La vergüenza y el anhelo de capacitarse batallaban en la mente de Sandra Crespo. La mujer, que entonces tenía 35 años, ya no quería que nadie tuviera que contarle qué decía su Biblia: estaba decidida a aprender a leer. No se animaba, sin embargo, a ir a una escuela.
Sandra, miembro de la comunidad gitana, vivía en el barrio Bosque Alegre de Mar del Plata. Una siesta de desesperación salió a caminar por el barrio. “A ver quién me puede ayudar”, se dijo antes de salir de su casa, sin estar muy segura de hacia dónde se dirigía. “Hacé que me encuentre con alguien que me ayude”, le rogó a Dios mientras caminaba sin rumbo. Terminó en la sociedad de fomento que queda a la vuelta de su casa.
En la biblioteca Gladys Smith, que funciona en la sociedad de fomento, Norma Martínez libraba otro tipo de batallas: se sentía perdida. Ella, bibliotecaria documentalista, acababa de ser trasladada a su nuevo lugar de trabajo. Uno donde no quería estar. “Me la pasaba llorando, me preguntaba: ‘¿Qué hago acá?’”, recuerda la mujer que no cree en los encuentros casuales.
En aquel día de 2010, Sandra y Norma hallaron, la una en la otra, respuestas que no podrían haber imaginado y cuyos beneficios alcanzaron a muchas más personas: aquel fue el inicio de un proyecto de alfabetización, especialmente para gitanos de la zona, que más tarde se convirtió en una escuela primaria para adultos. También fue el comienzo de un trabajo de inclusión de la comunidad romaní en la sociedad. Una labor que ha sido reconocida por la red Bibliotecas en Acción como una de las “prácticas transformadoras” a nivel nacional.
—Quiero aprender a leer y a escribir. ¿Me enseñás? —le preguntó Sandra a Norma apenas se conocieron.
—Acá no enseñamos, pero hay una escuela vespertina para adultos… —intentó responder la bibliotecaria.
—No quiero ir a la escuela. Me da vergüenza —interrumpió Sandra.
—Bueno, en ese caso te puedo ofrecer leerte.
—No quiero que me leas vos. Yo quiero aprender, porque quiero leer la Palabra —dijo Sandra en referencia a la Biblia.
Norma, entre lágrimas, le dijo a Sandra que iba a tratar de organizar algo para ayudarla. Tomó su teléfono y quedó en avisarle.
En los siguientes días, le dijo a su directora que necesitaba que alguien la asistiera en la biblioteca. Así llegó Lucía Avenando —quien iba dos veces por semana— y ambas comenzaron a pensar en la manera de ayudar a Sandra. ¿Correspondía que una biblioteca se dedicara a alfabetizar a la gente? Entre ambas, se respondieron que, si el objetivo de la institución era que más gente leyera, bien podían empezar por el principio y enseñar a leer a quienes no supieran.
Norma fue al área de Educación de la Municipalidad de General Pueyrredón, que en ese momento desarrollaba un plan de alfabetización en el cual trabajaban voluntarios. Ella pidió que mandaran algunos a la biblioteca, pero no había ninguno que estuviera disponible.
“Podés llevarte esto”, le dijeron mientras le entregaban una bolsa con cuadernos para que empezara el trabajo.
—No, yo soy bibliotecaria —se atajó Norma.
—Si sabés leer y escribir, podés hacerlo…
Días más tarde, Norma llamó a Sandra para decirle que iban a comenzar a enseñarle. Sandra fue a la biblioteca, pero no lo hizo sola: la acompañaron vecinas y familiares. Aquel primer grupo contó con unas diez personas.
"No íbamos a la escuela porque en mi época vivíamos en carpas"
“Invité a otras chicas de mi colectividad. En el barrio había muchas que no sabían”, recuerda Sandra. En la zona de la biblioteca, cerca de la avenida Héctor Jara, vive una importante comunidad gitana, cuyo número a nivel nacional se estima en 300 mil personas.
“Muchas personas de esa colectividad, especialmente mujeres, no fueron a la escuela. Tiene que ver con algo cultural pero también con una escuela que no es suficientemente inclusiva”, explica Norma. “No íbamos a la escuela porque en mi época vivíamos en carpa e íbamos de un lado hacia el otro”, recuerda Sandra sobre su infancia y adolescencia nómade.
“Lo empezamos bien casero”, cuenta la bibliotecaria sobre los inicios del plan de alfabetización. Sin embargo, pronto, otra historia se volvió a cruzar en su camino y a marcarle el rumbo.
Nora López, una asistente social experimentada en el trabajo con la comunidad gitana, asistía a un taller de cocina que se dictaba en la sociedad de fomento. Y al escuchar que Norma comentaba a alguien sobre la alfabetización que realizaban, le propuso implementar un programa que había tenido mucho éxito en Cuba, denominado Yo Sí Puedo, que parte de los números —que la gente sí conoce— para enseñar las letras.
Con ese programa trabajaron durante dos años. En ese período fue fundamental el trabajo de voluntarios. Especialmente de Paula Arias, Lara Sosa y Carolina Bugallo, quienes podían empatizar de manera especial con buena parte de los aprendices, ya que las tres se habían criado en barrios con mucha presencia gitana. Luego de ese par de años, debido a que no podían tener siempre disponibles a suficientes personas que acompañaran el aprendizaje, se emplearon otros métodos de enseñanza.
Claro, enseñar a leer y a escribir a los adultos no fue algo sencillo en ningún momento. “En muchos casos tuvimos que trabajar la motricidad fina, como la manera de agarrar el lápiz”, recuerda Norma. Y también aclara que debió adaptarse a un público, el de los gitanos, poco acostumbrado a las actividades institucionalizadas: “Ellos son muy descontracturados, no están acostumbrados a las rutinas estables y era difícil hacerles entender que nos podíamos juntar martes y jueves”.
"Ahora puedo tomar el colectivo sola o hacer un trámite"
“Cuando las personas comienzan a conocer las letras, comienzan a descubrir otro mundo y a tener otras necesidades”, remarca Norma.
Sandra puede dar cuenta de ello. “Por ahí iba a algún lado y, como no sabía leer o escribir, la gente se podía abusar. Ahora leo un cartel y sé si tengo que hacer una fila o esperar en un lugar”, explica. Y dice que, en menos de tres meses, aprendió a leer.
“Las gitanas que aprendieron a leer y a escribir ahora podían salir a mirar vidrieras solas o tomarse un colectivo sin la necesidad de preguntar. O ir a hacer trámites sin que un pariente las acompañara”, grafica Nora.
Aprender a leer y a escribir significó para muchas mujeres de la comunidad gitana mucho más que un crecimiento intelectual. En la colectividad romaní, tradicionalmente, el rol de la mujer se limita a ser ama de casa.
“Los maridos miraban sorprendidos desde sus autos, desde lejos, cómo las mujeres venían a la biblioteca a aprender”, recuerda Norma. Con el tiempo, algunos hombres también se sumaron al programa.
Más adelante, también, “las mujeres que aprendieron a leer empezaron a percibir otras necesidades”, dice Martínez. La biblioteca, entonces, profundizó su rol transformador con distintos talleres y actividades que, si bien siempre estuvieron abiertos a toda la comunidad, tenían a las mujeres gitanas como sus principales concurrentes.
El taller de costura fue uno de los que más repercusión tuvo. “Las mujeres querían empezar a coser sus propias prendas, porque ellas no se visten con cualquier ropa que pueda comprarse en negocios”, dice Norma.
Aprendieron a leer y conocieron sus derechos por primera vez
Conocer a la comunidad gitana, con la cual Norma nunca había tenido contacto, fue conocer sus debilidades. La falta de conciencia cívica, que ponía a sus miembros en una posición frágil, era una de las principales. “No nos podíamos quedar solo con el tema de la lectoescritura. Cuando nos dimos cuenta de que pasaban otras cosas, no pudimos mirar para otro lado”, explica Norma para referirse a los talleres en los cuales comenzaron a explicarles a las gitanas y gitanos cuáles eran sus derechos como ciudadanos argentinos.
El caso de Sandra ilustra la situación en la que se encontraban los miembros de esta comunidad: cuando llegó por primera vez a la biblioteca, llevaba siete años pagándole a una abogada, quien le aseguraba que se encontraba tramitando su DNI y el de su hija. Recién con la intervención de la biblioteca y de la sociedad de fomento el trámite se realizó.
“Antes solo iba a atenderme al hospital si me sentía muy mal, porque me pedían DNI y no tenía”, recuerda Sandra. Ahora, no solo tiene una identificación, sino también el conocimiento y el deseo de hacer valer sus derechos: en la previa de las últimas elecciones presidenciales pidió ayuda a Norma porque no se encontraba en el padrón.
En 2013, desde la biblioteca percibieron que su actividad de alfabetización debía tomar otro vuelo. Que requería un grado de formalización. El resultado fue que, en ese mismo espacio donde dos mujeres comenzaron a enseñar a leer y a escribir a un grupo reducido, se abrió una escuela primaria para adultos, que funciona por la mañana y por la tarde y cuyo número de asistentes oscila entre los 8 y los 28 alumnos. Desde que empezaron con el trabajo de alfabetización, unas 60 personas aprendieron a leer y a escribir.
Tanto Norma como Nora están seguras del gran potencial que tiene una biblioteca para desarrollar un trabajo de inclusión como el que hacen en la comunidad gitana, el cual les ha valido el reconocimiento de la Dirección de Pluralismo Cultural de la Nación. Aunque saben que se trata de una tarea interinstitucional. La ayuda a comunidades vulnerables implica trabajar en conjunto con responsables de áreas como las de Salud, Educación, Cultura o Justicia. “Hemos tenido que recurrir a instituciones como la Casa de Justicia para pedir el certificado de parto de personas que nos lo pedían”, ejemplifica Norma.
Un aprendizaje que además derribó prejuicios
Para Norma, el valor del trabajo que la biblioteca realizó en los últimos años con la comunidad gitana excede a la alfabetización, a la enseñanza de oficios o a la capacitación en derechos. Todas estas actividades, al fin y al cabo, estuvieron marcadas por la inclusión.
“Lo interesante de todo esto es que nunca fue solo para gitanos y esto hizo que hubiera integración entre personas de la comunidad y de fuera de ella”, explica la bibliotecaria, quien reconoce que hay discriminación hacia los miembros de la colectividad romaní. “Me he subido al colectivo y la gente empieza a correrse para no quedarse cerca o a hablar mal”, añade.
“Actividades así sirven para derribar prejuicios”, asegura López, quien destaca que “las gitanas y los gitanos nunca tuvieron problemas en compartir con ‘criollos’”. “Sentimos que se rompían prejuicios, que no había discriminación”, agrega Sandra.
María Rosa González trabaja en la sociedad de fomento. Sirve el té en la escuela primaria y limpia. Además, participó en el taller de costura que se hizo en 2013. Todo esto la hizo entrar en contacto con un grupo de personas que desconocía y temía. “Compartir con las gitanas me sacó un tabú terrible. Había crecido con el prejuicio de que la gitana es mala y me di cuenta de que nada que ver eso. Son muy buenas, desde el primer momento estábamos compartiendo juntas”, confiesa.
Entre mates y costuras, María Rosa se hizo muchas amigas gitanas —Sandra es una de ellas—, varias de las cuales las invitaron a reuniones y fiestas familiares. Además del cariño, les dedica un elogio: “Son personas con hambre de aprender”.