El Puente
Gay Talese
Alfaguara
Selección y comentario por Soledad Vallejos, periodista (“Olivos. Historia secreta de la Quinta Presidencial” es mi último libro, por ahora) y docente. Escribe y edita todos los días en Página/12.
Uno (mi comentario)
Gay Talese es lo más parecido a un prestidigitador que tiene el periodismo. No importa el objeto, no importan los datos, no importa cuánto haya transcurrido desde la publicación porque de algún modo construye un universo imperecedero. A Talese se vuelve siempre. En lo que a mí respecta, lo leo menos por la información (que produce, que recoge, que sabe rastrear; que inventa cómo trabajar) que por la sensación de ser su testigo. (...)
(sigue mi comentario)
(...) Leerlo es sentarse en la platea y dejarse deslumbrar: cómo encuentra la punta de eso que antes de él ni siquiera era un ovillo, bajo qué piedra halló historias, de qué manera vuelve natural el hilado de datos que antes de él parecían inconexos y luego sólo podrían leerse en combo. Lo hizo en textos clásicos, lo hace también en El puente, que en su producción suele quedar invisibilizado, casi un texto menor en medio de gigantes como Honrarás a tu padre (el trabajo épico para el cual, durante una década, Talese se hizo amigo del clan Bonanno, la familia más poderosa de la mafia neoyorkina, pero sólo para retratar la decadencia; ese libro inspiró, mucho tiempo después, Los Soprano), Los hijos (donde corre riesgos enormes, porque la familia de la cual se sirve para construir una historia del siglo XX —migraciones, guerras, desencuentros— es la propia) y varios de los Retratos y recuerdos (por empezar, el modélico “Frank Sinatra está resfriado”). Y sin embargo El puente es todo menos pequeño. De algún modo, es un boceto en el que aparecen los hilos de lo que vendrá. En una rutina de ingeniería, en algo cuyos detalles técnicos sólo podrían fascinar a ingenieros y junkies de cierta información, Talese ve universos humanísimos: barrios desarmados por la llegada de una obra de infraestructura que modificará la dinámica cotidiana, obreros nómades cuyas vidas (laborales y amorosas) siguen los derroteros del dinero de la construcción por todo el país, pequeñas buddy movies en vigas suspendidas a cientos de metros de altura, fracasos, vocaciones. Todo lo cuenta, todo lo ve, y lo hace en compañía de un cómplice silencioso y necesario, cuyo nombre es menos célebre y menos visible pero sin cuya mirada El puente no sería lo mismo: Bruce Davidson, el fotógrafo de Magnum que acompañó, en la década del 60, las expediciones de Talese a las obras del puente Verrazano-Narrows. Sin esa dupla de varones devenidos entomólogos del mundo de otros varones, ¿cómo habrían sobrevivido las pequeñas memorias de esos obreros, de ese barrio, de esas horas del siglo XX que quizá no cambiaron millones de vidas y sin embargo importan? Las ediciones de los últimos años, además traen yapa: Talese vuelve a la escena del crimen (y a rastrear a los criminales) 50 años después; derribadas las Torres Gemelas, en proceso de reconstrucción la zona del WTC, ¿qué pasó con esas personas? Alabados sean los epílogos.
Dos (la selección)
“Al llegar lo recibieron familiares a los que había olvidado hacía mucho y que le dispensaron el tratamiento reservado a los héroes; pero luego comenzaron a relatarle sus males, su pobreza y sus problemas. Viendo la que se le venía encima, enseguida procedió a contarles sus problemas, sin escatimar detalle, explicándoles que no estaba al día con el alquiler de su zapatería de Brooklyn, que lo habían echado sin un centavo de indemnización y que ahora se encontraba en Italia, de regreso al punto de partida. Y todo por culpa del maldito puente que iba a construirse, un puente que los estadounidenses pensaban bautizar con el nombre de un explorador italiano que los familiares del zapatero jamás habían oído hablar, un tal Giovanni da Verrazzano, quien en 1524 había descubierto la bahía de Nueva York con un barco fletado por los franceses. El zapatero habló y habló, gesticulando con las manos, enfatizando sus puntos de vista y dejando bien claro que no era ningún hermanito de la caridad. Uno o dos días después, se puso a la labor de intentar vender sus tierras de labranza…”.
Tres
“Aquel puente era ya inevitable. Y era inevitable que lo odiaran. Veían el puento venidero no como una señal de progreso, sino como un símbolo de destrucción, un monstrui marino descomunal que pronto surgiría de las aguas para demoler ochocientos edificios y forzar a siete mil habitantes de Bay Ridge a desplazarse. A todo tipo de gente: amas de casa, camareros, el capitán de un remolcador, médicos, abogados, un chulo, abstemios, borrachos, secretarias, un exboxeador, una antigua bailarina de la compañía Ziegfeld Follies, una familia con diecisiete hijos (más dos perros y un gato), un dentista que acababa de gastarse trece mil dólares en la instalación de unas sillas nuevas, un vegetariano, un empleado de banca, el subdirector de una escuela y dos amantes: un divorciado de cuartenta y un años y una mujer atrapada en un matrimonio infeliz que vivía en la acera de enfrente. Los amantes se citaban cada tarde en el apartamento de él para hacer el amor y preguntarse qué los aguardaba, preguntarse si ella sería capaz de confesárselo a su marido y abandonar a los niños. De golpe, ese puente se interponía entre los amantes, proponiéndose destruir su barrio y las plácidas tardes que pasaban juntos. En 1959 aquellos dos amantes no tenían ni idea de lo que iban a hacer”.
Cuatro
“«Aquel puente fue su primogénito y el parto resultó difícil --comentó en cierta ocasión su esposa--. Siempre será su favorito». Pese a su renuencia a caer en sentimentalismos, Othmar H. Ammann describió una vez el efecto que le causaba: «Es como tener una hija muy bella y resulta que tú eres su padre»”.
Cinco
“Aunque el puente Verranzano-Narrows iba a requerir 188.000 toneladas de acero --tres veces la cantidad empleada en el Empire State Building--, a Ammann le constaba que siempre sería una estructura inestable, que el viento siempre se balancearía ligeramente. Sus cables de acero se expandirían con el calor y se contraerían con el frío, al tiempo que su calzada estaría 4 metros más próxima al agua en verano que en invierno. Algunos días de verano en los que el calor apretara con fuerza durante muchas horas, el sol impactaría con semejante intensidad contra uno de los costados de la estructura que podría llegar a deformar ligeramente el acero, consiguiendo que el lado expuesto al sol fuera una fracción más baja que el que permaneciera en sombra. Por ella Ammann sabía que cualquier medición precisa que debiera realizarse durante la construcción del puente debería llevarse a cabo de noche”.
Seis
“En realidad, el dicho miente; también se les cae dinero. Billetes de cinco dólares, de diez, incluso alguno de veinte han salido volando algún viernes ventoso. El viernes es día de paga. Y, durante los meses dedicados al tendido de los cables, cuando las jornadas laborales se alargaban muchas horas, los hombres recibían sus honorarios en el puente, entregados en mano por cuatro contables que recorrían las pasarelas acarreando más de doscientos mil dólares en efectivo, repartidos en fajos en el interior de maletines para equipos fotográficos. El dinero iba en sobres cerrados que llevaban impreso el nombre del trabajador, el cual debía firmar un recibo. Algunos de ellos no podían evitar abrir el sobre tras firmar el recibo para contar el dinero, momento en el que el viento se les llevaba algún billete. Los había más prudentes, que rasgaban apenas una esquina del sobre y, sujetándolo con fuerza, contaban pasando el dedo por las puntas de los billetes. Otros se limitaban a meterse el sobre en el bolsillo sin preocuparse de contar. Y luego estaban los que andaban tan concentrados en su trabajo, tan absorvidos por la fiebre competitiva que despertaba el cableado, que, cuando el contable se les acercaba con el recibo, el lápiz y el sobre, garabateaban su nombre a toda prisa y se olvidaban de recoger el dinero”.
Siete
“Hoy, en 2014, el recuerdo de aquellas protestas desplegadas en los años 1950 solo permanece vivo en un número menguante de personas. Sin embargo, un joven residente de la zona, nacido en 1962 y llamado David Capobianco, creció admirando la torre del puente que queda del lado de Brooklyn, a la que se considera «el monumento de nuestro barrio». Su presencia imponente, que dominaba el skyline allá donde posara la vista, lo inspiró para alcanzar grandes metas en el futuro como ingeniero”.
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