Emilio y yo ya habíamos caminado juntos por la orilla del Tevere, ya habíamos comido en restaurantes y trattorias, ya habíamos paseado y tomado bastante más que una botella de vino.
Yo lo había ido a ver a su consultorio y él me había venido a buscar a donde me hospedaba. Y, ahora, me quedaba un solo día en Roma antes de partir.
Al día siguiente me iría en tren a Nápoles, luego en barco a Sicilia, luego de allí en avión a Lampedusa. Dentro de menos de veinticuatro horas me iría de Roma y, cuando volviera, lo haría sólo de paso antes de volver a Buenos Aires.
Llamé a Emilio por teléfono por la mañana. Hacía mucho frío y no teníamos ganas de salir. Emilio nunca me llamaba, ni tomaba la iniciativa de escribirme, pero siempre que yo lo hacía, él estaba. No decía nunca que no cuando le proponía que nos viéramos. Ese día yo no tenía ganas de hablar. Era sábado. Quería escribir. Pero también quería verlo. Me había despertado con algo que me pesaba. No sabía qué era. Emilio no tenía que trabajar pero yo quería empezar a darle forma a estos textos.
-¿Quieres venir a casa y escribes aquí? –dijo, cuando lo llamé.
¿Eso dijo? No sé. ¿Acaso tenemos manera de saber cómo sucedieron las cosas, realmente? Quizás fui yo quien lo propuso.
-Emilio, ¿puedo ir a escribir a tu casa esta tarde? No tengo ganas de estar sola.
Tal vez dije algo así.
-Sí, claro -dijo él. -¿Quieres almorzar acá?
¿Fue eso lo que dijo Emilio? No sé. ¿Importa qué dijo cada uno? Es curioso: en un relato se cuenta algo primero, luego otra cosa y, luego, una tercera. Pero la vida no es tan ordenada como los relatos. En la vida, los hechos y las palabras no son tan importantes como en la literatura. Lo más importante es lo que no se dice. Lo que no se dice impele todo lo demás. Lo que no se dice es la fuerza que da vida a la política, al arte, a las guerras. Todo aquello que no se dice. Aquello que no encuentra palabras pero que se manifiesta como pasión. Eso que tiembla. El pez dorado.
Ravioles de calabaza con una salsa que él había hecho a base de salvia fresca. Creo que eso almorzamos, sentados en su cocina. Y su casa era ordenada y limpia y luminosa. Y tomamos vino y para el postre sacó del armario una caja de madera y, mientras la abría, me explicó que era un dulce típico de Calabria, la zona donde había nacido. Pallone di fichi. La caja estaba llena de unas bolas algo más pequeñas que un puño. Por fuera estaban envueltas en hojas secas de higuera y, por dentro, tenían higos cocinados al sol. Los higos más dulces que he probado en mi vida.
-Esto se toma con un Marsala –dijo Emilio.
Cambió las copas y abrió una botella.
Me explicó que esa manera de hacer los higos es de la época cuando en verano había que guardar comida para el invierno.
Él hablaba y yo lo escuchaba sólo de a ratos porque la mayor parte del tiempo no escuchaba sino que intentaba no llorar porque sabía que al día siguiente me iría y, aunque me alegraba ir a Sicilia y a Lampedusa, partir de Roma también marcaba el inicio del último tramo del viaje. Extrañaría el Tevere, y esa ciudad eterna, y mis encuentros con Emilio, claro. Él seguía hablando. Es probable que ahora estuviera diciendo algo sobre el calendario gregoriano o sobre el imperio turco. No tengo manera de saberlo porque yo no lo escuchaba sino que me preguntaba cómo podía ser que él, siendo psiquiatra, no se diera cuenta de lo que me pasaba. ¿O acaso precisamente porque era psiquiatra sí se daba cuenta y por eso me hablaba del calendario gregoriano?
-¿Quieres escribir? –dijo, cuando terminamos los higos.
Dejamos la cocina y fuimos a la sala.
Emilio puso música: la Passacaglia de Heinrich Ignaz Fran von Biber, un violinista barroco, según me explicó, anterior a Corelli y Vivaldi y, en cierto modo, el precursor de Bach. Me miró incrédulo cuando le dije que me gustaba mucho la música barroca, pero que también podía pasarme la noche entera bailando rock o música electrónica.
-Yo fui serio desde niño –dijo, y preparó el caballete para ponerse a dibujar.
Eligió un papel especial. Dispuso sus carboncillos sobre una mesa. Se sentó en una banqueta baja, al lado de la ventana.
Afuera hacía mucho frío y, en teoría, yo estaba escribiendo. El violín sonaba dentro de casa de Emilio como si estuviéramos en una gruta.
Emilio no ríe casi nunca y, cuando lo hace, es de sus propios chistes, unos chistes que más que chistes son pequeños comentarios irónicos acerca de los asuntos humanos. Su visión acerca de nuestra especie es de un pesimismo que no admite réplica. “No sobreviviremos,” me había dicho unos días antes. “Este mundo terminará mal. Es probable que pasemos a otro Medioevo pero, sea como sea, acabaremos con nuestra propia especie.”
Emilio dibujaba frente a su caballete y yo dejé de escribir y me puse a mirar por la ventana el aire frío de afuera. Al día siguiente me iría. Y Emilio estaba dibujando y yo estaba en el sillón a dos o tres metros de él. Y el violín y sus armónicos sonaban en el silencio de la casa como si estuviéramos solos en el universo. Sobre el papel en el que dibujaba Emilio nacieron algunas líneas que, al rato, dejaron adivinar una nariz y una boca y que, después, ahora que yo había dejado de escribir, se habían convertido en el rostro de una mujer negra con el cabello envuelto en un turbante.
-¿No crees que después de mañana nos vamos a arrepentir de no haber aprovechado mejor el tiempo?
Esas fueron las palabras que creo que dije.
Podría haber hecho las cosas de otra manera. Podría haberme levantado del sillón, caminado hasta Emilio y abrazarlo. Si no lo hice fue porque no estaba segura de lo que sentía. Si no lo hice fue para cuidarlo a él de mí y para cuidarme yo también de mí. Hacía días, semanas, que vivía de pez dorado en pez dorado. ¿Cómo saber qué sentía, realmente? ¿Cómo encontrar las palabras para lo que sentía?
Emilio me miró no ya como me miraba en la cocina mientras hablaba de los higos, ni como me había mirado en su consultorio, ni tampoco como me había mirado de noche mientras caminábamos por el gran Foro Romano, sino que me miró como quien mira a una niña que no entiende las cosas más simples.
-Yo creo que tenemos algo maravilloso –dijo, sonriendo como si supiera algo que yo no tenía manera de saber. -¿O acaso a ti te parece que es muy frecuente que tú puedas estar escribiendo ahí tranquila y que yo pueda estar aquí, dibujando, y que no necesitemos hablar, ni decirnos nada, para sentirnos bien? Creo que tenemos esto que tenemos y que esto que tenemos es lo mejor que podemos tener. Cuando nos volvamos a encontrar lo seguiremos teniendo. Y si te estás refiriendo a los cuerpos -porque a eso te referías, ¿verdad?- si te estás refiriendo a los cuerpos, ¿crees que no lo he pensado yo también? ¿Pero qué sucedería si mezclamos los cuerpos con todo esto que ya tenemos? Lo echaríamos a perder. En cambio, así, nada se echará a perder.
Emilio dijo eso. O algo similar. En realidad, no sé bien qué dijo. Sólo sé que cuando terminó de hablar, se acercó a mí. Se acercó y me miró como si mirara a una niña pequeña que acaba de perder algo en la arena.
-Ven que te abrazo –dijo.
Ese hombre que ha tenido pacientes que han matado y visto matar, ese hombre que a veces logra salvar de la desesperación a algunas personas pero que otras veces no ha podido salvarlas, o no ha sabido ayudarlas a tiempo antes de que se quiten la vida, ese hombre se acercó a mí esa tarde fría. Y me abrazó mientras el sonido de un violín sonaba en las paredes de la caverna.