De adolescente con diecinueve años, a soldado en una guerra, a prisionero de los ingleses. Así cambió la vida de Diego Garabatos en solamente dos meses. Una semana antes de terminar el Servicio Militar Obligatorio de la época, el jóven fue embarcado a las Malvinas junto a sus compañeros de cuartel. Al subirse al avión que lo llevaría a las islas, Garabatos se alejó del destino que tenía pensado para sí mismo y se dirigió a otro inconcebible: la guerra.
“Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”, exclamó Leopoldo Galtieri, presidente de facto, el 10 de abril de 1982 en Plaza de Mayo. Mientras la dictadura se vestía de nacionalismo bélico, Garabatos, entre el barro y las bombas, se cargó una causa que poco le pertenecía. Tiempo después, entendió que aquellos jerarcas que dieron la orden eran los únicos a los que la causa les pertenecía: no se trataba de un interés de soberanía sino de intereses políticos.
Así, el excombatiente se enfrentó al abismo de la vida: la muerte como una sombra, el hambre esclavizante y el frío desgarrador. Bala tras bala, su destino parecía ser sobrevivir. Ese adolescente debía volver a su casa. Curiosamente, eso mismo le hicieron sentir los ingleses cuando lo tomaron de prisionero: recuerda que lo trataron con mucho respeto. Algo que, por algún tiempo, no encontraría en Argentina.
Después de un periodo, Garabatos logró construir una vida alejada de aquellas islas: está casado hace treinta años, encontró su vocación en el negocio inmobiliario, tiene un grupo de amigos que lo honra y halló la tranquilidad. Malvinas, entonces, pasó a ser parte de su memoria, un viejo recuerdo que hoy lo guía para comprender la vida, desde lo más pequeño hasta lo más significativo.
¿Cómo fue ese primer momento en el que te enteraste de que tenías que ir a Malvinas?
Yo venía de hacer el Servicio Militar Obligatorio en el Regimiento Tres de la Tablada que duraba, en aquella época, trece meses. Tan solo diez días antes de mi baja —es decir, de que termine el servicio— nos dicen: “ustedes quedan en reserva” y a la próxima semana ya estábamos embarcando a Malvinas. Así fue como me enteré que iba a la guerra. Al principio fue un poco de euforia, pero también yo tenía diecinueve años y lo único que quería era volver a casa.
¿Cómo fue despedirte de tus padres, de tu familia?
Mis padres estaban angustiados. Era una situación de mucha incertidumbre y desazón. Muchos no entendían cómo chicos de diecinueve años iban a esta “posible guerra”. No sabías a lo que te ibas a enfrentar. Me acuerdo que, tiempo atrás, mi papá me había querido acomodar para hacer el Servicio Militar en un lugar mejor. Yo me negué. Cuando me despidió me decía: “ves que yo te dije”. Estaba apenado porque si le hubiera dado bolilla quizás yo no hubiese ido. Pero me tocó y fui.
¿Ese último abrazo, esa última palabra era definitiva? ¿O pensaste que ibas a volver?
Nunca pensé que me iba a quedar allá. Yo lo tomé como un trámite: cumplir unos días en las islas y después seguro nos relevaban y mandaban a otros. Nadie era totalmente consciente de a dónde estábamos yendo. Nunca pensé, ni nadie, que iba a ser tan grave como lo fue. Cada día entendíamos menos lo que iba pasando: los hechos incrementaban su violencia, su incertidumbre.
“Fueron tres frentes, el frío, el hambre y los británicos”, confiesa Néstor Marrapodi, veterano de Malvinas. ¿Estás de acuerdo?
Sí, totalmente de acuerdo. Frío pasé porque no teníamos la ropa adecuada. Con respecto al hambre, yo pesaba 71 kilos antes de ir y volví pesando 53 kilos. Al principio, comíamos lo que se llamaba “comida de ejército”: guisos, polenta. Después cuando íbamos avanzando porque nos iban corriendo de posición se puso cada vez peor. Al nivel de querer robar comida en una casa, en un puesto, en un depósito. En los últimos días de la guerra yo he llegado a revolver la basura. Fue algo que desgraciadamente me quedó grabado. También, el estrés me hizo bajar mucho de peso.
¿Y los ingleses?
En cuanto a los ingleses, yo creo que puedo disentir del odio que algunos tienen. Yo estuve prisionero los últimos días y me trataron muy bien: con respeto, me dieron de comer chocolate y cerveza, dormí con ellos en las carpas calefaccionadas. Fueron unos verdaderos profesionales. Recuerdo que cuando me capturaron en vez de matarme dijeron “la guerra terminó para vos”. Me sacaron del campo de batalla y me pusieron en resguardo hasta ver qué pasaba. Después, me llevaron en helicóptero hasta Puerto Argentino y me encontré con mis tropas. No sé si nosotros hubiéramos obrado de la misma manera con un prisionero inglés.
¿Cuál fue la decisión más difícil que tuviste que tomar ahí en las trincheras?
La decisión más difícil es apretar el gatillo. Tal vez porque era la persona que tenía enfrente o era yo. Vos me entendes. Es difícil. Me tocó un par de veces y no sé si dio en el blanco o no, pero sí sé que estábamos todos muy locos, era todo muy anárquico. Esa, tal vez, puede llegar a ser la peor decisión. Son cosas que te tocan y no podés elegirlas. Tenés que elegir porque sino puede ser tu fin.
Qué era peor: ¿la espera o el combate?
Las dos fueron terribles. Si estás en la trinchera no sabés cuándo te va a pasar algo. La espera en esos lugares era una incertidumbre que te daba muchos nervios. Incluso a veces no podías dormir porque a las noches había ataques aéreos y veías los cañonazos y las balas que iluminaban el cielo. Y en el combate, bueno. Estás en un grado de semi locura y no sabés lo que haces. Me puedo acordar de ciertas cosas y de otras no porque estás en un grado enajenado. Hacés cosas que después las pensás y decís “¿cómo hice esto?” Pero es el instinto de supervivencia y es el no saber qué es lo que viene y cómo proceder.
¿Cuándo estabas en el frente sentías que estabas peleando por la patria o por tu vida?
Las dos cosas. Hubo un sentido patriótico muy grande, por lo menos en mí. En esa época, todas las personas colgaban en sus balcones o ventanas la bandera argentina en las fiestas patrias. Hoy no se ve tanto eso. Yo lo tuve y defendimos todo con esa consigna. Pero también luchaba por mi vida. Quería seguir viviendo. No tenía ganas de quedarme allá.
¿Qué se siente estar tan cerca de la muerte?
Mucho estrés. A tal punto que en algunos momentos recuerdo bien que me reía a carcajadas, como si me hubiesen contado el mejor chiste de mi vida. Ahí te das cuenta del nivel de tensión que uno puede llegar a tener. Era el hecho de saber que el próximo podías ser vos.
¿Dónde encontrabas la luz en tanta oscuridad?
En la primera parte de la guerra, llegaban los aviones con el correo. Entonces recibía cartas de mi familia, amigos y mi novia en ese momento. Me las guardaba en un bolsillo de la campera y las leía en las noches cuando tenía posibilidad. También, a veces alguien tenía una radio chiquita y escuchábamos a duras penas una AM de Montevideo o Carmelo. Era, al menos, oír otra voz que no estaba en la islas.
“Las derrotas no tienen héroes” afirma el dicho. ¿Cuán cercana sentiste esta frase?
Cuando bajamos en Puerto Madryn la gente se desvivía por nosotros: nos daban pan, nos pedían la gorra de recuerdo. Eso pasó al principio. Después, durante lo que quedó del Gobierno Militar y en la época de Alfonsín, hubo un proceso de “desmalvinización” en el cual no se hablaba de la guerra y algunos nos trataban de locos. Fue algo muy difícil para nosotros. Quedamos abandonados por un buen tiempo donde no tuvimos ni ayuda psicológica ni ayuda monetaria. No hubo ningún reconocimiento y esto provocó muchos suicidios. Al día de hoy son alrededor de 800, más muertes que en la misma guerra.
¿Sentís que alguien te tiene que pedir perdón?
Hoy no pueden porque ya ninguno está. Se lo diría a los militares que nos llevaron a la guerra porque querían perpetuarse en el poder. Las Malvinas no eran su fin, sino el medio para levantar su imagen y quedarse en el Gobierno. Me da pena por todos los compañeros que se quedaron allá. Eran chicos que no tenían nada que ver, que solamente habían hecho el Servicio Militar porque era obligatorio. No eran soldados que elegían atenerse a las consecuencias de su vocación. Además, después de hacer lo que hicieron, ningunearon e ignoraron a los que volvimos. Por todo eso, me hubiese gustado que pidan perdón.
“Todo está guardado en la memoria”, canta León Gieco ¿Pensás que los argentinos honran correctamente lo que fueron Las Malvinas?
No todos. Hay gran parte de la población que no le interesa y eso genera indiferencia. Esta última no honra. Otros sí, yo me doy cuenta. Hay gente que le digo que soy veterano de Malvinas y se quieren sacar una foto conmigo. No pido que se pongan de rodillas, pero sí que sepan que fuimos una generación que nos tocó ir a una guerra que seguramente no suceda dentro de los próximos cien años.
¿Cómo fue volver a la vida normal y cotidiana después de haber vivido una guerra? ¿Es posible liberarse de eso plenamente?
Yo pude reinsertarme sin ningún problema psicológico ni físico. Sin embargo, sí me pasó en los primeros años que en las noches de tormenta cuando caía un trueno grande me despertaba y me hacía acordar un poco a las bombas. Pero más allá de eso, me pude adaptar a una vida perfectamente normal.
¿Volviste a ir a Malvinas?
No. Es una asignatura que tengo pendiente. Me gustaría poder ir, recorrer y pensar en los lugares en los que estuve. Caminar mucho. Ir al cementerio en Darwin para honrar a los compañeros caídos. Algún día trataré.
¿Qué enseñanzas de Malvinas te acompañan en tu vida?
Valorar mucho la vida. Valoro mucho la comida porque pasé hambre. Cuando voy a un restaurante y alguien deja la mitad del plato lo único que pienso es el manjar que eso hubiese sido para alguno de mis compañeros o para mí mismo. Valoro mucho la salud y, sobre todo, el compañerismo y la amistad entre la gente. Me tocó vivir la guerra con la persona que estaba al lado mío y que quizás era muy diferente a mi, pero en ese momento estábamos de igual a igual. Valorar también esas pequeñas cosas de la vida. Todas esas vivencias me las dio la guerra.