¡Tenemos que irnos!
Las vacaciones se viven como una necesidad fisiológica, como comer o dormir. Son una recompensa por unos meses de duro trabajo, la desconexión del estrés, el deseo de cambiar de aires y “recargar las baterías”. Es una manera de escapar, no tanto del trabajo, como de la vida cotidiana, porque los parados, los jubilados o los adolescentes también viajan.
Irse de viaje es sentirnos libres y descubrir cosas nuevas. Las vacaciones nos reconectan, pasamos tiempo con la familia y los amigos. También nos sirven para cultivar el sentido de pertenencia a una comunidad. Ir al mismo lugar es lógico, ya que lo que cuenta son las reuniones con los padres, los abuelos o los amigos en lugares que están llenos de recuerdos como un camping, el pueblo o la casa familiar. Son lugares importantes de socialización desde la infancia: la playa, las excursiones de montaña, los juegos de petanca, el bar, la discoteca… lo que sea.
Una obligación social
Ocurre que ahora las vacaciones son una obligación social. Cuando los padres no pueden salir de viaje envían a sus hijos a colonias o campamentos. Y lo primero que hacen los niños al volver a la escuela después de vacaciones es describirlas.
Viajes a la carta
Vender un viaje es vender sueños. Para algunos es un esfuerzo para ralentizar el ciclo de vida y contrarrestar los cambios que nos vuelven obsoletos: los ancianos realizan actividades juveniles, hay segundas lunas de miel, el ecoturismo explota la nostalgia de un estilo de vida más auténtico, la montaña concentra los imaginarios de la eternidad (duración del mineral) y la pureza moral (fusión espiritual, contemplación monárquica.
Lo que más ha cambiado es la duración, el destino, los gastos adicionales como restaurantes y souvenirs, ir más cerca, más barato, más de tanto en tanto. La motivación de los primeros viajes para los pobres de las contaminadas ciudades del Norte de Inglaterra en el siglo XIX era tomar el tren para huir al campo y la montaña; era un tema moral y político: invertir la alienación y emular la habilidad de los ricos de dejar su hogar.
Viajes para ricos y para pobres
Pero es curioso que las clases con trabajos más alienados suelen escoger vacaciones más alienadas: turismo masificado, playa, camping, un tour organizado… La clase acomodada, en cambio, se va de vacaciones más lejos y lo hace más a menudo, y tiene gastos no alimentarios mucho más altos respecto a los primeros.
Es en estas diferencias donde radican las desigualdades sociales. Y el turismo las reproduce. Y la gente piensa que, si no puede permitirse un viaje, su trabajo debe ser un mal trabajo.
¿Qué pensarán los vecinos?
Los vecinos y conocidos también nos observan y quedarnos en casa es una forma de castigarnos a nosotros mismos. Lo importante es tener algo que decir a los demás. Es una lógica de diferenciación, por el valor que el turismo tiene de signo de estatus jerárquico y de voluntad de distinguirse del que no puede viajar, al estilo de El sistema de los objetos, de Jean Baudrillard.
Para irse de vacaciones es necesario tener tres cosas: dinero, tiempo y reconocimiento social (a principios del siglo XX, la ética puritana en Estados Unidos valoraba negativamente a una persona que dilapidara su dinero en vacaciones).
Muchos puentes o la Navidad se pasan en familia, pero no se presume de ello, es menos gratificante, así que solo lo comentamos entre nosotros; y en cambio con los demás presumimos de que hemos estado “el Año Nuevo en Nueva York” o “de compras por Londres”.
Exagerando el relato
El 10 % de los españoles reconoce haber exagerado en el relato de sus vacaciones para generar envidia, superando así el 7 % de la media europea.
Según Jean Viard, sale mucho más barato ir siete días al sol que a esquiar a Sierra Nevada o a Chamonix. El esquí se ha vuelto más caro, además de que se ha convertido en una actividad deportiva: si antes era un juego, hoy las pistas las ocupan los buenos esquiadores, lo que excluye a los gordos y a los mayores, a los que no están en forma.
Tradicionalmente, se iba en verano a la playa y en invierno a la montaña. Hoy, este tiempo es arrítmico: irse a la playa en invierno es como comer tomates a mediados de diciembre.
También la necesidad fisiológica de luz parece real en ciertos países situados en el extremo norte de Europa.
También se ha convertido en un imperativo social (para algunos) estar de manera permanente ligeramente bronceados. Es un signo de pertenencia a una rama determinada de la sociedad.
Sea lo que sea, viajar es casi una “obligación” social. Disfrutar más o menos es casi secundario.
David Lagunas, profesor de antropología, Universidad de Sevilla
© The Conversation. Republicado con permiso.