Tratado sobre la indigencia, por el creador del Gran Hermano- RED/ACCIÓN

Tratado sobre la indigencia, por el creador del Gran Hermano

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Tratado sobre la indigencia, por el creador del Gran Hermano

Sin un peso en París y Londres
George Orwell
Debate

Selección y comentario por Ana D'Onofrio, periodista. Dirigió las revistas Gente y Para Ti de la Editorial Atlántida y ahora se dedica a cocinar, tiene un blog de comidas y escribió dos libros Recetas de familias y Recetas pavas. Cosas ricas para comer con el mate. 

Uno (mi comentario)

Desgarrador y lúcido tratado autobiógrafico sobre la indigencia escrito en su juventud por Eric Blair, a quien todos conocemos como George Orwell (1984, La rebelión en la granja), Sin un peso en París y Londres acaba de ser reeditado por Debate (Random House) y es una gran noticia. Debería ser texto de lectura y análisis obligatorio en la carrera de periodismo. (...)

(sigue mi comentario)

La obra con la que debutó Orwell es una crónica pura y dura de sus años jóvenes, cuando fue lavaplatos y vagabundo en Paris y Londres, respectivamente. Egresado de Eton, describe la miseria que le tocó vivir con pasmosa economía de adjetivos pero con atrapante sobriedad. No hay victimización en su relato, ni sermones sociológicos ni parrafadas ideologizadas. Sólo narrativa de alto vuelo. Sin un peso… no en vano fue mencionado por Tom Wolfe como una obra precursora del nuevo periodismo.

Dos (la selección)

Hay otra sensación que constituye un gran consuelo en la pobreza. Creo que cualquiera que haya pasado apuros económicos la habrá experimentado. Es una sensación de alivio, casi placentera, al saber que por fin estás sin un peso. Hablaste tantas veces de la posibilidad de terminar en la calle… y resulta que ya estás en ella y puedes soportarlo. Eso te quita muchas preocupaciones.

Tres

Mis sesenta francos duraron unos quince días. Había renunciado a fingir que salía a comer a restaurantes, y almorzábamos en mi habitación, uno sentado en la cama y el otro en la silla. Boris aportaba sus dos francos y yo tres o cuatro para comprar pan, papas, leche y queso, y calentábamos una sopa en mi calentador de alcohol. Teníamos una cazuela, un recipiente para el café y una cuchara; todos los días teníamos una educada discusión sobre quién comería en la cazuela y quién en el recipiente (en la cazuela cabía más), y todos los días, con gran disgusto de mi padre, Boris cedía antes y aceptaba la cazuela. A veces comíamos pan a la noche y a veces no. Nuestra ropa interior cada vez estaba más sucia, y hacía tres semanas que no me bañaba; Boris llevaba meses sin bañarse, o al menos eso decía. Gracias al tabaco todo era más tolerable. Teníamos de sobra, Boris había frecuentado un tiempo a un soldado (a los soldados les dan el tabaco gratis) y le había comprado veinte o treinta paquetes a cincuenta centavos el paquete.

Cuatro

Era divertido contemplar aquella pileta de lavar sucia y minúscula y pensar que solo nos separaba una puerta doble del comedor. Ahí estaban los clientes en todo su esplendor: manteles inmaculados, jarrones llenos de flores, espejos y cornisas doradas y querubines pintados; y, a unos pies de distancia, estábamos nosotros en medio de nuestra repugnante porquería. Porque era en verdad repugnante. No teníamos tiempo de barrer hasta la noche, y resbalábamos en una mezcla de agua jabonosa, hojas de lechuga, papeles rotos y comida pisoteada. Una decena de mozos, en mangas de camisa y con las axilas transpiradas, se sentaban a la mesa aderezando ensaladas y metiendo los dedos en los tarros de crema. La pileta de lavar despedía un olor hediondo mezcla de comida y sudor. En todas partes, en los armarios, detrás de la vajilla, había reservas exiguas de comida que los mozos habían robado. Solo había dos pilas y ninguna pileta para lavar, y no era raro que los mozos se lavasen la cara con el agua de aclarar los platos. Pero los clientes no lo veían. Había una esterilla y un espejo en la puerta del comedor, y los mozos se arreglaban para salir convertidos en la viva imagen de la pulcritud.

Cinco

En la cocina era aun peor. Decir que un cocinero francés escupe en la sopa (siempre que no sea para él) no es una figura retórica, sino la constatación de un hecho. Será un artista, pero su arte no incluye ser limpio. Hasta cierto punto, incluso es sucio porque es un artista, pues la comida, para ser apetitosa requiere que sea tratada de forma sucia. Cuando, por ejemplo, someten un filete a la inspección del cocinero jefe, no lo pincha con un tenedor. Lo agarra con los dedos y lo da vuelta, pasa el pulgar por el plato y lo chupa para probar la salsa, vuelve a pasar el dedo, lo chupa y da un paso atrás para contemplar el trozo de carne como un artista cuando juzga un cuadro, luego lo coloca en su lugar con los dedos engrasados y enrojecidos que ha chupado más de cien veces esta mañana. Cuando se da por satisfecho, agarra un trapo, borra las huellas de dedos del plato y se lo da al mozo. El mozo, por supuesto, también mete los dedos en la salsa, unos dedos sucios y engrasados que no hace más que pasarse por el pelo engominado. Cada vez que alguien paga más de, digamos, cien francos por un plato en París, puede estar seguro de que lo han toqueteado como dije. En los restaurantes baratos es diferente; ahí no se tienen tantas contemplaciones con la comida: la sacan de la sartén con un tenedor y la ponen en un plato sin manosearla. Por decirlo con claridad: cuanto más pagues por un plato, más saliva y sudor te verás obligado a comer.

Seis

El miedo a la plebe es un temor supersticioso. Se basa en la idea de que hay alguna diferencia misteriosa y fundamental entre ricos y pobres, como si se tratase de dos razas diferentes, igual que los negros y los blancos. Pero, en realidad, mucha diferencia no existe. La masa de los ricos y los pobres se diferencia solo en sus ingresos, y el millonario medio no es más que el lavaplatos medio con un traje elegante. Cámbialos de lugar y, ¡listo!, ¿quién es el juez y quién es el ladrón? Cualquiera que se haya relacionado en términos de igualdad con los pobres lo sabe de sobra.

Siete

El trabajo en el hotel me enseñó el verdadero valor del sueño, igual que pasar hambre me había enseñado el verdadero valor de la comida. El suelo dejó de ser una necesidad física y se convirtió en algo voluptuoso, en un placer más que un alivio. Además, las chinches habían dejado de molestarme. Mario me había dado un remedio infalible: esparcir pimienta en las sábanas. Daban muchas ganas de estornudar, pero las chinches la odiaban y emigraban a las otras habitaciones.


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