La pandemia de COVID-19 ha expuesto y, al mismo tiempo, ha exacerbado las desigualdades. Si los líderes toman en serio la idea de “reconstruir mejor”, las políticas para superar las deficiencias sistémicas que subyacen a estas desigualdades deben ser el centro de sus agendas.
Una de esas desigualdades es precisamente la brecha de género. Desde que comenzó la pandemia, las mujeres han sufrido pérdidas de empleo a un ritmo más alto que los hombres, sobre todo porque están sobrerrepresentadas en muchas de las industrias más afectadas, como el servicio de alimentos y el comercio minorista, y enfrentan niveles más altos de precariedad social e inseguridad alimentaria.
La pandemia también aumentará la brecha de género en el impacto de la pobreza extrema. Además, como han señalado pensadoras feministas como Silvia Federici, la carga del trabajo doméstico, ya presente de manera desproporcionada en las mujeres, se volvió mucho mayor durante los confinamientos para frenar la pandemia. Al mismo tiempo, la violencia doméstica contra las mujeres se ha vuelto más grave y frecuente desde que comenzó la pandemia.
No es sorprendente que la salud mental de las mujeres haya sufrido también de manera desproporcionada durante el último año. La carga de la pandemia ha sido particularmente pesada para las mujeres, también sujetas a otras formas de marginación, basadas en raza, edad o estatus migratorio. En términos más generales, la pandemia ha ampliado la división entre ricos y pobres. Un puñado de multimillonarios ha visto cómo su riqueza se disparó durante el último año, mientras que los trabajadores menos calificados se han enfrentado a pérdidas de empleo e ingresos mucho más severos que los trabajadores más calificados. El decil de ingresos más alto, que comprende en gran parte a los trabajadores que han podido trabajar de forma remota durante la pandemia, ha incrementado sus ahorros, mientras que muchos trabajadores despedidos han recurrido al endeudamiento para mantenerse a flote. Esto ha aumentado el número de personas sobreendeudadas o que cuentan con ahorros mínimos.
A nivel mundial, hay grandes diferencias entre la capacidad de los países desarrollados y en desarrollo para responder a la crisis del COVID-19. Las economías avanzadas han movilizado, en promedio, el 25% de su PIB para mitigar sus efectos, en comparación con el 7% en los países en desarrollo y solo el 1,5% en los países más pobres. Y mientras que los países ricos podrán tener a toda su población vacunada a mediados de 2022, más de 85 países pobres no tendrán acceso generalizado a las vacunas antes de 2023.
En este contexto, "reconstruir mejor" debe traducirse en la creación de una economía que funcione para todos, lo que ya en 2013 el entonces presidente de Estados Unidos, Barack Obama, definió como el "el mayor desafío de nuestro tiempo". Pero esto no es solo una cuestión de empoderar a aquellos que han sido "dejados atrás" por la globalización, proporcionando más recursos para la educación, la formación y el desarrollo de capacidades. Esa "solución" ampliamente respaldada se basa en supuestos optimistas, pero profundamente erróneos, sobre el orden mundial contemporáneo.
De hecho, abordar las desigualdades actuales exige una evaluación mucho más integral y crítica de las causas sistémicas subyacentes. El impacto desproporcionado de la pandemia en las mujeres, por ejemplo, es el resultado directo de reglas y normas patriarcales profundamente arraigadas, que perpetúan estructuras segmentadas en el hogar, el mercado laboral y el lugar de trabajo.
Es debido a estas reglas y normas lo que hace que, cuando la infraestructura de atención se deteriora, la responsabilidad de los cuidados recaiga en las mujeres, y que, cuando los trabajos escasean, las mujeres sean las más afectadas. En efecto, en estas circunstancias, muchas mujeres se ven obligadas a acceder a empleos precarios, donde son vulnerables a la violencia física y sexual. Pero incluso cuando unas pocas mujeres rompen los techos de vidrio, la mayoría de las mujeres permanecen en el piso, barriendo los fragmentos.
Las iniciativas destinadas a empoderar a las mujeres dentro del sistema actual, por ejemplo, fomentando el espíritu empresarial en las mujeres o asegurando la igualdad de derechos en el plano legal, son ciertamente vitales. Pero cualquier cambio realmente estructural requerirá que abordemos los efectos más profundos de las dinámicas del poder patriarcal, y eso significa desafiar y reformar el sistema en el que están inmersos.
Lo mismo ocurre con el cierre de las brechas entre los que tienen y los que no tienen, tanto dentro de los países como entre ellos. Como ha argumentado el economista premio Nobel Joseph E. Stiglitz, las reglas del juego están diseñadas para fortalecer la posición de aquellos que ya están en la cima de la escalera del desarrollo, mientras frena a los menos favorecidos. Esas reglas han beneficiado a los acreedores sobre los deudores y han alimentado la especulación en lugar de la inversión productiva. Los derechos de propiedad intelectual y otras prácticas comerciales restrictivas han aumentado el poder de mercado de las grandes empresas transnacionales, incluidos los gigantes tecnológicos, sobre los proveedores y consumidores más pequeños, socavando así la innovación.
Las reglas del juego también han permitido a las grandes empresas ocultar sus ganancias en paraísos fiscales, en lugar de pagar su justa contribución a la sociedad o de emprender inversiones generadoras de empleo. El efecto de esta dinámica en la disminución de los ingresos públicos ha debilitado la capacidad del estado para proveer bienes públicos, corregir las fallas del mercado e incluso para satisfacer las necesidades inmediatas de los ciudadanos durante una crisis.
Quizás lo más riesgoso de todo esto es que la creciente toma de conciencia de que las desigualdades requieren de cambios estructurales profundos, ha erosionado la confianza pública en las instituciones, ha alimentado la fragmentación política y el descontento social y ha provocado una desconfianza cada vez mayor entre países. Desde el escepticismo sobre las vacunas hasta la falta de coordinación internacional, la crisis del COVID-19 refleja las consecuencias de estas tendencias.
Hace setenta y cinco años, la Carta de las Naciones Unidas hizo un llamado a la acción colectiva para enfrentar los nuevos desafíos de un mundo interdependiente. Hoy, nuestro mundo está más interconectado que nunca y, sin embargo, la desigualdad rampante está disminuyendo nuestra capacidad de generar las respuestas colectivas necesarias a los problemas que enfrentamos. Para revertir esta tendencia es necesario abordar las dinámicas de poder injustas que están incrustadas en el sistema económico mundial.
“No juegues con el futuro”, advirtió Simone de Beauvoir. “Actúa ahora, sin demora”.
María Fernanda Espinosa, ex Presidenta de la Asamblea General de las Naciones Unidas , fue ex Ministra de Relaciones Exteriores y de Defensa del Ecuador.
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