“Llegué a Herreros de la Luz en 2018 porque escuché una charla de David [Varano] en la que contaba sobre el taller. Estaba buscando un lugar que sirviese más allá de lo laboral, desde lo humano. Que brindara algo más, además de un oficio”, dice Kary Antúnez desde Bariloche. “Ahí aprendí a trabajar con compañeros, a escuchar, a encontrarme conmigo y con lo que me pasa, a convivir con el silencio. Aprendí que vale muchísimo una palabra de aliento pero que vale mucho más una escucha atenta y amorosa. Aprendí el oficio y aprendí que también es un espacio de juego y creatividad y eso me abrió las puertas a un montón de cosas más”.
“Mi nombre es Ricardo San Martín, vivo en el barrio San Francisco III, empecé hace cuatro años el taller donde el amigo David Varano nos enseñó a soldar y a hacer arte con la basura”, cuenta otro de los participantes ante la cámara de un programa de televisión local. “Acá conocí gente y empezamos a mejorar el medioambiente y a cambiar vidas. Porque con la misma basura empezamos a hacer esculturas. Me enseñaron a abrir la mente y a utilizar la imaginación, que es lo más importante de todo esto”.
“Me llamo Alejandro Rivas, vivo en San Francisco IV y participo del taller de herrería desde hace casi un año. Una vez me invitaron y conocí a David que me enseñó a soldar y a hacer cosas que nunca pensé que podría hacer”, cuenta otro ante la misma cámara.
Herreros de la Luz nació en 2014, cuando David Varano —53 años, bonaerense de nacimiento y barilochense por adopción— se encontraba en una encrucijada.
Varano es diseñador gráfico. Aprendió el oficio por su cuenta y logró destacarse. Casado, padre de tres hijas, toda su vida, dice, disfrutó de las oportunidades que se le presentaban, de sus empleos, de sus amigos y familia. Pero toda su vida, también, las desigualdad de oportunidades, las injusticias, le generaron incomodidad. Desde que era un niño.
“Soy el menor de cuatro hermanos. Estudié en una escuela privada en Villa Ballester que me permitió hacer mucho deporte, muchas cosas. Crecí con muchísimos amigos, muchísimo amor de mi familia. Tuve una infancia superfeliz. Pero, al mismo tiempo, cuando tenía ocho o nueve años y mi viejo me llevaba a la escuela, por la zona de José León Suárez veía villas o chatarreros con nenes de mi edad revolviendo la basura, buscando algo para comer. Y no entendía cómo un nene igual que yo estaba en esa situación”. Varano cuenta que ya por entonces tenía el impulso de querer cambiar esa realidad. Como vivía en una zona de chalets que estaban cerca de una villa, en verano, cada vez que veía chicos en la calle que sufrían calor los invitaba a jugar en la pileta de su casa. “Y así me empecé a hacer conocido en el barrio. Hasta hoy tengo amigos ahí, que me recuerdan con mucho cariño”, dice.
“Estaba muy agradecido por todo en la vida, pero tenía plena conciencia de que no todos tenían la misma suerte que yo”.
En 1986 toda su familia se mudó a Bariloche y él entró a trabajar en el primer negocio de computación de la ciudad. Después de dos años, una relación de pareja lo devolvió a Buenos Aires donde empezó a trabajar en el área comercial de IBM. Le fue bien. Lo ascendieron. Tenía moto, traje y perfume caro. Pero también ahí veía contrastes en los que no dejaba de pensar. “Todas las mañanas, cuando entraba a IBM pensaba en dos cosas: en Juan, que era un pibe que había estado en Malvinas, le faltaban las dos piernas y todos los días lloraba en la vereda, y en los nenes que venían, descalzos, a tirarme del pantalón del traje y pedirme algo. Sentía que todos mis logros como profesional y el éxito que podría llegar a tener no me iban a hacer feliz. Como cuando era chico, vivía una vida cómoda, que me gustaba, pero seguía viendo eso que me hacía ruido”.
Así fue que un buen día, dos años después de haber llegado, parado frente al Río de la Plata decidió volver a Bariloche. De donde ya no se iría.
Empezaban los 90 y la era de internet. Varano, con experiencia en informática, vocación creativa y una computadora, comenzó a diseñar los primeros sitios web de la ciudad. En esos años también conoció a la que sería la madre de sus hijas, con la que empezaría a construir su familia. Así pasó los siguientes veinticinco años: diseñando, enseñando diseño y educando a sus hijas. También siguió haciendo lo que le surgía casi instintivamente desde pequeño: ayudar a quienes lo necesitaran. “Esporádicamente, igual que lo hacía en Buenos Aires, iba a los barrios altos. Acá el alto sería la villa de allá. Más arriba es donde está la gente más vulnerada, y los chicos y todas esas casillas precarias, que es la otra cara de la postal de Bariloche, la que no se muestra. Y ahí hacía, por mi cuenta, trabajo social”, dice. “Me mandaba solo. No participaba de ninguna organización ni de nada político partidario. Siempre mantuve esa esencia. Iba por la mía y algún amigo siempre se enganchaba en la movida”.
En los barrios, Varano hacía de todo: “Ibas a una casa donde había alguna carencia y tratabas de salvarla. Por ejemplo, entrabas a lo de un vecino a tomar un mate y te despeinabas porque tenía un agujero en el techo, y veías que un nenito de dos años tenía neumonía porque entraba la nieve, entonces lo solucionábamos. Arreglábamos el agujero, le emparchábamos la casa, le conseguíamos una estufa. Un montón de cosas”.
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A los 46 años llegó un momento de su vida en el que necesitó, otra vez, cambiar.
Una tarde estaba angustiado. Hacía poco que se había separado de su mujer y se había ido de su casa. En una charla de café con amigos, de esas “donde en 15 minutos despotricás contra todo, cambiás el mundo y después llegás a tu casa y sigue todo igual”, algo lo sacudió. “De golpe fue como si mis amigos se hubieran muteado: dejé de escucharlos y entendí que no me iban a alcanzar los años para cambiar el sistema político, educativo. Pero también entendí que 15 minutos sobran para cambiarle la vida a una persona. O para ayudar a alguien a cambiar. Yo sabía que la palabra clave para que esto pasara era ‘oportunidad’. Entonces me dije: ‘Yo quiero venir alguna vez a esta mesa de café y en vez de hablar de lo que me gustaría que pasara para que las cosas cambien, contar lo que yo estoy haciendo para que las cosas cambien’”. Recuerda la fecha, era el 14 de octubre de 2014.
En ese momento salió del bar, caminó hacia el lago y, otra vez frente a un espejo de agua, tomó una decisión: “Elegí no hacer más lo que no quería hacer y no estar más con quien no quería estar”. Con esa determinación como bandera siguió andando sin rumbo hasta que llegó a una rotonda donde podía elegir entre cuatro caminos: la salida de la ciudad, el lago, volver por donde había venido o seguir avanzando en la misma dirección y subir a los barrios altos. Tomó esa opción y caminó hacia uno que por entonces no conocía: San Francisco IV. Llegó y se paró a mirar.
“En una esquina había chicos de 10, 12, 18 años fumando porro, tomando cerveza y alguna otra cosa, y en la otra esquina un galpón deshabitado, de bloque y chapa, que era de la empresa que construyó ese barrio y había quedado abandonado. Fue tan simple: miré para un lado y dije: ‘Chicos sin contención’, miré para el otro y dije: ‘Un lugar vacío, sin chicos’. Y se me vino a la cabeza soldar. No porque fuera herrero, sino porque sabía hacerlo y porque tiene que ver con unir. Y la idea concreta fue transformar hierros viejos en algo tan bello como una escultura. Y transformar la vida de esos chicos en algo tan bello como una escultura. Ya no me importaba tener o no tener plata, lo que me importaba era hacer algo que yo sabía que no tenía precio. Y entregarme de lleno a lo que quería, que tenía que ver con la vida de los demás. Ese momento fue clave: elegí elegir”.
No esperó. Al día siguiente fue a preguntar qué había en ese espacio y si lo podía utilizar. Le dijeron que sí. Se despidió de todos sus clientes y usó su computadora para hacer un último diseño: un cartel que anunciaba que empezaría a dar un taller de herrería y que pegó en cada poste de luz del barrio. Recorrió almacenes y verdulerías de San Francisco IV presentándose. Convocando. Y una semana después estaba en el galpón frente a tres chicos, algunos funcionarios curiosos y unas 15 mujeres del barrio. Contó lo que quería hacer. Ofreció, además de aprender un oficio, un cambio de perspectiva.
“Dije que a veces uno va por la calle y ve un fierrito sucio, tirado, pasa por al lado, lo pisa y no le da bolilla. Y tal vez más adelante encuentra otro en las mismas condiciones y lo ignora. Pero depende de quién los levante y qué se haga con ellos, se pueden convertir en algo tan bello como una escultura”. Varano mostró una garza hecha con un colador y otras creaciones propias. Y siguió hablando: “No sé si a ustedes les pasa, pero yo a veces me siento como ese pedacito de fierro, tirado en el piso. Siento que la gente pasa por al lado mío y no me ve”. Eso interpeló a uno de los chicos presentes que contó que se sentía así. Que sufría violencia y abusos por parte de su padre. Y que no conseguía trabajo. Varano redondeó la idea: “Depende quién te levante, con qué otro te juntes, tu vida se puede convertir en algo tan bello como una escultura. De eso se trata mi taller. El que quiera venir está invitado”.
Una semana después, doce adolescentes y jóvenes entraron a ese lugar con piso de tierra y rodearon la mesa que Varano había armado con su propuesta. “Llevé una bolsa con un montón de recortes, fierritos, chatarra, cosas que había encontrado. Las desparramé y les pregunté qué veían. Los pibes miraron y dijeron: ‘Una tumbera’ (un arma casera que se arma en los barrios, en las cárceles). No me asombró porque era lo que habían visto toda su vida, era parte de su realidad. Metí las manos entre esas cosas desordenadas, las reacomodé y volví a preguntar: ‘¿Qué ven?’. Y uno de los chicos abrió los ojos y dijo: ‘Un pájaro’. Volví a mover y otro dijo: ‘Un oso’. Volví a manotear todo y me dijeron que veían un árbol. Era un cambio de mirada, así es como la vida de alguien puede cambiar y así empezó todo”.
Desde ese momento, Varano está disponible para los chicos y chicas que quieran asistir a ese espacio que llamó Herreros de la Luz. De 12 del mediodía a 12 de la noche, de lunes a lunes. “En ese lugar pasó algo muy importante, que fue que hablé mucho de valores pero escuché mucho más de lo que hablé. Y a partir de eso un montón de chicos empezaron a tener voz, a decir lo que les pasaba y a hacer un montón de cosas. Hoy, la basura que pisaron toda su vida la transforman en esculturas que los enaltecen, los hacen ser los artistas que son. Y además generan ingresos con los que aportan en la economía familiar”.
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Muchos de quienes pasaron por el taller encontraron en la herrería una salida laboral: algunos venden sus artesanías, otros se dedican a trabajos que tienen que ver con ese oficio y a otros, incluso, el espacio los ayudó a descubrir su vocación. Como a Antúnez, a quien Varano la animó a hacer lo que siempre quiso: cantar.
“David sabía que yo cantaba, lo hacía más que nada como un hobby. Me fui desilusionando respecto a que en algún momento pudiera ser algo serio, algo a lo que le pudiese dedicar mi vida. Él me escuchó una vez y empezó a darme rosca, me fue empujando, me decía: ‘Comenzá a cantar acá, en el taller’. Le fui dando espacio a esa parte de mí y fue un cambio increíble. Hoy me dedico 100 % a eso, canto en la calle y también enseño. David me hizo dar cuenta de que no solamente podía soldar o escuchar sino que podía usar mi voz, cantar y emocionar a la gente. Y además aprendí que puedo enseñar a otras personas y hacer que ellas también emocionen con su voz”.
Antúnez hoy vive de lo que deseaba hacer. “Otro de los chicos puso un estudio de grabación, otro es carpintero, otro se dedicó al diseño. Se animaron a hacer un montón de cosas que antes, en sus vidas, estaban relegadas porque no se miraban a sí mismos”, dice Varano.
En siete años pasaron por su taller 450 chicos y chicas de entre 13 y 28 años. Herreros de la Luz fue declarado de interés municipal, provincial y nacional. También de interés cultural, educativo, comunitario y social. “Eso abrió puertas”, dice su fundador, que hoy es conocido en Bariloche por las esculturas que se exhiben en diferentes puntos de la ciudad. Entre ellos, hoteles de cuatro y cinco estrellas en los que las obras están expuestas y se pueden comprar.
“Al principio yo no sabía soldar ni agarrar una moladora, como que le tenía miedo a esas cosas”, cuenta Rivas. “Y los primeros días no me animaba porque sentía que no lo podía hacer. Y gracias a David aprendí a soldar y a cortar. Ahora puedo hacer cosas que antes de entrar al taller nunca pensé que iba a poder hacer”.
“Yo antes veía un clavo en la calle y no le daba mucha importancia, y el amigo me enseñó a ver las cosas desde otro punto de vista. Un día, saliendo desde mi casa dije: ‘¿Cuántos tornillos y tuercas puedo juntar de acá al quiosco?’, y empecé a buscar cosas que estaban tiradas en la tierra. Habré juntado como 16 cosas. Un día llego y le comento a mi amigo David que había encontrado bocha de clavos y no sabía qué hacer. Y me dijo: ‘Empezá a juntarlos y a ver formas’. Y encontré formas de insectos; por ejemplo una tuerca, como dice mi amigo, siempre es un ojo. Fuimos soldando y se fue armando el arte, que es lo que más nos interesó, aparte de ver las cosas de herrería y aprender a soldar”, cuenta San Martín.
“Para mí significó un antes y un después”, enfatiza Antúnez. “David entendió que nadie se salva solo. Y nos cambió la vida a un montón. Nos hizo aprender de los momentos, de los amigos, de la confianza en uno mismo, de no darse por vencido más allá de las dificultades. Y lo podés aprender cuando una escultura no te sale o cuando un hierro no está logrando pegarse con otro y también cuando de repente las máquinas se apagan y podemos charlar entre nosotros y encontrarnos en el diálogo. Herreros de la Luz es un hogar enorme para todos los que en algún momento nos sentimos desamparados. Es ese espacio que abraza”.
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Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN, y fue publicada originalmente el 16 de febrero de 2022.
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