Hoy en día, cuesta pensar en un empleo que todavía exista para nuestros hijos cuando crezcan. Los padres aterrados cada vez más intentan anticipar el próximo éxito digital, para poder darles a sus hijos una ventaja sobre el resto de los seres humanos cuyos empleos pronto serán automatizados. Los contadores y los radiólogos ya están sentenciados, pero sin duda los desarrolladores que perfeccionan vehículos sin conductor o agregan nuevas funciones a Facebook están a salvo, ¿verdad?
En lugar de pensar de esa manera, deberíamos ver la aparición de tecnologías digitales maravillosamente eficientes como una oportunidad para crear nuevos tipos de empleos que satisfagan nuestras naturalezas sociales. Esta estrategia no sólo resolvería el problema del “fin del trabajo”; también abordaría uno de los mayores males de la modernidad: la soledad.
Las personas socialmente aisladas son más tristes y se enferman más que aquellas que tienen conexiones humanas significativas, y cada vez son más. Según un comentario de 2016 en The New York Times, “Desde los años 1980, el porcentaje de adultos norteamericanos que dicen estar solos se ha duplicado del 20 al 40 por ciento”.
Una economía social-digital respondería simultáneamente a los problemas planteados por la automatización y la soledad. Las máquinas y los algoritmos ya gobiernan la economía digital, y los seres humanos deben aceptar que no tienen ninguna posibilidad de competir con ellos en términos de eficiencia y poder informático. Deberíamos esperar –y acoger- un futuro en el que máquinas vuelen nuestros aviones de pasajeros y realicen nuestras cirugías cardíacas. ¿Por qué lidiar con pilotos y cirujanos humanos torpes y propensos a distraerse si no tenemos que hacerlo?
Sin duda, algunos trabajadores humanos tendrán que gestionar cosas en la economía digital, pero no en todos los niveles del pasado. Mientras tanto, todos los seres humanos que se habrían convertido en pilotos, cirujanos o contadores en otros tiempos pueden, en cambio, realizar aquellos empleos en los que las máquinas son inherentemente malas.
Como observa Sherry Turkle del MIT, en el caso de algunas actividades, la participación de una máquina estropea la experiencia. Consideremos las redes sociales. Facebook y Twitter no pueden reducir la soledad, porque están destinadas a ofrecer una muestra sesgada de experiencia social. Como si fueran azúcar digital, pueden hacer que una interacción social sea instantáneamente gratificante, pero siempre dejan una sensación de vacío detrás. Al ofrecer nada más que una simulación de experiencia social, en definitiva, nos vuelven más solitarios.
En el pasado, el rótulo de “trabajador social” se aplicaba a un grupo reducido de profesionales que se ocupaba de quienes no podían cuidarse por sí mismos. Pero en una economía social-digital, el significado del término sería más amplio. Después de todo, el barista que nos prepara el café con leche también ofrece un servicio social sólo por preguntarnos cómo nos va. Esa simple pregunta, aunque esté motivada por el cumplimiento de las reglas del lugar de trabajo, no tendría ningún significado si viniera de una máquina.
Nuestra necesidad de interacción social es producto de nuestra evolución. Los seres humanos, explica el neurocientista John Cacioppo, son “obligatoriamente gregarios”. Un cuidador de zoológico que tiene como tarea crear un “recinto apropiado para la especie Homo sapiens”, escribe, “no alojaría a un integrante de la familia humana en aislamiento” por la misma razón que no “alojaría a un miembro de Aptenodytes forsteri (pingüinos emperadores) en la arena caliente del desierto”. En otras palabras, si uno quisiera torturar a un animal obligatoriamente social, la manera más costo-efectiva sería aislarlo.
A lo largo de las eras industrial y post-industrial, nuestra naturaleza social ha sido dominada por una adicción cultural a la eficiencia. Pero la revolución digital podría ayudarnos a redescubrir lo que hemos perdido. Hoy en día, la única aplicación de tecnologías digitales en el lugar de trabajo es impulsar la productividad. Pero con una estrategia socialmente sensible, nos concentraríamos en cambio en darles a los trabajadores humanos más rienda suelda para expresarse.
En una economía social, seguiríamos preocupándonos por la eficiencia, pero daríamos cabida a la falibilidad humana. De la misma manera que no esperamos una eficiencia perfecta de nuestros amantes, no deberíamos esperarla de los maestros, las enfermeras o los baristas humanos.
Además de la eficiencia, también deberíamos pensar en cómo podemos mejorar socialmente varias profesiones, inclusive aquellas que no parecen especialmente sociales. Consideremos los astronautas. Un foco en la eficiencia nos exigiría eliminar a los exploradores espaciales humanos más o menos de inmediato. Las máquinas ya son mejores a la hora de hacer correcciones de curso y recopilar datos, y no exigen las instalaciones extra que los humanos necesitan para permanecer saciados y cuerdos en el espacio.
Pero existe otra manera de pensar en la exploración espacial, en la que la presencia de seres humanos es el quid de la cuestión. La narración siempre ha sido una experiencia social profundamente placentera para los seres humanos. Y aunque los exploradores robóticos pueden transmitir datos desde el Monte Olimpo de Marte, nunca podrán contar una historia emocionalmente gratificante sobre qué se siente al escalarlo. ¿Por qué explorar después de todo el espacio si no es para contribuir a la historia de la humanidad? Desde una perspectiva social, reemplazar a los astronautas humanos por máquinas es un poco como reemplazar a Meryl Streep con animación 3D.
Para los padres ansiosos, la mejor manera de predecir el futuro del trabajo no es estudiar las últimas tecnologías, sino más bien nuestro pasado. Antes de que los Homo sapiens nos volviéramos agricultores, pertenecíamos a comunidades que procuraban alimentos y que satisfacían muchas de las necesidades sociales que hoy están insatisfechas. El futuro del trabajo en la economía social tendrá que ver con volver a atender esas necesidades.
Sin embargo, para que eso suceda, necesitamos cambiar la mentalidad de los responsables de las políticas y de las empresas. Tal como están las cosas, los trabajadores que lidian directamente con otros humanos suelen ser los primeros en ser desplazados por servicios automatizados. Pero ésta es una elección, no una necesidad económica. Nada sobre la revolución digital requiere que dejemos de valorar a los seres humanos y a las interacciones humanas.
En lugar de canalizar el rédito de la automatización hacia los bolsillos de unos pocos multimillonarios, deberíamos empezar a utilizarla para establecer conexiones relevantes entre los seres obligatoriamente gregarios. Este logro sería una historia humana digna de ser contada.
Nicholas Agar es un filósofo radicado en Nueva Zelanda que ha escrito profusamente sobre las consecuencias humanas del cambio tecnológico.
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