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Frente al paisaje de hielo que no parece tener fin, una se siente muy, pero muy pequeña.
Este artículo nace de una pregunta:
La geografía, el clima, hasta la cantidad de habitantes, ¿determinan las fortalezas que debemos poner en juego para vivir en un lugar? ¿Hay una relación intrínseca entre el paisaje y su población? ¿Deja señales, en nosotros, el sitio que habitamos?
La calma del campo o la neurosis de una ciudad, ¿implican desafíos diferentes? Y si es así, ¿qué sucede cuando uno decide vivir en una geografía inhabitable? ¿Cómo se habita una isla pedregosa en medio del océano, la cumbre del Himalaya, lo más profundo del desierto más caluroso? ¿Cómo se habita la Antártida?
En 1904 la Argentina compró una estación meteorológica en la isla Laurie de Orcadas del Sur, iniciando así una era de ocupación en el llamado Sector Antártico Argentino. Hoy el Estado administra trece bases, seis operativas todo el año: Marambio, Esperanza, Carlini, Orcadas, San Martín y Belgrano II, y el resto operativas durante el verano: Brown, Melchior, Decepción, Cámara, Primavera, Petrel y Matienzo.
Pero este no es un artículo sobre historia antártica, allí no está la respuesta a la pregunta del principio. Este es un artículo sobre la gente que tiene esa oportunidad única de vivir en el fin del mundo, en la franja blanca que aparece abajo de todo en los mapas escolares, en el continente blanco. Vivir de prestado, luego de aplicar a permisos y capacitaciones, sabiendo que nada allí les pertenece y que no importa cuánto se enamoren del lugar, llegan con pasaje de regreso: no hay en Antártida un "para siempre".
¿Cómo es vivir en la Antártida? ¿Nos modifica, se hace parte nuestra?
Empecé a hacerme estas preguntas en diciembre de 1992, cuando una serie de excepcionales circunstancias me llevaron a Base Marambio y a Base Esperanza después, a bordo de un avión Hércules, de un Fokker, de un Twin Otter, del buque rompehielos Almirante Irízar (un periplo de casi tres semanas) y pude comprobar que nada de lo que había vivido y nada de lo que viví después, se parece a vivir en la Antártida.
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A las tres de la mañana, en Marambio, la noche parece un largo atardecer. Hay luna llena.
Lo primero que se aprende al llegar a la Antártida es que uno deja de tener el control. La majestuosidad y la inmensidad de los espacios nos lo hacen saber enseguida: somos mínimas moléculas a merced de una naturaleza que nadie ha podido domar. Las decisiones las toma el clima. ¿Hay buen tiempo?, se avanza. ¿Hay tormenta, viento?, te quedás.
Hay que saber, además, que la Antártida no acepta a cualquiera, de allí que sea tan preciada. Solo personal de las Fuerzas Armadas que administran las bases o personal civil con tareas perfectamente establecidas: científicos, docentes y las familias de Base Esperanza, una singularidad de la Antártida Argentina: pueden habitarla durante el año que dura cada campaña. Los demás: periodistas, artistas, turistas, exploradores, pasamos en puntas de pie los días que el continente nos permita, agradeciendo la experiencia, maravillándonos por todo.
En cada base se habita de un modo distinto. Están las que poseen dormitorios compartidos y están las que ofrecen casas individuales, desperdigadas por el área, como pequeños poblados naranjas sobre blanco. Todas las bases, por supuesto, cuentan además con áreas de trabajo en común, comedores, casinos (que aquí significa lugar de reunión y no lugar de juego), laboratorios, centros de meteorología, servicios médicos.
Habitar la Antártida es una aventura desde el día uno. En Marambio (la puerta de entrada al sector argentino, gracias a su pista de aterrizaje), donde hay habitaciones compartidas, el jefe me cedió el único cuarto privado, pero en Base Esperanza me asignaron una casa entera, la número 13. Tres dormitorios, comedor, cocina, baño, sábanas y toallas limpias, chocolates, café, té, azúcar. En los siguientes días tuve que "hacer agua", que es como llaman a la apertura de las llaves de paso, me quedé aislada por una tormenta, se terminó el combustible de la calefacción, me encontré con pingüinos cada vez que abrí la puerta sin llave que cierra a presión, como las de los grandes frigoríficos.
Gustavo Lezcano, profesor con Diplomatura en Asuntos Antárticos y subdirector del Instituto de Derecho y Gestión Polar de la Asociación Iberoamericana de Derecho Cultura y Ambiente, que conoce como pocos la Antártida, explica el asunto de las puertas: "No existen casas con llave, todas se abren a presión tanto del lado de adentro como de afuera, esto es muy necesario porque en caso de tormenta imprevista, cualquiera puede ingresar a refugiarse en la casa de algún vecino. Incluso muchas veces, por distraídos, entramos en otras casas y hasta no ver a sus habitantes no nos damos cuenta".
Así será todo aquí: cada cosa tiene un porqué, un motivo, un modo de hacerse.
Querré irme muchas veces durante esos días, querré quedarme varias más.
Y otros viven un año, con sus meses de luz, con sus meses de oscuridad.
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Pasa a mi lado un pingüino llevando en el pico una piedra para armar su nido. Nos saludamos.
Julia Beatriz Buonamio, invernó dos veces en la base, en 1978 y en 1984. En el ´78 fue una de las diez familias que iniciaron la experiencia de vivir en Antártida. Allí la esperaba un trabajo como maestra y la boda con el sargento primero Alberto Sugliano. Muchos medios de entonces se hicieron eco de la historia de amor y de soberanía ("A estos novios no los asusta ¡ni el hielo!", tituló una revista de entonces). Julia será quien devele las singularidades de la vida cotidiana antártica: "En 1978 contábamos con dos estufas a kerosene para calefaccionar la casa. Llegamos a vivir con diez grados bajo cero adentro y teníamos que derretir nieve en la cocina para tener agua. Por ser tan precaria la calefacción, se congelaban los caños y no llegaba el agua caliente al baño. Mi esposo, entonces, colgó de la ducha una lata de galletitas a la que le había soldado una canilla, la llenaba de agua caliente y así nos bañábamos. Todo era diferente, allá, fue un privilegio participar del proyecto a pesar de los riesgo que presentaba. Ahí te encontrás con vos misma y te mostrás tal cual sos. Es una gran familia donde todos dependemos de todos".
Cuarenta años después, en 2018, las cosas son muy distintas y a la vez nada cambia: el afuera es el mismo, inclemente, hermoso, le importa poco y nada los humanos que llegan y se van. Pero la tecnología permite la comunicación directa y permanente con el continente, ¿vivir en Antártida comienza a parecerse a la vida que conocemos?
El matrimonio de docentes formado por Mariana Ibarra y Víctor Navarro Zalazar, de la ciudad de Ushuaia, estuvieron a cargo de la escuela de base Esperanza en 2018 y otra vez en 2020 y así cuentan el día a día: "A las 6 am llamábamos a los meteorólogos de la base para consultarles si las condiciones climáticas estaban aptas para poder dictar clases normalmente. El horario de ingreso a la escuela era a las 7:30 hs, a las 12:00 nos retirábamos a nuestras casas a almorzar en familia y a las 14:30 regresábamos a la escuela hasta las 18:00 para continuar con el dictado de los talleres para los alumnos de la escuela. Luego la escuela permanecía abierta para las actividades que se realizaban para el resto de los integrantes de la dotación: clases de inglés, clases de zumba, de boxeo marcial, de guitarra, funciones de cine, clases de cocina, entre otras actividades".
"En cuanto a lo que uno debe recurrir para adaptarse a una vida tan diferente", continúan, "lo que a nosotros nos funcionó fue generar muchas actividades para hacer, ya sea con los alumnos o con todos los integrantes de la dotación. Esto hacía que nos mantuviésemos ocupados disfrutando del lugar, con muy buen ánimo. En los meses de oscuridad, además, buscábamos contar lo que nos sucedía, si teníamos algún problema en el continente o la base, poder hablar de las cosas para encontrarles una solución y no quedarnos con eso adentro ya que allí todo se magnifica demasiado".
En 1992 en todas las entrevistas que realicé a las dotaciones de las bases, la respuesta era la misma: mantenerse ocupado, armar una rutina diaria. En Antártida el tiempo corre de otro modo, sin noches en verano, sin luz en invierno, la cabeza es la primera que nos traiciona cuando el cuerpo no tiene qué hacer. Lo supe rápido, todos andaban de acá para allá y a mí el tiempo me sobraba. También encontré rápido la respuesta: en Marambio lavé fruta, hice tortas fritas, pinté los marcos de las paredes del casino, pedí más trabajo, ofrecí más ayuda. Y cuando me decían que no, que disfrutara de un paisaje al que no podía acceder sola, por cuestiones de seguridad, el ánimo se me empezaba a derretir como el hielo de diciembre que cubría todo de charquitos de lodo.
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Una mañana en Esperanza me llama la atención una piedra, algo brilla… Es el fósil de una planta. Estoy caminando sobre la historia del planeta.
Excepto el hielo que se filtra y se hace agua, nada crece en la Antártida que permita alimentar a una base completa. No hay plantaciones, no hay animales, no se pesca. Todo se lleva del continente, se planifica, se contabiliza, se anota. A veces se repone, a veces no y hay que arreglárselas.
En todas las bases hay cocinero y comedor y horarios para almorzar y cenar. En Esperanza (la población en invierno en general no llega a 100 personas, incluidas entre ocho y diez familias; en verano pueden llegar a ser 140 habitantes) las familias, en cambio, pueden buscar sus porciones y comer en sus casas, y se reúnen los sábados de pizza y en los cumpleaños que se festejan, todos juntos, una vez al mes.
Julia Buonamio lo recuerda: "En el ´78 cada familia cocinaba en su casa y había un encargado que regulaba los alimentos. Una vez por semana le entregábamos un cuaderno con la lista de lo que necesitábamos y si había, nos daba. Fue raro aprender a cocinar las frutas y verduras deshidratadas, ¡el huevo en polvo! Nunca me volvieron a salir los buñuelos de acelga tan ricos como con todo en polvo: leche, huevo, acelga. En el ´84, en cambio, ya cocinaba el cocinero en la base y retirábamos almuerzo y cena. No hay comercios allá de ningún tipo, no se maneja dinero por un año y eso te saca un poco de la realidad".
Gustavo Lezcano explica, además, que cada familia mantiene en su hogar una cantidad de víveres a modo preventivo; "hay tormentas", dice, "que pueden durar hasta cinco días, por eso hay que tener para consumir sin salir de la casa, por el peligro que representan los fuertes vientos y el cumplimiento de las normas de seguridad que rigen en el lugar".
Comí muy bien en Antártida. Todo era abundante, calórico, ningún resto se desechaba. La carne del mediodía auguraba un guiso por la noche. Fui llevando un diario esos días y siempre anoté el menú: sopa de verduras y fideos, carne asada con salsa de champignones con papas, sopa y guiso de arroz, churrasco con puré.
Pocas cosas unen tanto como comer juntos, como compartir el pan. Incluso cuando algo falla: "En 2018", cuentan Ibarra y Navarro Zalazar, "estuvimos diez meses sin comer frutas y verduras frescas. En octubre, una mañana en la escuela escuchamos el ruido de los motores del Twin Otter que sobrevolaba la base. No venía desde abril, entonces los alumnos dejaron todo lo que estaban haciendo y fueron corriendo a las ventanas y al ver el avión empezaron a abrazarse y festejar, ya que intuían que en ese vuelo venía algo de carga para la base. Como no se pudo retomar la clase ya que los niños estaban muy emocionados, se decidió ir al casino para esperar a quienes habían ido al glaciar a recibir el avión, y cuando los chicos vieron los cajones empezaron a cantar: ´¡lechuuga! ¡tomaate!´, luego de diez meses sin comer algo fresco".
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Por su geografía de meseta, Marambio aparece a veces cubierta por una nube. Estoy dentro de la nube, estiro mi brazo y dejo de verme la mano.
Base Esperanza llama la atención por las casas individuales, porque viven niños y adolescentes, porque un grupo muy pequeño de personas tienen la suerte de pasar el año junto a sus familias, pero no es la norma.
La norma es dejar a la familia en el continente, a los hijos que están por nacer, pasar a la distancia cumpleaños, problemas, partidos de fútbol, graduaciones, hasta crisis políticas y económicas. La aventura tiene su costo, su lado B.
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La mayoría de los integrantes de las FFAA que eligen la Antártida como destino lo hacen por motivos económicos y el año se les puede hacer duro.
En 1992 coincidí con el sargento enfermero veterinario Félix Daza Rodríguez en Base Esperanza. Por su especialidad no pudo realizar otra invernada, ya que la jauría polar que estaba a su cargo fue considerada especie exótica y se regresó ese año al continente.
Volví a encontrar a Daza Rodríguez en las redes, y así recuerda el modo en que enfrentó el tiempo lejos de la familia: "Antes de ir a la Antártida se realizan distintos cursos, para tener una buena convivencia y sobrellevar la ausencia de afectos personales, pero los militares estamos preparados psicológicamente para enfrentar a la soledad. Y allí nos apoyábamos en todo momento. De todos modos la familia que estaba en el continente jugaba un papel muy importante ya que a la distancia, a través de comunicaciones semanales, también eran nuestro sostén. Yo sabía que al final de la campaña podría abrazar y besar a toda mi familia y en especial a mi pequeña hija que tenía días de vida cuando partí para la base".
Gustavo Lezcano, por su parte, agrega: "Cada integrante de las dotaciones antárticas, de todas las bases permanentes, pasa por exhaustivos exámenes psicofísicos, pero una vez en el lugar ya depende de cada uno adaptarse al medio y a la convivencia, que es lo más duro para quienes no están acostumbrados a una vida de encierro y en relación con personal de las Fuerzas Armadas".
"Lo importante de la convivencia", continúa Lezcano, "para tener una campaña excelente, es ser respetuoso de los tiempos de los demás, no hacer bromas fuera de lugar, ser humilde y no hacer comparaciones de campañas con tus amigos invernantes, pudiste haber tenido tres, cuatro, o tal vez cinco campañas antárticas y todas van a ser distintas, para algunos será la primera vez que van a ese maravilloso lugar y para otros no será lo que esperaban ese año”.
Lo cierto es que alejado del mundo conocido, en la Antártida se crea una camaradería (que incluye tanto amores como odios) que casi siempre perdura en el tiempo. Haber sido un antártico es un logro que se lleva toda la vida. Que deja huella y que pone a prueba. Quienes estuvieron allí al comienzo de la pandemia lo saben mejor que nadie. Ibarra y Navarro Zalazar cuentan una historia que bien podría ser el guión de un largometraje: "En marzo de 2020, luego de que declararan la cuarentena obligatoria en el país por el COVID-19 y que los medios nacionales emitieran imágenes de cómo estaba afectando el virus en otros países (como en Colombia con sus muertos en las calles), los alumnos empezaron a demostrar signos de preocupación. Entonces generamos un espacio de escucha y reflexión donde nos contaron que tenían miedo por sus familiares y amigos, que tenían miedo de quedarse para siempre en la Antártida si todo el mundo se moría y nosotros no, porque el virus no había llegado. Tratamos de calmarlos y convocamos a los médicos de la base para que les dieran una charla sobre el virus, sus formas de contagio y prevención. Además se dispuso facilidades para que pudieran comunicarse con sus familiares y amigos, para darles tranquilidad. Luego de esto pudieron disfrutar del año sin preocupaciones".
Por la pandemia, además, en 2021 la escuela se cerró y no viajaron familias. Base Esperanza habrá quedado muy silenciosa.
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Desde la proa del buque rompehielos Almirante Irízar veo pasar un témpano sobre el que toma sol una foca albina. Un día normal en Antártida.
Cada entrevistado va ofreciendo respuestas a la pregunta de cómo se habita la Antártida. Con deseo, con trabajo, con paciencia, con curiosidad. El hecho de saber que se regresará al continente sirve de faro: las noches no serán eternas, ni la distancia de los afectos, ni la imposibilidad de salir del hogar para hacer una compra mínima. Todas aquellas cosas, grandes o pequeñas, que nos mantienen enteros.
El día que llegué a Marambio me recibió, en la pared del comedor, una frase que no olvidé nunca:
"No te extrañe que quieras irte. No te asombres que quieras volver".
De eso se trata la Antártida.