“No tengo autosuficiencia en nada, pero, cuando no estoy solo, me siento al control de mi vida”, me cuenta Juan Cobeñas en una pausa de sus tareas. Afuera la lluvia no para y Juan se refugia en su trabajo frente a la computadora. “Estoy cansado, quiero mirar la TV un rato”, comenta antes de tomarse otro recreo. Podría salir a dar un paseo o a encontrarse con amigos en un bar en algún rincón de La Plata si el clima ayudara. Juan tiene 32 años y discapacidad múltiple (más de una discapacidad), por lo cual no camina ni habla, sino que usa un tablero en el que señala letras, un sistema de comunicación alternativa y aumentativa (CAA). Pero está al control: en gran parte, gracias a que cuenta con tres asistentes personales que lo acompañan a lo largo de la semana.
La habitación es larga, hay una mesa grande y sillones, los ventanales amplios que dejan ver la lluvia. Un televisor, un gran monitor blanco. Es un rincón de la casa separado del resto, donde Juan pasa la mayor parte del día. Los asistentes personales que cubren las tardes de Juan de lunes a viernes y parte del fin de semana le permiten vivir su vida sin estar todo el tiempo con sus padres. Por la mañana prioriza descansar, algo que necesita para evitar convulsiones. No puede pagar, como quisiera, asistentes en el turno matutino, por lo cual elige priorizar sus “horas de independencia”, como las llama.
Elvia parece seguir una consigna clara: no da nada por sentado. “¿Te sirve algo de esto? ¿Todo el párrafo? ¿Lo releo? ¿Marco todo?”, pregunta y espera la respuesta de Juan. Lee en voz alta Transformación de los servicios para las personas con discapacidad, un informe de Naciones Unidas que habla, entre otras cosas, de la importancia de que cuenten con los apoyos que necesitan para tomar sus propias decisiones. Menudo ejemplo.
Gracias a asistentes personales como Elvia, Juan hizo toda su trayectoria educativa: completó la escuela común, se graduó en Letras en la Universidad Nacional de La Plata y está cursando una Maestría en Lingüística. Se especializó en accesibilidad cognitiva y tuvo hasta octubre una beca de una organización internacional que busca promover la participación de personas con discapacidad en la acción humanitaria. Sigue haciendo trabajos puntuales para distintas organizaciones. Para ello, estudia numerosos documentos: como no puede sostener la mirada, un asistente los lee en voz alta y él indica qué partes remarcar.
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“Mi tarea es que él decida”, resume Elvia, quien trabaja como asistente de Juan hace unos dos años. “¿Querés parar un poco? ¿Querés comer antes de seguir? ¿Querés tomar Bárex? ¿Me esperás que lo llevo a la heladera y seguimos?’”, pregunta. Juan confirma y recibe alimentación por una sonda de gastrostomía.
El mayor desafío de Elvia hoy en día es aprender la comunicación alternativa aumentativa: el asistente sostiene el pulso de Juan, quien señala las letras en un tablero para armar las palabras. Su asistente expresa en forma audible estas palabras para validar lo que Juan quiso decir. Sin sacar ni poner una coma.
“Escribimos de a tres”, dice Juan sobre la manera en la que trabaja actualmente. “Yo dicto, mi mamá habla, Elvia escribe. Ella sabe inglés”, aclara.
Elvia responde mails y mensajes laborales según Juan le indica. El activismo de él trasciende fronteras: trabaja con distintas organizaciones internacionales para abogar desde allí por la vida independiente de las personas con discapacidad. “Me genera satisfacción hacer cosas que se entiendan mejor en lenguaje sencillo y orientar a otros sobre distintos derechos”, cuenta.
Más tarde llegará Carlos, que ya lleva ocho años con Juan. “Él y su familia me fueron entrenando en el rol”, comenta en una de sus pausas.
Carlos lee los mensajes que llegaron al celular de Juan. Es el cumpleaños de uno de sus amigos del club de lectura al que asiste los sábados. “Después te puedo llevar al café, si querés”, sugiere Carlos. Luego espera y observa la respuesta.
“Yo no cuido a nadie, Juan es un adulto que toma sus decisiones”, sintetiza.
Juan suele señalar que reyes o grandes líderes tienen sus asistentes. “El poder está en el usuario”, dice. “Si alguien es diabético pero quiere tomarse 1 kg de helado, es su problema”, aclara Elena Dal Bó, la mamá de Juan y activista por los derechos de las personas con discapacidad. “Lo que planteamos es que el asistente no puede hacer algo ilegal”, agrega Elena, quien fue la primera en solicitar la figura del asistente personal en la provincia de Buenos Aires cuando Juan tenía ocho años.
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“Cuando estoy solo, no controlo nada. Si no tengo a alguien, me muero, es tan simple como eso. Si me dejan tirado en la cama puedo ahogarme con un vómito, porque no puedo darme vuelta. Me da bronca cuando no se entiende que muchos necesitamos un asistente personal para vivir, no es un capricho”, enfatiza Juan, quien promueve la autonomía de las personas con discapacidad desde la Asociación Azul. “A veces la gente piensa que no es muy diferente estar en una institución o tu casa. Pero la institución es el fin de la vida”, opina.
Sin embargo, no hay que caer en una cuestión de vida o muerte para entender por qué muchas personas con discapacidad necesitan un asistente personal: tienen derecho a vivir la vida que quieren. Así lo afirma el artículo 19 de la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad, un tratado de Naciones Unidas que en la Argentina tiene rango constitucional.
Tampoco se debiera pensar que los asistentes personales son apoyos exclusivos para personas con discapacidades severas. Puede requerirlo, por ejemplo, una persona ciega en una ciudad donde las barreras de accesibilidad son muy grandes. O un usuario de silla de ruedas que no puede usar sus manos.
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Hasta el 2021, IOMA, la obra social más importante de la provincia de Buenos Aires, le cubrió a Juan 12 horas diarias de asistencia personal, pero siempre como “trámite de excepción”. Desde entonces, solo cubre un asistente (cada uno hace turnos de cuatro horas por día). El pago de los otros dos asistentes los afrontan Juan y su familia. Desde la Asociación Azul llevan adelante desde hace años un reclamo para que el servicio sea reconocido para todas las personas con discapacidad que lo requieran sin la necesidad de reiterados reclamos y burocracia.
La ONG también impulsa desde hace tiempo un proyecto de ley provincial para que el asistente personal sea reconocido como un derecho de toda persona con discapacidad. El texto dice que el asistente personal es “una extensión” de la persona con discapacidad y que debe seguir sus indicaciones. Sus alcances, claro está, exceden al de un acompañante terapéutico, aunque muchos confundan los roles.
El proyecto de ley que está en la Legislatura bonaerense se encamina hacia fin de año a perder, por tercera vez, estado parlamentario. Sobre la base del mismo texto, la Asociación Azul y Alexia Ratazzi trabajan en la elaboración de un proyecto a nivel nacional.
Por otra parte, garantizar por ley la asistencia personal permitiría al Estado destinar parte de los recursos que destina a la institucionalización de personas con discapacidad a fortalecer los apoyos en la comunidad, y cumpliría así una de las observaciones que le hizo el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad en marzo de este año. Estudios en otros países (como este) señalan que la inversión en asistencia personal conlleva a un ahorro en otras áreas.
A su vez, la asistencia personal no es solo un apoyo clave para muchas personas con discapacidad: también es un empleo que, en muchos lugares del mundo (como Gran Bretaña, Estados Unidos o los Países Bajos) “es un trabajo bastante bien pago”, explica Juan. En esos países, el Estado da fondos al usuario para que este contrate al asistente que elija. “Si estuviera bien organizado en nuestro país, sería un trabajo bien pago”, considera.
En la Argentina, la Asociación Azul brinda, mediante la escuela de oficios de la Universidad Nacional de La Plata, un curso de cuatro meses sobre asistencia personal.
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“Una persona con discapacidad que habla y no tiene una discapacidad intelectual puede hacer su vida con el apoyo de un asistente personal, pero cuando no hablás, tu control está en riesgo siempre”, reflexiona Juan mientras Félix, la gata de la familia, merodea a su alrededor.
Por eso, la confianza, una característica clave de un asistente personal, resulta innegociable.
“La confianza es lo único que importa. En general me doy cuenta cuando entrevisto a un posible asistente si es alguien en quien puedo confiar. Es difícil que tome uno que luego me genere desconfianza, aunque cuando pasa es muy feo, me hace sentir inseguro”, explica luego de ofrecerme algo para tomar.
Recuerdo que, hace un par de años, me contó un poco sobre el proceso de selección de los asistentes personales: “Realizo entrevistas antes de elegirlos y luego me tomo el tiempo necesario para explicarles cómo quiero que me asistan, es un entrenamiento personalizado que cada persona con discapacidad debe dar a sus asistentes personales”.
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En personas como Juan, los asistentes personales son clave para llevar adelante una vida en comunidad y evitar el aislamiento. “Me ayuda a relacionarme con amigos y compañeros. Aunque, como suele ocurrir con personas que tienen dificultades en el habla, las relaciones sociales se me hacen difíciles”, admite.
Juan recuerda que, durante su etapa en la universidad, sus docentes comprendieron bien el rol de sus asistentes personales, pero no fue así con todos sus compañeros: conserva pocos amigos de esa época.
“Mis padres me llevaron a todos lados siempre”, cuenta.
Hoy Juan tiene amigos de un club de lectura (es fanático de Jorge Luis Borges), con quienes se reúne los sábados en un bar, acompañado por Facundo (su asistente de ese día), con Carlos o, en ocasiones, su mamá. “Hacemos otras cosas juntos una o dos veces por semana. Ellos lo toman con naturalidad”, me cuenta Juan a través de la voz de su mamá.
No es su única recreación. En compañía de sus asistentes también asiste a espectáculos o charlas. También cuenta que practica equitación con los caballos que tiene en el campo de su papá. Cuando está dentro, mira la TV, una tarea en la cual sus asistentes también le brindan apoyo: como no puede sostener la vista fija, le describen escenas para ayudarlo a orientarse.
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En los horarios en los que no cuenta con un asistente, Elena suele ser el principal apoyo de Juan. Especialista en educación inclusiva y expresidenta de la Asociación Azul, se abocó a investigar el sistema de comunicación alternativa aumentativa para impulsar la autonomía de Juan. Y luego siempre trabajó, junto con su familia, para que Juan contara con asistentes personales.
“Una familia se para de manera distinta cuando hay un asistente personal”, resume sobre el impacto que tiene en el hogar contar con un apoyo, que le permite abocarse a otras tareas además de asistir a Juan. Sin embargo, aclara que “a algunas familias les resulta duro el asistente personal al principio, les incomoda que entre gente desconocida a la casa”.
Por otra parte, no todas las familias impulsan la autonomía de las personas con discapacidad: muchas adoptan una actitud paternalista. “Hay que ver cuánta autonomía tiene la persona con discapacidad en cada caso, si su familia acompaña esa autonomía”, explica tras convidar un pedazo de torta recién horneada. “En esta casa se hornean muchas tortas”, bromea Juan.
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“A veces estoy cansado y no quiero que me hablen”, explica Juan. Carlos, que trabaja con Juan desde hace ocho años, entiende esto a la perfección.
“Muchas veces contestás algo cuando debieras estar en silencio. Yo no debería llegar y ponerme a tomar mate con Juan. Es fácil pasar por arriba a la persona con discapacidad y hacer los comentarios que quiere uno”, dice Carlos, en una pausa de la lectura en la que asiste a Juan.
Para esto, señala, es clave ser atento. “Yo podría traicionar fácilmente lo que Juan dice porque su comunicación es frágil. Por eso tengo que correrme, permitir que él tenga voz propia, que ejerza el control. Y por eso lo ideal es estar en silencio y ser receptivo, y en eso Juan y su familia me fueron entrenando”.
“Hay que evitar lo paternalista y violento”, sigue Carlos. “Estaría mal no preguntarle si necesita algo y, cuando lo hago, tengo que ser detallista. Porque yo puedo preguntarle si quiere una campera, pero tengo que preguntarle cuál quiere”.
Para Carlos, trabajar como asistente personal lo ayudó a “tomar conciencia de muchas cosas, como la falta de accesibilidad que hay en la ciudad. “A veces no podemos pasar con las sillas. Veo lo agresiva que es la ciudad para una persona con discapacidad motriz o con sensibilidad a los sonidos”, dice.
Juan asiente en la voz de Carlos, que corta su descripción para hacer audible ese “sí”.
Acaso, a esta altura le resulta natural su rol: “Tengo que tratar de apagarme. Mi tarea es prestarle el cuerpo a la otra persona”.
Esta nota es parte de un especial sobre vida independiente en el marco del Día Internacional de Personas con Discapacidad. Si te gustó el texto, te recomiendo los demás contenidos: