Pablo Pérez está en primer plano. Es el rostro de las lágrimas y de la derrota. La transmisión en vivo que llega a los 200 millones de televidentes globales, se detiene. El capitán de Boca se mantiene erguido e incólume luego de triunfo de River por 3 a 1 en una final de Copa Libertadores demorada por los incidentes, las piedras y los ojos irritados. Ya no existe la estela de los gases lacrimógenos que quedó flotando luego de la disuasión de los seguidores de River hace apenas unas semanas en el barrio de Núñez.
Pablo Pérez llora. Pero los jugadores del archirival no lo dejan solo. Los campeones de América se acercan. Y hasta allí llega Milton Casco. Le habla al oído. La TV no puede entrometerse en la intimidad. Las cabezas de Pablo y Milton se chocan, sus miradas están en primerísimo primer plano. Los campeones del equipo del Newell´s de Martino del 2013, se vuelven a encontrar, cinco años después. Ahora, la gloria del triunfo es de uno. La dignidad es de ambos.
Ya no hay discursos morales que culpan a la sociedad de enferma, ese que desestima la violencia que el mismo fútbol acuñó en tribunas y en la TV con la cultura del “aguante”. Porque nadie aguanta el dolor de la derrota. Y la derrota es tautológica: el dolor duele. La vulnerabilidad del hombre es un patrimonio humano que enseña sin pretensión de enseñar.
El clásico del gran Madrid se jugó en la capital del mundo hispanoparlante. En el epicentro futbolístico que entiende que la pasión es también un negocio rentable para los 570 millones de hablantes del español.
El mundo hispano, que no se divide por el Atlántico, transformó una crisis magnificada de intolerancia en una oportunidad de negocios en donde la paz era la única protagonista, más allá de cualquier resultado. No quedaba otra chance. Pero los intérpretes del Bernabéu eran los mismos de siempre: los jugadores que recorrieron cada rincón de Sudamérica para llegar a esta instancia límite.
Y el límite no es la gloria o el ocaso. El límite es la tolerancia. La tolerancia entre colegas de colores distintos. El abrazo de Casco no comenzó en Madrid. Casco y Pérez ya se habían cruzado en la primera final. A los 22 minutos del primer tiempo en La Bombonera, Casco discutió con el colombiano Sebastián Villa por la disputa de una pelota. Fue un momento caliente. Pablo Pérez se acercó al lugar del conflicto e intentó calmar al defensor de River. Habló y no se tapó la boca para que las cámaras no le lean los labios: “¿Vos tenés amarilla?”.
El mediocampista de Boca no buscó la amonestación para el adversario. Lo alejó de la situación para que no sea sancionado por el árbitro chileno Roberto Tobar. Algunos medios titularon poniendo énfasis en el enojo de los hinchas de Boca ante la actitud de Pablo Pérez. Fue un detalle insignificante que cobraría dimensión casi un mes después.
Como si el fútbol y las emociones no pudieran escaparse de toda ley física, detrás de una acción hay una reacción. Y la reacción de Casco, la del campeón continental, la del pibe de Entre Ríos, la del defensor que tapó un disparo del amigo salvando el arco de River llegó después del alargue, con una palabra al oído. Esas palabras que no tienen traducciones pero que todos entendemos. El lenguaje del fútbol puede ser pacífico. Sea quien sea el mejor.