La mayoría de las amenazas «geopolíticas» (reales o fabricadas) de las que habla la prensa occidental en estos días son exógenas: procedentes de China, Rusia, Irán, etcétera. Pero hay otras surgidas del interior de las democracias. Entre ellas están el giro del Partido Republicano estadounidense hacia el autoritarismo trumpiano (que está debilitando la democracia del país) y la posibilidad de un afianzamiento mundial de nuevas variantes imprevistas del populismo.
Una de ellas implica hostilidad hacia las costosas políticas de descarbonización y hacia la vacunación contra la COVID‑19, y la impulsaría una mezcla de reclamos legítimos por cuestiones que afectan la vida cotidiana con la clase de locuras conspirativas que abunda en Internet.
Las economías de Europa central y del este, más dependientes de los combustibles fósiles, son un escenario particularmente probable para un florecimiento del populismo antiecologista en respuesta a la nueva estrategia de la Unión Europea para reducir en un 55% la emisión de gases de efecto invernadero de aquí a 2030. De hecho, el plan llamado «Objetivo 55» parece demandar una remodelación completa de esas economías.
Por ejemplo, Polonia genera con carbón el 70% de su energía (y consume además gas de procedencia rusa). El carbón abunda en el sur de Polonia, donde es la fuente de energía de inmensas centrales termoeléctricas que proveen electricidad barata a la industria.
Para cumplir las metas de emisión de la UE, Polonia tendrá que descarbonizarse mucho más rápido y en mayor escala que cualquier otro país. Hace poco el gobierno fijó un ambicioso objetivo de reducir el porcentaje que representa el carbón en la combinación de fuentes de energía del país, que hoy es 70%, a un 11% en 2040. Pero eso tendrá enormes consecuencias en el sector minero, que emplea a unos 100 000 trabajadores muy sindicalizados y políticamente influyentes.
Además, dada la escasez de viento y luz solar en invierno, Polonia no es lugar propicio para la adopción de fuentes de energía renovables. En vez de eso tiene sus esperanzas puestas en «soluciones» como la energía nuclear y la importación de gas desde Noruega a través de Dinamarca mediante el «gasoducto del Báltico», un proyecto que cuenta con un generoso subsidio de 215 millones de euros (251 millones de dólares) de la Comisión Europea.
Pero ninguna de esas opciones cayó bien en Alemania. Si el intento de alinearse con la política de la UE supone para Polonia un conflicto con vecinos y socios comerciales clave, no habrá modo de contentar a todo el mundo. Así que están dadas las condiciones para el surgimiento de un populismo antiecologista.
Pero esta amenaza populista no se limita a Europa central y del este. El rechazo a la acción climática puede extenderse a otras democracias europeas más establecidas si la adopción de nuevas tecnologías volviera obsoletas costosas inversiones en sistemas aerotérmicos, medidores inteligentes, etc., o si los gobiernos prohibieran el uso de vehículos con motor de combustión interna.
De hecho, Francia fue el breve epicentro de una reacción antiecologista en Europa, cuando en 2018 estallaron las ruidosas protestas de los «chalecos amarillos». Ciudadanos enardecidos, residentes de los distritos rurales, que dependen del auto para moverse obligaron al presidente Emmanuel Macron a rescindir la aprobación de un nuevo impuesto al combustible diésel. Algo de razón tenían, ya que no hay en Francia (ni en ningún otro lugar) la infraestructura necesaria para el uso de los comparativamente más costosos vehículos eléctricos.
Parece que luego una proporción significativa de este grupo se unió a los representantes más agresivos del movimiento antivacunas (entre los que abundan ultraderechistas), que han adoptado diversas poses libertarias propagadas a través de Internet. Esta confluencia de reclamos puede atraer seguidores, sobre todo en momentos en que los movimientos populistas más convencionales han comenzado a sufrir derrotas en varios países (se destacan Hungría, Polonia y Eslovenia). La gente se cansó de autoritarismo, corrupción y divisionismo durante la pandemia, una crisis que fue muy mal manejada, en particular, por los gobiernos populistas. Figuras como el primer ministro húngaro Victor Orbán son parte de la élite y no de su supuesta oposición antisistema.
El rechazo a la vacunación es tan viejo como la inoculación misma; la ciudad inglesa de Leicester fue en otros tiempos uno de sus semilleros. En 1885, cien mil personas acudieron allí a un mitín antivacunas, en el que no faltaron un ataúd infantil y la efigie de Edward Jenner, pionero de la vacunación contra la viruela. Esta clase de movimientos se ha basado a menudo en una fusión de cristianismo fundamentalista (contrario a la interferencia con las obras de Dios) y recelo ante la arrogación de poderes por parte del Estado moderno, que sancionó la vacunación obligatoria de bebés o niños que entraran al sistema escolar.
El único ingrediente exclusivo de nuestra época es el papel de las redes sociales como amplificadoras de ideas pseudomédicas y pseudocientíficas; fue lo que sucedió después de que The Lancet publicó (para luego retractarse) la falsa denuncia de Andrew Wakefield respecto de un vínculo entre la vacuna triple (contra el sarampión, las paperas y la rubeola) y el autismo.
Hoy quien busque en Internet información sobre vacunas encontrará de inmediato una cantidad desproporcionada de sitios antivacunas, junto con sandeces perniciosas como la de comparar la prohibición de que jóvenes no vacunados entren a las discotecas con la deportación de judíos a Auschwitz. Versiones de esa analogía llevan mucho tiempo apareciendo en el periódico británico Daily Telegraph, por cortesía de comentaristas libertarios dogmáticos, que han hecho causa común con fenómenos como el nuevo movimiento fascista italiano Fratelli d’Italia: en cualquier enemigo de la UE encuentran a su mejor amigo. Aunque la inmensa mayoría de los italianos está a favor del pasaporte sanitario que promueve el gobierno, la líder de Fratelli, Giorgia Meloni, proclama a viva voz que está en contra.
En la tierra de Louis Pasteur estos movimientos se han obsesionado con la nueva normativa de uso del pasaporte sanitario, que excluye a personas no vacunadas de asistir a conciertos, cines, museos, natatorios, teatros y restoranes en los que haya cincuenta o más personas. Y pueden esperarse más problemas si se prohíbe al personal de enfermería (del que sólo está vacunado un 50 a 58%) trabajar hasta recibidas las dos dosis, o si el personal ferroviario se opone a tener que exigir el pasaporte en trenes urbanos y de cercanía. Nadie quiere exponerse a que le den un cabezazo o un puñetazo por hacer su trabajo.
Era tal vez inevitable que la parasitaria derecha populista se apropiara de estos temas. Aunque Marine Le Pen, del partido ultraderechista Asamblea Nacional, suele ser cuidadosa en sus apuestas, su ex mano derecha Florian Philipott se mostró muy vehemente en el mayor de los numerosos mitines antivacunas de julio. Estas manifestaciones se están volviendo más grandes con el correr de los meses (la primera que hubo en agosto tuvo 200 000 asistentes). El «movimiento» tiene mucho éxito entre personas con poca formación residentes de pequeños pueblos y ciudades como Marsella (donde también se suman bebedores empedernidos de pastis y miembros de comunidades religiosas de inmigrantes).
Pero hay que recalcar que el 62% perteneciente a la mayoría silenciosa francesa está de acuerdo con el pasaporte sanitario, y que el 70% quiere que todos los empleados de hospitales y casas de cuidados tengan vacunación completa. Tal vez sea por eso que Macron no dio el brazo a torcer: confía en que la racionalidad prevalecerá y que una reactivación económica lo beneficiará en la elección de 2022. Ojalá tenga razón.
Aun así, comienzan a verse los contornos de una emergente fusión política entre la irracionalidad y el reclamo por cuestiones que afectan a la vida cotidiana. Si los antivacunas y los antiecologistas unen fuerzas, más de un demagogo populista a la deriva intentará convertirse en líder del movimiento. Eso resalta la importancia de iniciativas de Naciones Unidas como el Equipo Halo, un grupo de científicos puestos a destacar la importancia de las vacunas, sobre todo en las redes sociales.
Michael Burleigh, investigador superior en el centro IDEAS de la London School of Economics, es autor de Populism: Before and After the Pandemic (Hurst 2021).
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