamó a una ambulancia y la llevó al hospital Juan Domingo Perón. Y ahí comenzó lo que ella recuerda como “la experiencia más triste” de su vida.
Las hicieron subir hasta el segundo piso por la escalera y durante horas el médico Patricio Parra Marín se negó a revisarla. “Se enfureció porque mi hija había manchado el piso con sangre y nos pidió que nos fuéramos”, cuenta Clara.
Ella, que trabaja como empleada doméstica, decidió pedir ayuda a sus empleadores. Durante todo el tiempo en el que había estado en el hospital, “tanto el personal de seguridad como el médico le decían a mi hija que seguro había tomado algo para abortar, que para que lo hacía si no se la bancaba”.
“Con mi patrona y mi patrón volvimos al hospital. Ya eran casi las 5 de la mañana y mi hija estaba cada vez más débil. Entrando, ella se desmayó. Entonces, mis patrones amenazaron con denunciarlos por abandono de persona y recién ahí la revisó una médica y la internó. Tres días después le dieron el alta, pero sin un diagnóstico”, relata Clara. Esa misma noche, ya con su hija en casa, denunció al médico y al hospital.
Desde la oficina del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) en Salta, organismo que en febrero pasado también recibió la denuncia de Clara, informaron que ellos la acompañaron al hospital “para que le entregaran la historia clínica de su hija, que necesitaba para terminar de radicar la denuncia”.
La causa fue caratulada como violencia de género y se tramitó en el juzgado de Violencia Familiar y de Género de Tartagal. Semanas más tarde, en la ciudad de Salta, a la joven le diagnosticaron desajustes hormonales y le indicaron un tratamiento.
“Nada hubiese pasado si el doctor le hubiese preguntado a mi hija su nombre, cuándo había sido su última menstruación y qué sentía. Ahora, nos cuidamos bien porque al hospital no queremos volver. Me da miedo”, dice Clara.
Situaciones como estas, donde personal de un hospital ve a las personas indígenas como sucias y se resiste a atenderlas y da un trato diferencial al pedido “de un blanco o criollo”, se repiten en muchas provincias argentinas.
Para profesionales de la salud que atienden a las comunidades indígenas desde organizaciones civiles, como José Boggiano, de Enfermería para la Asistencia Humanitaria (Grupo Enashu) y Gustavo Farrugia, de La Higuera, “estas situaciones no hacen más que visibilizar el racismo que se ejerce contra el indígena y que la sociedad no asume”. Desde la Esquel, Chubut, Evis Millán, mujer mapuche y participante del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, coincide con ellos.
“No tienen el mismo trato con nosotras que con una persona blanca y más aún si tienen un apellido conocido. Nosotras, por ejemplo, generalmente vamos a salas comunes y ellas a salas privadas”, dice Evis. Y José agrega que “por ejemplo, en Ingeniero Juárez, Formosa, si está esperando un indígena pero llega un criollo, pasa primero el criollo”.
Desigualdad de género, horas de viaje y esperas en silencio
Como ocurre con casi todas las comunidades indígenas del país, en la región noroeste de Misiones, las mujeres mby-guaraní, “consultan a los centros de atención primaria de la salud, en los que hay agentes sanitarios que en general son indígenas y viven en las comunidades. O reciben en sus casas a médicos y médicas que los visitan”, explica Alfonsina Cantore, antropóloga y becaria doctoral de la UBA, que investiga desde 2015 la salud de las mujeres indígenas de esa zona. Y detalla que las consultas casi siempre son por controles de niños y niñas y embarazos de las mujeres.
Pero, aclara Alfonsina, “rara vez van a los hospitales y menos si no cuentan con alguien que cumpla el rol de traductor. Por eso, suele acompañarlos el agente sanitario”.
Ahora, si tienen que hacerse una ecografía, por ejemplo, como los hospitales no trabajan con turnos programados, “ellas van a las 4 o 5 de la mañana para pedirlo y si no lo consiguen, a las 6 o 7 de la mañana emprenden el regreso. Pasan horas esperando, muchas veces sin hablar porque no manejan el español y/o por su timidez. Y si son de comunidades lejanas, es complejo que puedan volver al otro día, requieren de estrategias complejas para trasladarse”.
José Boggiano, que a través de Enashu lidera a un grupo de profesionales de la salud —médicos, enfermeros, obstétricas— que brindan asistencia sanitaria a comunidades aborígenes, agrega que “hay comunidades que están a 50 o 60 kilómetros del hospital y cuando tienen que ir lo hacen, generalmente, en motito o caminando”.
Cuando llegan, sigue José, que atiende en parajes del noroeste de Formosa, del Impenetrable (Chaco) y del Chaco Salteño, “como no tienen turno, dependen de la voluntad de la persona que está ahí. Y si se les hace de noche, es raro que alguien de la zona los ayude”.
En cuanto a la “timidez”, Alfonsina subraya que lo que se manifiesta es la desigualdad de género. Porque son los hombres los que hablan con personas por fuera de la comunidad, los que negocian. Las mujeres casi no tienen espacios de socialización interétnico ni de negociación, no acostumbran a hablar sobre lo que les pasa por fuera de su comunidad y siempre lo hacen en su lengua.
Por eso, “muchas veces los médicos se quejan de que no preguntan, de que ellos no saben si realmente entendieron todo lo que les dijeron. Y sí, hay médicos que no quieren tratar a los indígenas ‘porque vienen llenos de barro, sucios’, mientras que otros, todo lo contrario, tienen una dedicación especial con ellos”, relata Alfonsina.
La atención de personas indígenas es un desafío para los profesionales. “Si nadie se detiene, la trata con amabilidad y calidez es muy difícil que esa mujer pueda expresarse. Hay que dedicarle tiempo”, dice Gustavo Farrugia, pediatra que presta servicios en el Impenetrable, Chaco. Los hace desde el Paraje Las Sacheras, donde viven 120 familias “sin ninguna presencia del Estado”, destaca el médico de la asociación civil La Higuera, dedicada a la salud rural en comunidades aisladas.
Gustavo sostiene: “A una consulta de una mujer wichi le dedico por lo menos una hora. Se necesita un tiempo para entrar en confianza. Además, requiere de paciencia. Uno puede acordar la consulta para la mañana, pero recién pueden llegar a la tarde. Y uno tiene que estar disponible o ir a la casa a buscarla si no aparece, y esperarla si —por ejemplo— fue a buscar agua”.
Otro aspecto no menor es la forma de categorizar las enfermedades que las personas indígenas tienen. Por eso, no todos los síntomas son consultados. Para ellos, explica Alfonsina, “estar sano es estar a gusto en el lugar. Por eso, a veces, si no se sienten bien, migran. Lo que hace muy difícil que sostenga tratamientos prolongados o que requieren de seguimiento”.
“El hospital chupa a los niños”
Muchas veces, las mamás llevan a sus niños y niñas al hospital, donde quedan internados porque llegan con cuadros de deshidratación o diarrea por el calor y la falta de agua potable, que a veces está a kilómetros del lugar donde viven.
Además, la escasez de agua hace que no puedan destinarla a lavarse las manos, aumentando así las enfermedades que contraen. La poca que tienen la usan para beber. “Las mujeres se mueven mucho por sus chiquitos”, afirma José. Y en esas situaciones, las que no hablan español dependen de que el profesional busque ayuda para que alguien (un maestro, por ejemplo) les traduzca.
Pero la llegada al hospital con un niño enfermo suele ser algo temido y que tratan de evitar, sobre todo en las comunidades wichi del norte salteño.
Martín Yañez, antropólogo forense del Ministerio Público de la Defensa de Salta, explica que muchas veces, cuando una mujer llega con su hija o hijo y este/a está desnutrido/a “algunos profesionales o autoridades del hospital suelen denunciar abandono de la niña o el niño por riesgo nutricional. Entonces interviene la Asesoría de Menores e Incapaces y la Secretaría Nacional de la Niñez, Adolescencia y Familia (SENAF)”.
Así, se inicia un proceso donde la defensa trata de demostrar que la argumentación fue construida desde una perspectiva occidental. Pero en el mientras tanto, el niño o la niña es institucionalizado. En esos casos, Yañez es quien hace las pericias e informes antropológicos tratando de “deconstruir esas categorías occidentales”. Para eso, “recurrimos, por ejemplo, a la Ley 26.061, que ampara el derecho de niños y niñas, y dice que si no hay padre o madre puede la comunidad hacerse cargo de él o ella”.
Una de esas causas en las que trabajó el antropólogo, se inició en 2014. “Una niña de 4 años y su mamá, de la comunidad wichi de Sachapera, llegaron al hospital de Tartagal. A la pequeña le diagnostican desnutrición y denuncian que la madre no puede garantizar su cuidado. Así, queda institucionalizada en un hogar de Tartagal. En 2016, cuando estaba a punto de entrar en estado de adopción, intervino la Defensoría Civil y logramos que la niña se revincule con su familia y se la termine restituyendo, en 2017”.
A su vez, la Secretaria de Niñez de la provincia debía incorporar a la niña en el programa de refuerzo nutricional, que “consiste básicamente en hacerle llegar un módulo sanitario. Y la secretaría y la SENAF debían seguir controlando la evolución de la niña”, detalla Yañez.
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Por experiencias como estas “es que muchas veces le rehuyen al hospital porque, como dicen ellas, ‘le chupa a los niños’, y allí son vulneradas y ponen en discusión su rol de madres. De hecho, muchas mujeres que tienen entre tres y seis hijos, cuentan que uno ya no vive con ellos porque fue institucionalizado de esta manera. Por eso, cuando hay fallecimiento de niños suelen no registrarse, porque temen por los otros hijos”, detalla Yañez.
El sistema detrás del desamparo
Para explicar qué provoca estas situaciones de tanto desamparo, Yañez arranca informando que estas comunidades son matrilineales (su parentesco se fija por línea materna). Es decir, “cuando la justicia recibe la denuncia, debería citar a la hermana de la madre o a su madre. Pero desconociendo ese sistema de parentesco, cita al padre y este suele no presentarse. Por lo que se considera que no hay adulto responsable y se lo pone en situación de adoptabilidad”.
Yañez reconoce que si bien no hay registros de cuántos niños y niñas se encuentran en esta situación, “en las comunidades todos conocen a una familia a la que le sustrajeron algún hijo”.
Para el forense las consecuencias de que el sistema de salud se vuelva expulsivo “es lo que pasó este verano: que murieron unos 25 niños y niñas por desnutrición y diarreas”. A esto, Yañez agrega que “si antes estaban aislados, ahora lo están más. Por la pandemia, las ambulancias se retiraron hacia las ciudades más importantes”.
A su vez, suma Gustavo Farrugia, con el COVID-19 “la discriminación hacia los indígenas recrudeció. Están vistos como que no se ponen barbijos, viven en comunidades y son los que van a transmitir el virus. Cuando en verdad el que trae el virus es el que sale de estos pueblos y luego los contagia a ellos”.
Todo esto, en un contexto en el que en los últimos años los agronegocios y el desmonte han puesto en crisis al modelo de subsistencia de los wichi, que son cazadores-recolectores. Y así, cada vez más dependen del Estado, que hoy está concentrado en el COVID-19. Y este reclamo de “desaparición” del Estado —con la asistencia en agua potable y alimentos—, sobre todo en las comunidades más alejadas, se repite desde la Patagonia hasta el norte del país.
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