Aquel atardecer del verano pasado Edgardo Cárdenas manejaba por la ruta nacional 3 desde Río Grande al paso fronterizo San Sebastián en Tierra del Fuego. Iba concentrado en sus pensamientos y en el camino cuando lo maravilló una de esas escenas que lo enamoraron para siempre del sur: aquella luz mágica que iluminaba la cigüeña que extrae lo que queda de petróleo en un pozo, rodeada de guanacos.
Allá en Tucumán, cuando su historia estaba por escribirse, había empezado con la fotografía. Fue su padre quien le enseñó los secretos de la cámara en Simoca, donde se crió tras nacer en San Miguel, la capital. Y a los 13 ya lo acompañaba a casamientos y cumpleaños donde los contrataban. El tiempo lo hizo además docente en escuelas primarias y también lo trajo, hace 30 años, hasta Río Gallegos, bien al sur de la Patagonia. En esa ciudad de Santa Cruz se jubiló y entonces pudo al fin tener más tiempo para lo que más le gusta: salir a sacar fotos en esa Patagonia indómita que lo sorprende cada día.
La sorpresa más linda en Tierra del Fuego
La tarde en que iba a disfrutar de la sorpresa más linda, detuvo la marcha unos 100 metros más adelante y desandó el camino en aquella soledad: los guanacos escaparon despavoridos, menos uno que primero miró y después se acercó despacio.
Creyó que iba a eludir la camioneta para cruzar la ruta, pero lo que pasó después entró a la galería de sus mejores recuerdos: se asomó a la ventanilla abierta, metió la cabeza, tomó con cuidado la galletita que le ofreció y se quedó ahí, mirándolo.
Edgardo no podía creer que le pasara eso, ni esa mirada llena de ternura. Hizo, claro, algunas fotos. Estaba tan cerca que cambió de cámara y de lente. Lo hizo con movimientos lentos, por temor a que se asustara. Pero no. Tampoco lo escupió, como le preguntaron muchos después. Y entonces decidió hablarle. El venía cargado de angustia, pensando en su hija que pronto partiría a buscar su futuro en otra provincia, como alguna vez le pasó a él. Rezaba por ella, pedía que todo saliera bien.
“En todo eso pensaba cuando me encontré con el guanaco, ahí todavía no sabía que era una hembra”, dice Edgardo. “No lo vas a creer pero me miraba. Hubo un antes y un después de ese encuentro. Habrán sido 10 ó 15 minutos. Me tuve que ir solo porque quería llegar a tiempo a la balsa, la última salía a medianoche”, agrega.
Edgardo se fue feliz y con el correr de los días sus imágenes recorrieron la Patagonia. Pero además de miles de corazoncitos y pulgares levantados le llegó una montaña de mensajes. Uno, con humor, reflejaba la situación así: «¿Va para Caleta amigo?» En otro, desde una estancia cercana a Río Grande, le contaban que la de las fotos era una guanaca que había aparecido huérfana en ese campo donde la criaron con un biberón desde que tenía un mes y la llamaron Cristina, que en la fotos se veía nítido el mismo pelito chamuscado de una noche que se acercó demasiado al tacho que calentaba el galpón y la cicatriz que le dejó en el hocico la mordida de un perro, que se había ido varias veces y siempre había regresado, pero la última vez no.
Supo, también, frenar a quienes convirtieron la historia en una tribuna de odio. “Por favor no hagan referencia al nombre de forma despectiva. Es su nombre y fue elegido por las dos niñas que la criaron desde muy pequeña. Cada uno elige lo que quiere ver”, dijo entonces.
«Lo que busco con las fotos es transmitir paz. Y este encuentro me hizo sentir feliz, emocionado. Fue algo loco, místico, religioso, no se bien cómo definirlo… Pero sí se lo que me hizo sentir: feliz, emocionado. Me hizo sentir paz. Se lo voy a agradecer toda la vida», dice ahora.
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