Este contenido contó con participación de lectores de RED/ACCIÓN
Eugenia Aiello, de 23 años, pasa la cuarentena con su gato en un departamento de 20 metros cuadrados en Palermo. Hasta hace dos semanas, todo estaba bien: a Eugenia no le gusta compartir demasiado tiempo con otras personas y con su propia compañía le bastaba.
“Pero llegó mi cumpleaños y ahí fue un momento bisagra”, me dice por chat. “Lo pasé sola y medio triste, me tomé una botella de vino cuando el reloj marcó las 00:00 y al otro día no podía abrir los ojos de la resaca”.
Algo había cambiado y ella no se lo esperaba. “Me empecé a sentir sola, también desganada y triste”. La soledad, que en las semanas anteriores había sido como una atmósfera apacible, se había convertido en un vacío sin mucho sentido.
En esto, el idioma inglés es un poco más específico que el español y tiene dos palabras para dos modos distintos de soledad. Solitude era lo que Eugenia sentía antes de su cumpleaños: un estado de aislamiento que no es tortuoso, sino placentero. Promueve la introspección y el diálogo interior: no es estar solo, sino estar con uno mismo. Los monjes ermitaños viven en ese estado; también algunos navegantes. (En el diccionario de la Real Academia Española existe el término “solitud” apenas como “carencia de compañía” y aclarado como ya en desuso.)
Loneliness, en cambio, es lo que Eugenia siente luego de su cumpleaños: la soledad en un sentido oscuro, la carencia de contacto humano.
Esta cuarentena ha logrado llevar, quizás como nunca antes para las personas del siglo XXI, la experiencia de la soledad a nuevos lugares.
En 1962, el novelista y cuentista estadounidense Richard Yates le dio a uno de sus libros el título de Once tipos de soledad. Medio siglo más tarde, el primer best seller de la pandemia, no casualmente, se trató de la soledad y de la amenaza de lo desconocido. Lo escribió en Wuhan, donde todo comenzó, una activista social de 29 años llamada Guo Jing: era su propio diario de encierro en un monoambiente. “El mundo está en silencio, y ese silencio es espantoso”, anotó. “Vivo sola, solo me doy cuenta de que hay otros seres humanos alrededor por los ocasionales ruidos en el pasillo”.
Ahora la poeta Ivana Romero me envía un link de la escritora May Sarton (en Brainpickings), quien consideraba la soledad como el semillero del autodescubrimiento. “Me reconozco en esa idea”, me dice Romero, que vive (también) con un gato y que describe a su propia soledad como “elegida” y “muy gozosa, desde hace tiempo”.
“Es extraño sentirnos sobrevivientes de esta época que, de un modo u otro, nos enfrenta a la soledad aunque vivamos con gente”, sigue. “Y es que son días donde el mundo se percibe en carne viva, donde todas las máscaras se caen, donde la finitud deja de ser pensamiento metafísico para ser realidad palpable”.
Muchas personas me contaron acerca de sus soledades en cuarentena cuando pregunté sobre este tema en las redes sociales. Y la mayoría, a diferencia de lo que yo pensaba, se lleva bastante bien con eso.
- Fernanda Carrera Toscano: “Me gusta estar sola porque me ha permitido superar viejos miedos, y ansiedades. Eso ha sido posible gracias a la cuarentena.”
- Paloma Fabrykant: “Yo viví sola la mitad de mi vida, salgo a trabajar lo mismo que siempre y la cuarentena es la excusa perfecta para mi falta de vida social. Antes me afligía no tener planes para el sábado a la noche, ahora que sé que nadie los tiene estoy de lujo.”
- Mariano N. Castex: “Es algo que se elige o que es impuesto por las circunstancias. Pero se elige y se asume el modo de estar y vivir en soledad. Esto depende enteramente de nosotros y podemos crear sin límites en este campo en la medida en que la asumimos y enfrentamos.”
En la ciudad de Buenos Aires, más de un tercio de los hogares están habitados por una única persona. La cifra es 36,8% (según un informe del Gobierno de la Ciudad). Para el total del país, el número de hogares unipersonales es más bajo: 17,4% (de acuerdo a una encuesta del Ministerio de Ciencia y Tecnología).
¿Pero cuántos son los solos? Un estudio de la consultora Focus Market, de 2017, marca que 3,5 de cada 10 argentinos viven sin compañía. El 61,5% son mujeres y el promedio de edad está entre los 30 y los 49 años. Damián Di Pace, director de Focus Market, dijo en una entrevista que esto “se fue dando sobre todo en gente joven, aunque no fue acompañado de infraestructura muchas veces y servicios pensados para estas personas”.
Para comparar: en España, según cifras de 2019, 4,8 millones de personas viven solas: casi uno de cada diez españoles. Y tres de cada cuatro son mujeres (el 72,3%). Hay pocos menores de 25 años que viven solos: el 1,3% de los chicos y el 1,4% de las chicas. En la franja de 25 a 34 años el 10,7% son varones y el 7,8%, mujeres.
“Hay múltiples maneras de vivir solo en una casa en época de cuarentena, y la vivencia es subjetiva”, me dice Miguel Espeche, el coordinador general del Programa de Salud Mental Barrial del Hospital Pirovano. “El significado que se le da a esa soledad difiere de acuerdo a cómo se inserte en una historia personal. Si esa soledad es el producto de un exilio emocional y grafica un bloqueo en la comunión con el prójimo, se vivirá melancólicamente como una carencia. En esos casos, el contacto con uno mismo es negativo. En cambio, otras personas se sienten acompañadas por objetos, circunstancias o recuerdos, porque siempre estamos acompañados de los seres que nos han querido y los evocamos. Esas personas viven su soledad como producto de una decisión personal”.
Para Espeche, la edad y los proyectos de vida influyen en los modos de vivir la soledad. “Alguien joven, que quiere socializar, es probable que sienta la soledad de la cuarentena como una merma y la ansiedad puede jugarle de modo ingrato”, me dice. “Alguien que está en una época de la vida más sosegada, con más historia para evocar que futuro para imaginar, no lo va a vivir así”.
La cuarentena puso a prueba incluso a las personas más enraizadas en una soledad elegida. Victoria Fabrice llevaba 14 años viviendo sin compañía, pero nunca había pasado tantos días completamente sola. Y como no tiene amigos que vivan cerca de su casa y su familia está en otra provincia, ahora sólo le quedan cerca unos vecinos muy antipáticos. “La única forma de vincularme con ellos es cuando me quejo por sus constantes ruidos y golpes a paredes y pisos”, me escribe.
“En los 100 días de cuarentena sólo vi a dos personas, a cada una un ratito”, sigue. “Me puso muy nerviosa, no lo disfruté. Cuando salgo a la calle y veo a toda la gente pelotudeando, usando mal el barbijo, me da mucho odio porque sé que eso significa más tiempo estando obligada a estar sola”. Victoria cree que eso (la obligación) es muy diferente a la elección personal de estar sola. “A veces, me parece un castigo para quienes hemos decidido no estar en pareja ni tener hijos”.
En definitiva, con cuarentena y sin cuarentena, sea como sea, hay tantos modos de soledad como estados de ánimo.
Valeria Bizzotto me lo explica en Facebook: “Lo único con lo que la soledad se pone débil es en los estados depresivos. Ahí si el mundo se viene abajo y derrumba todo placer personal. De todas formas hubiese preferido la compañía PERO no hubiera resuelto ciertos paredones con los que me encontré estando en soledad. Los hubiese vuelto a postergar”. Hace poco, un post-adolescente le dijo: “La soledad es aburrida, pero no traiciona”. “Me dio ternura”, dice ella ahora.
¡Bancá un periodismo para un nuevo mundo! Sumate para construir juntos un periodismo que no solo sirva para contar el mundo, sino también para cambiarlo. Quiero ser miembro.