Josefina conoció a Antón en Tinder. Él es un ucraniano un poco nómade que trabaja remotamente (lo hacía desde antes de la pandemia) y ama bailar tango. Ella no confiaba demasiado en lo que las dating apps pudieran ofrecerle, pero un día se cansó y pensó: “Ya fue, al primero que haga match lo invito a salir hoy mismo”. Antón fue el que hizo match. “Pegamos mucha onda de entrada”, dice Josefina. “Y al final terminé aprendiendo a bailar tango gracias al ucraniano”. Ahora son pareja.
Historias como la de Josefina y Antón son cada vez más frecuentes. De hecho, hoy son demasiado frecuentes. Pero cuando las dating apps aparecieron (Tinder llegó en 2012), mucho de lo que trajeron fue vértigo y confusión.
Sometieron a la cultura de las citas a una aceleración y a una randomización que al principio se volvieron difíciles de interpretar y podías pensar que, al mezclarte con personas muy variadas, las apps estaban hackeando al destino (aunque Didier Rappaport, el creador de Happn, me lo negó). Una semana salías con una diseñadora que se preguntaba si ya era hora de probar ayahuasca; luego con una directora de animación que vivía con un gato siamés; con una estudiante brasilera de Arquitectura; y con otra diseñadora, esta un poco rockera, que solo quería ser tu amiga.
En el camino dejabas pasar a una rubia maciza que necesitaba tener sexo urgentemente y a otra chica que acababa de volver de China y te mostraba sus fotos en la Gran Muralla. Si tenías suerte, finalmente conocías a una mujer que te gustaba, una practicante de la ceremonia japonesa del té con la que tenías mucho en común, con la que te divertías, y te quedabas con ella (y, juntos, abandonaban las apps).
La cabeza tardaba en acomodarse a las vueltas y al swiping. Tanto, en tan poco tiempo. ¿Qué había sido todo eso?
La expansión del vértigo
Ese vértigo se expandió: en la Argentina actual, según una encuesta online de Opinaia que publicó Clarín, el 13% de la población lleva en su teléfono al menos una dating app (Tinder, Happn, Bumble, Grindr y otras). El país está en el top 3 entre los más activos en este mercado, en la región. El 46% de los usuarios encuestados ya las usaba antes de la cuarentena y un 24% las instaló ahora. La mayoría son millennials y centennials, y el 69% son hombres. Un tercio de los usuarios busca sexo y un 12% sexting, pero la mayoría dice que quiere conocer gente o hacer amigos.
La tendencia es mundial y actual: según un estudio firmado por el sociólogo Michael J. Rosenfeld, de la Universidad de Stanford, el 39% de las parejas heterosexuales se conocen en apps u online (en 2017). Eso es mucho más que el 27% que se conoce en bares o restaurantes; el 20% que lo hace a través de amigos en común; el 7% que lo hace en la escuela o el 4% que se vio por primera vez en la iglesia.
Al principio nos daba vergüenza contar que habíamos encontrado pareja en una dating app; hoy es cool. Conocerse en las apps u online ahora es el modo más popular. La tendencia es imparable y viene creciendo, en dos décadas, desde el 2% (la marca en 1995). Primero fue por la aparición de Internet. Luego, desde 2007, por la de los smartphones y las redes sociales.
“Conocerse online tiene algunas ventajas en cuanto a eficiencia y utilidad práctica sobre las antiguas formas de conocerse”, dice Michael J. Rosenfeld, de Stanford, vía mail. Según su estudio, hay mayor variedad de gente disponible y mayor discreción; y las dating apps tienen el potencial, a lo largo del tiempo, de mejorar sus algoritmos de emparejamiento a través de análisis de datos, experimentos y aprendizaje automático.
Y lo que sigue luego de la app es lo mismo de siempre: “Por lo que puedo deducir de los datos, la calidad de la relación no depende en absoluto de cómo se conoce una pareja. Una vez que dos personas están en una relación, cómo se conocieron es solo una historia que cuentan”.
Pero la curva revela algo sobre el mundo moderno que no solo se aplica a las citas: nuestra vida transcurre cada vez más online, cree Steve Stewart-Williams, un profesor de Psicología Evolutiva de la Universidad de Nottingham en Malasia, que recientemente comentó en Twitter el trabajo de Rosenfeld.
“El amor es psicológica y bioquímicamente igual hoy que cuando los cazadores recolectores deambulaban por la sabana africana”, dice vía mail. “Pero con las apps aumenta enormemente el grupo de posibles socios. Eso significa que es probable que las personas conozcan a alguien muy similar a ellas, pero también es probable que piensen: ‘Esta persona no es perfecta para mí, voy a volver a la app para seguir buscando’”.
En la Argentina hay pocos estudios sobre el tema (casi ninguno), pero Florencia Pavoni Perrotta, licenciada en Ciencias de la Comunicación, viene trabajando sobre esto. “Cuando te metés en una app, lo que buscás es una confirmación de la capacidad que tenés de despertar el deseo de los otros”, dice. “Estas apps surgen como una respuesta a la gestión, hoy tan problemática, del encuentro con otro”.
Lo que las apps lograron conquistar, a diferencia de sus antecesores, los sitios de citas, es no posicionarse como una solución de emparejamiento para loosers. “Antes los que estaban suscriptos a un servicio de matchmaking eran los que habían quedado fuera del mercado”, sigue Pavoni Perrotta. “¿Cómo lo lograron las apps? Son súper intuitivas y tienen mucho de gamification: todo el mundo las puede usar. Exponen más la imagen del cuerpo que la presentación de la personalidad, en una época donde hacemos una curaduría constante de quiénes somos y cómo queremos que nos perciban. Y están ancladas a la mayor prótesis de nuestra era: el teléfono. Tinder y Happn son boliches que no cierran nunca”.
Las dating apps dejaron de ser un delivery de sexo
Tomemos como ejemplo a una de nuestras lectoras, que respondió a un llamado de participación online. No quiere que publiquemos su nombre, pero cuenta que tiene 25 años y que, salvo su primera relación (a los 18), todas las demás se las debe a Tinder. Con esa app conoció a su primer novio, tuvo una relación a distancia y algunos encuentros casuales. Cree que su ascendencia asiática le dio ventaja para seducir. “¿Conocer gente ‘a la antigua’ (un amigo de un amigo, compañeros de trabajo o de facultad, en un bar o un boliche)?”, dice en el chat de Instagram, “Jamás he experimentado tal cosa”.
A ella, Badoo le resultó más directo que Tinder: mucha gente grande, trans, swingers, parejas que buscaban un trío. Después del saludo ya le decían qué buscaban… y siempre buscaban lo mismo. “En cambio, en Tinder se da una especie de flirteo previo”, sigue. “Casi siempre prospera cuando se pasa a otras plataformas como Instagram o WhatsApp”. ¿Y Happn? “Lo usé en algún momento... hasta que me crucé al tipo que labura en la esquina de mi casa”.
Bumble está ganando terreno ante esos dos dueños del mercado de dating apps (o love apps): Tinder y, un poco más abajo, Happn. En el juego, Bumble introdujo un sistema de hashtags para marcar gustos, objetivos, mascotas, hijos e ideología; y delimitar a quien podés conocer. Luego, las competidoras también lo hicieron.
“En pandemia, cambió el diálogo que se da”, dice Marinha Villalobos, que dirigió y escribió #CitaTextual, una obra de teatro con Anita Pauls sobre dating apps. “Ya no son un delivery de sexo; sí o sí ahora implican conocer más al otro y tener otros tiempos. Al principio, hubo muchas citas de góndola en la dietética del barrio para conocerse… Después, las apps habilitaron las videollamadas y la gente que no se anima a hacer esas citas de góndola, arma cenas: empiezan con la comida, después ven una obra de teatro online y al final pasan a la habitación”.
Ahora Villalobos está preparando algo nuevo sobre dating apps, en formato audiovisual. “La búsqueda del amor hoy está atravesada, con desencuentros y encuentros, por la tecnología”, dice. Dos de sus amigas se pusieron en pareja en esta cuarentena: una gracias a Bumble, la otra gracias a Tinder.
Ser parte del 4% en 2020
En este frenético mundo nuevo, que es un territorio de swipes y crushes al que el ghosting puede reducir a un espejismo, darle la espalda al 39% de los que se conocieron con una app y formar parte del 4% que se encontró en la iglesia tiene un dejo de originalidad.
Esas uniones están casi siempre en los ambientes comunitarios. Annie Lust y Brian Stempelatto viven en Libertador San Martín (Entre Ríos), no muy lejos de Paraná. Es una ciudad pequeña en la que los adventistas se asentaron en el siglo XIX y desarrollaron su mundo. Annie y Brian, que tienen 24 y 25 años, se iban a casar en septiembre, pero lo pospusieron a diciembre por el coronavirus.
Son adventistas (ella es descendiente de un pionero, Georg Lust, un alemán del Volga que nació en 1856) y se vieron por primera vez en una fiesta del colegio cuando Annie, que se había ido a un internado adventista en Balcarce (sus padres estaban misionando en Seúl), volvió.
Comenzaron a verse más seguido en la Iglesia del Parque y en un retiro religioso a Mendoza se engancharon. A los dos les gustaba cantar y en ese viaje cantaron juntos, y él le dijo que tenían que hacer un tema. “Me encantaba la voz de Annie y cómo sonreía”, dice Brian. Se reunieron a practicar canciones cristianas: él, que es hijo de un músico de folclore, tocaba la guitarra mientras los dos interpretaban “Silencio de Dios” y otras piezas con ese tipo de títulos.
Luego Annie viajó a Seúl, y en un chat con 12 horas de diferencia descubrió que sí, que ahí había algo con Brian. Volvió, y pasaron muchos meses hasta que él le propuso el noviazgo, en la noche de un sábado caluroso. “No fue como dicen que es hoy en día en Tinder”, cuenta ella, “que vi la foto, que el pibe me regustó y todo eso… Tinder me parece bastante superficial, creo que es para satisfacer un capricho… aunque puede ser que a alguien se le dé [algo serio]”. Brian, hace años, descargó Badoo a su teléfono. “Sólo por curiosidad”, dice, “y no charlé con nadie”.
Ahora él vive con el primo de ella, a dos cuadras de ella, y se ven todos los días. No van a convivir ni a tener sexo antes del matrimonio: así es en la comunidad adventista. Brian se lo planteó a Annie desde el principio: le dijo que creía en eso y le pidió que piense si estaba de acuerdo. “Ni necesito pensarlo”, le respondió ella.
Mientras tanto, lo más probable es que ese 39% de parejas que se conocieron en apps u online continúe incrementándose. Ya pasaron ocho años del surgimiento de Tinder (y por lo tanto, del swipe) y el vértigo inicial parece haberse ordenado un poco. “Es un trayecto recorrido”, dice Marinha Villalobos, la directora de #CitaTextual.
“Ahora hay una cultura de las apps”, sigue. “Pero para mí, lo más importante no es interpretar las apps, sino trascenderlas: conocernos. Hay algo que ya no es nuevo de estas apps, y lo nuevo es saber cómo usarlas. Mandarnos audios, seguirnos en las redes sociales, ver si nos cautivan las mismas cosas: eso siempre es un desafío”.
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