En Santiago de Chile, en una de las salidas de una autopista urbana recién construida con fondos privados, hay un enorme grafito que dice: "¡Marx tenía razón!" En efecto, el desarrollo capitalista engendra sus propias contradicciones, como lo demuestra ese rayado.
Los últimos meses han sido la primavera –y el invierno– del descontento chileno: grandes marchas y protestas pacíficas, pero también abundantes saqueos y violencia. Lo mismo que en Hong Kong e Irán, Colombia y Costa Rica, Ecuador y Perú, Iraq y el Líbano, Sudán y Zimbabue. Y, a pesar de la diversidad de estos países y de los incidentes locales que gatillaron los disturbios, los expertos y los medios han optado por difundir una cómoda narrativa: "el 2019 ha sido un año de agitación a nivel mundial, detonada por la ira ante la creciente desigualdad –y es probable que el 2020 sea peor–", afirma con confianza el sitio web de comentarios The Conversation.
El diario The Guardian añade: "No todas las protestas están motivadas por demandas económicas, aunque los abismos cada vez más profundos entre ricos y pobres están radicalizando especialmente a mucha gente joven". Incluso el sobrio Financial Times está de acuerdo: "La desigualdad en el 'estable' Chile enciende la hoguera de los disturbios".
Sin embargo, la desigualdad ha imperado en estos países desde hace mucho tiempo. Y las condiciones económicas distan de ser tan graves como lo fueron hace una década, durante la crisis financiera mundial. Entonces, ¿por qué la gente se lanza a las calles ahora?
El enigma se profundiza cuando se observa que en América Latina la desigualdad ha ido disminuyendo de manera rápida, precisamente durante los mismos años en que se elevó en Estados Unidos y el Reino Unido. Según el Banco Mundial, entre 2000 y 2017 el coeficiente de Gini (un índice de distribución del ingreso, en el que cero representa la igualdad perfecta y 100 la desigualdad absoluta) se redujo en todos los países latinoamericanos donde actualmente hay protestas, incluyendo bajas de notables ocho puntos o más en Bolivia y Ecuador.
Es aquí donde el énfasis propio de Marx en el progreso y sus consiguientes contradicciones provee una ayuda muy necesaria. Karl Marx y Friedrich Engels, recordemos, se asombraron frente al "constante revolucionar de la producción" del capitalismo, pero señalaron que ello conllevaba "un trastorno ininterrumpido de todas las condiciones sociales, una incertidumbre y una agitación perpetuas".
Consideremos la educación superior. En muchas economías emergentes – Brasil, Chile y Ecuador entre ellas, pero también Turquía, el Líbano y Hong Kong– la matrícula universitaria se ha disparado en las últimas décadas. Como la oferta de personal capacitado crece más rápido que su demanda, ha disminuido la brecha entre las remuneraciones de quienes tienen una educación universitaria y las de los demás. En consecuencia, han caído distintos indicadores de la desigualdad de ingresos.
Mayor educación, conocimientos más especializados, menos desigualdad, ¿qué es lo que puede no gustar?
Poco, a menos que se pertenezca a la generación que estuvo en la transición. Los jóvenes que fueron a la universidad en los últimos veinticinco años –a menudo a instituciones nuevas con matrículas de alto costo pese a no tener estándares académicos de renombre– terminaron recibiendo remuneraciones menores de lo que habían esperado. El resultado ha sido una generación de mujeres y hombres jóvenes educados, endeudados y, con frecuencia, airados.
Además, como nos lo recordó hace poco el historiador Niall Ferguson, los saltos en el acceso a la educación superior inmediatamente después de períodos prolongados de paz y prosperidad, con frecuencia han coincidido con protestas callejeras pacíficas.
La educación ayuda a sintonizar con la injusticia, y la prosperidad implica que protestar no pone en peligro el sustento. Es lo que sucedió en la década de 1960 en Europa y Estados Unidos. Hoy día está sucediendo a nivel mundial, de manera más rápida y más intensa que nunca gracias a los aparatos móviles y a las redes sociales.
O consideremos la acumulación de capital. Por definición, un país pobre es aquel donde el capital productivo es escaso y la debilidad de los mercados crediticios significa que no se puede pedir capital prestado para hacer crecer las empresas. Por lo tanto, una política de desarrollo óptima entraña mantener las remuneraciones y los impuestos bajos al principio del proceso de desarrollo, de modo que las empresas puedan emplear sus ganancias para impulsar la inversión y el crecimiento.
Como lo mostraron recientemente los economistas de la Universidad de Princeton, Oleg Itskhoki y Benjamin Moll, esto es válido incluso cuando a las autoridades solo les importa el bienestar de los trabajadores, que se beneficiarán con una productividad mayor y salarios más altos a medida que se acumula capital.
Pero el 1% no puede continuar recibiendo un tratamiento tan beneficioso para siempre. A la larga, afirman Itskhoki y Moll, la redistribución debe prevalecer sobre la acumulación. En ese momento, el 1% tiene que aprender a vivir con menos ganancias y con una carga impositiva más alta –a menos, obviamente, que opte por emplear su poder político para luchar contra dicho cambio–.
Y así ha ocurrido en muchas economías emergentes. Desde Corea del Sur hasta Singapur, y desde México a Chile, los países muy pobres se convirtieron en prósperos dentro de un nivel impositivo bajo. Pero acaso en algunos de ellos la política haya demorado el giro hacia la redistribución por demasiado tiempo. México, por ejemplo, es un país de ingreso medio alto, sin embargo sus ingresos fiscales llegan a un escaso 16% de su PIB, menos de la mitad del promedio de la OCDE.
En Chile, la proporción es del 21%, pero ha estado estancada durante casi una década. Esto se traduce no solo en seguros sociales insuficientes para las crecientes clases medias, sino también en una falta de gasto en innovación e infraestructura, que a su vez hace flaquear al crecimiento. La consecuencia probable es la agitación social, que ha llegado a Chile y posiblemente llegue a México luego de terminada la luna de miel del nuevo gobierno.
La política de libre competencia es el tercer ejemplo del aforismo marxista que el éxito del capitalismo engendra sus propios fracasos. Los economistas Daron Acemoglu, Philippe Aghion y Fabrizio Zilibotti explicaron el ciclo en un importante estudio de 2006. Cuando un país es relativamente pobre, permitir ciertas rentas monopolísticas a las empresas acelera la acumulación de capital sin perjudicar la innovación, puesto que las empresas simplemente adoptan tecnologías importadas desde economías más avanzadas. Sin embargo, una vez que un país prospera y alcanza la frontera tecnológica mundial, un mayor crecimiento requiere innovación, la cual a su vez requiere competencia.
Conclusión: las economías emergentes exitosas deberían adoptar vigorosas políticas antimonopolios si desean mantener su éxito. Muchas lo han hecho, incluyendo a México y Chile. Pero, he aquí la dificultad: los nuevos y más rigurosos estándares revelarán innumerables escándalos de colusión, que aparecerán destacados en los titulares y encenderán la ira pública mucho antes de que la mayor competencia produzca la innovación y los mayores ingresos que aplaquen esa ira. Es posible que el precio del éxito en la lucha contra los monopolios sean más, en lugar de menos, protestas callejeras.
Ahora bien, Marx y Engels no afirmaron meramente que el desarrollo capitalista engendra sus propias contradicciones. También llegaron a la conclusión de que dichas contradicciones solo se pueden superar mediante "el derrocamiento forzoso de todas las condiciones sociales existentes". Hasta ahora, la actual ola de protestas no ha derrocado mucho (excepto al presidente de Bolivia, que intentó robarse una elección). Ahora les toca a los gobiernos implementar –y pronto– las reformas que permitan demostrar que, en este punto, Marx y Engels no tenían razón.
Andrés Velasco, exMinistro de Hacienda de Chile, es Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science.
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