Hace 30 años y con mucho esfuerzo, Susana Medina compró un terreno, a través del mercado informal, en el barrio San Mariano del partido bonaerense de La Matanza. Armó una casilla, con una pieza y una cocina, para vivir ahí con sus hijas. Hoy, en ese terreno, ya hay tres casas: sus hijas se casaron, tuvieron chicos y se fueron ubicando en los espacio libres del lote. Siete de los nueve nietos viven junto a Medina.
La realidad de Medina se repite en todos los barrios populares del país principalmente por la dificultad que tienen las nuevas generaciones de acceder a un lote. Según un informe de la organización TECHO, en el 78% de las villas y asentamientos, los jóvenes se quedan en la vivienda de sus padres, en una nueva casa o casilla que arman en el mismo terreno, o asentándose en otro lote del mismo barrio.
Esa realidad dificulta la posibilidad de regularizar esos barrios porque hace que el problema escale y demande soluciones más ambiciosas: la conducta que relevó TECHO ocurre en los 4416 barrios populares identificados en el Registro Nacional de Barrios Populares. En esos asentamientos y villas ya viven 4 millones de personas.
Para resolver la cuestión habitacional, las nuevas generaciones de los sectores medios y altos de la sociedad suelen recurrir al alquiler o la compra de un inmueble dentro del mercado formal, mientras que en los sectores populares, las estrategias son más variadas y pasajeras, ya que la falta de acceso al suelo se complementa con la dificultad de lograr una vivienda adecuada.
Vanesa Ledesma, de 32 años, es la hija mayor de Susana. Cuando ella se puso en pareja, su marido le propuso ir a vivir con sus suegros. Ella no quiso, y finalmente se acomodaron en la casa de su madre. En 2012, Techo la ayudó a construir una casilla para que puedan expandirse en el mismo terreno. Durante un tiempo, la ubicó delante de la casa de madre.
Luego, la mudó al terreno continuo, que estaba abandonado, por lo que Ledesma decidió comenzar a pagar los impuestos del terreno. Así ganaron un poco de espacio. Hoy sobre la base de la casilla de Techo está armando su casa de material. El marido es albañil y se estuvo encargando de construirla porque hace cinco meses está sin trabajo. Hoy el ingreso que tienen surge de "Ellas hacen", un programa del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación que propone a mujeres en situación de vulnerabilidad oportunidades de trabajo y formación, y de la Asignación Universal por Hijo (AUH).
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“Cuando mi hija Valeria tenía 16 años conoció a su actual marido y se pusieron de novios. Ellos se quedaban en casa y dormían en la pieza conmigo. Ahora viven atrás de mi casa. Entre todos nos íbamos acomodando, algunos dormían en la pieza y otros usaban la cocina. En mi casa, ahora estoy con mi hija Zaira, que tiene 10 años y mi cuñada”, cuenta Medina.
Valeria tiene ahora 29 años y cuenta que no se imagina viviendo en un barrio distinto, lejos de su familia. Comenta que una de las ventajas es que se distribuyen para buscar a los chicos al colegio y se ayudan mucho.
Comprar a "conocidos" y generalmente sin escritura
Según la directora del Centro de Investigación Social de TECHO Argentina Gabriela Arrastúa, una de las desventajas de que las nuevas generaciones continúen habitando en los asentamientos es que hará más compleja la tarea de urbanizar los barrios en un futuro, por la densidad y el crecimiento desordenado.
En este contexto, los habitantes de los barrios populares quedan condicionados a alquilar informalmente a precios similares a los de la ciudad formal o comprar a conocidos, sin tener seguridad en la tenencia.
“El alza sostenida de los precios del suelo y la vivienda, así como también la falta de créditos o soluciones por parte del Estado y los privados con requisitos que sean alcanzables para los habitantes de los barrios populares, siguen empujando a las familias al mercado inmobiliario informal. Por eso, proyectar un espacio como definitivo puede ser complejo e inusual para estas personas”, explica la especialista de TECHO Argentina, organización que trabaja para dar soluciones al déficit habitacional.
Según Arrastúa, la vivienda es lo urgente, pero resolverla sin abordar la cuestión del suelo no hará que las familias de los barrios populares logren la tan ansiada seguridad ni el acceso a una tierra donde desarrollar su proyecto de vida.
La sanción de la ley de Régimen de Integración Urbana y Regularización Dominial de los Barrios Populares, la cual todavía no se ha implementado pero significa un avance en el camino hacia la seguridad de la tenencia de la tierra de los habitantes de estos sectores.
“Sin embargo, esta ley legisla sobre lo que ya existente, por lo que es necesario complementarla con normas que establezcan parámetros claros sobre lo nuevo, que sean proactivas en cuanto a la regulación del mercado y la generación de suelo urbano”, agrega.
Otro punto a tener en cuenta es que en los barrios populares, el 70% de los habitantes se encuentra cerca de un factor de riesgo, como la ribera de una arroyo, un camino de alto tráfico, basurales o torres de alta tensión. Por ejemplo, en el caso de la familia de Medina, tras la última lluvia el terreno se inundó y el agua les llegó a las rodillas.
A su vez. en los asentamientos el 70% no tiene acceso a la energía eléctrica; el 90% no cuenta con conexión formal de agua potable; y el 98% no cuenta con red cloacal.
Dividir los gastos: los hijos se organizan para colaborar en la economía familiar
Ingrid Aguilera también es vecina del barrio San Mariano, en La Matanza. La joven de 20 años vive con su mamá y sus tres hermanos. El mayor de sus hermanos vivió un tiempo con sus suegros, pero cuando su pareja quedó embarazada, se mudó a un terreno, que queda a dos cuadras. Por la falta de espacio, ella está planeando construir su pieza en la parte del fondo del terreno de su mamá. Hoy su proyecto está parado porque se quedó sin trabajo, pero espera retomarlo pronto.
El caso de Ingrid podría ser representativo del 56% de la población de los asentamientos, que está compuesta por personas de menos de 24 años.
“Los gastos los sobrelleva bastante mamá. Cuando yo tenía trabajo de niñera, ganaba poco, pero le daba la mitad para las compras de la casa. Mi hermano, el de 26 años, es bastante tiro al aire, hay que presionarlo para que ponga plata. Ahora que estamos más complicados, le dice a mi mamá de acompañarla a comprar al chino o a Coto. Mis otros hermanos son chicos, tienen 8 y 7 años”, cuenta Ingrid.
Ingrid estuvo tres años en pareja y durante ese tiempo se fue a vivir con su novio. Compartía el terreno con sus suegros. Recuerda: “Vivir en otro lado no era lo mismo para mí. Acá cruzo y los vecinos me saludan, todos me conocen. Antes, vivía encerrada en la casa de mi suegra porque no me hallaba con nadie y no tenía con quien conversar. Venía siempre que podía a lo de mi mamá”.
Cuando Ingrid vuelva a tener trabajo, quiere ayudar a su mamá a remodelar la casilla porque dice que se llena de humedad. Hoy tienen una pieza larga, que la dividen en tres y los hermanos más chicos duermen con la madre.
“Alquilar se nos hace muy pesado porque está bastante caro. Además, mi mamá nos crió con la idea de que un alquiler es plata tirada” señala.
En los barrios populares también se observa regularmente que es la familia más cercana (padres o suegros) los que apoyaron y acompañaron a las nuevas generaciones en la creación del nuevo hogar. Ya sea prestando un espacio o colaborando con dinero, son ellos quienes estuvieron presentes.
Casa propia: ahora a sus hijas no les da vergüenza invitar a sus amigas
Carla Villalba, de 34 años, vive en el barrio Los Ceibos, también del partido de La Matanza, con Rolando, su marido, y sus dos hijas Araceli y Cathy, de 12 y 8 años respectivamente. Cuando Carla y Rolando se casaron en 2004, tenían plata ahorrada para comprar un terreno, pero no les alcanzaba para edificar. En ese entonces, el padre de Rolando les propuso que construyan arriba de su casa para “no perder la plata en un alquiler”.
“Mi cuñado nos ayudó a hacer una pieza, que la construyó en una semana. Compartíamos el baño de abajo. Desde el comienzo, se plantearon reglas y separaciones. Siete hermanos de mi marido vivían abajo con mi suegro. Ellos son muchos, era un tema, pero lo sobrellevamos bastante bien.”, cuenta Villalba.
Carla siempre tuvo presente la idea de mudarse. Creía que esa era una solución habitacional provisoria, sin embargo estuvo 15 años viviendo allí. “Yo no sentía que era mi casa. Para mi era prestado. Quería que mis hijas crecieran con una casa propia. Muchas veces pensé en alquilar, pero me traía choques con mi marido y mi suegro”, relata.
Hasta 2012, Rolando trabajó en una fabrica de galletitas y en ese entonces estaba mejor económicamente. Luego se quedó sin trabajo y ahora se las arregla como albañil. “Varias veces fuimos con la plata a reservar algún terreno y nos estafaron”, recuerda Carla. En 2005, tuvieron la oportunidad de comprar un terreno a través de una inmobiliaria. Dejaron un anticipo, pero al mismo tiempo, internaron a su primera hija y no pudieron llevar el resto de la plata. “La bebe falleció y cuando fuimos a reclamar el anticipo, nos dijeron que no nos iban a devolver la seña”, cuenta.
En 2007, nació Araceli y en ese entonces les ofrecieron una casa que se amoldaba a sus posibilidades. Cuando juntaron la plata, el dueño se arrepintió y no quiso vender. Las distintas oportunidades se iban agotando y tampoco les daban un crédito. Finalmente, en 2011, decidieron agrandar la pieza, que tenían. Armaron una cocina, un baño y un cuarto más.
“Compartíamos la luz y ayudábamos a mi suegro a pagar el gas natural porque usábamos el agua caliente. Arriba, teníamos mucha humedad y las nenas se me enfermaban de los pulmones. No teníamos plata para revocar y caía agua los días de lluvia. Cuando mi marido se quedó sin trabajo, mis suegros me ayudaban mucho, más que nada con las nenas”, cuenta Carla.
Hace dos años, Carla se enteró por Facebook que había una organización, que se llamaba Hábitat para la Humanidad que podía ayudarla a concretar su sueño de tener una casa propia. Casi al mismo tiempo, el suegro les regaló un terreno a dos cuadras, de donde estaban.
La organización cuenta con un proyecto, llamado Desarrollo de Barrios, que tiene como objetivo desarrollar comunidades barriales en zonas periféricas a los centros urbanos. Las familias que construyen adquieren un préstamo, reciben capacitaciones para edificar y se acercan voluntarios para colaborar para completar la casa en un plazo que va de 8 a 12 meses.
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El 22 de junio de este año, Carla y su familia se mudaron a su nueva casa. Ella relata: “Ahora tenemos muchas cosas que allá no teníamos. Capaz es algo tonto para mucha gente, pero los días que llueve, Cathy viene corriendo de la pieza hasta el comedor y mira por la ventana cómo llueve. Dice: 'Viste acá no entra agua'. Antes, no las dejaba estar descalzas por la humedad y ahora llegan y se sacan las zapatillas. En la casa anterior, las chicas no querían invitar compañeritas y ahora quieren invitar a toda la escuela”.