Llegué a este país más como periodista que como persona de la colectividad. Si bien mis padres fueron judíos, mi identidad, debo confesar, está más apalancada en mi profesión, que en mi religión.
Vine por vacaciones, pero como había leído Start-Up Nation: la historia del milagro, el libro de Dan Senor y Saul Singer, decidí contratar un tour que me mostrara el ecosistema emprendedor, ese del que habla el mundo, y que ubica a Israel –un país del Oriente Medio más chico que Tucumán– como la segunda nación más innovadora del mundo, y la primera en inversión per cápita.
Gran parte del tour –organizado por Damián Katz y Alejandro Fein– estuve buscando el engaño, la mentira o la estrategia de publicidad, con ese cinismo tan típico de los argentinos.
Con una secreta incógnita por responder: ¿Por qué ellos sí?. Escuché a muchos emprendedores e inversores. Desde The Floor, el coworking que acompaña a los bancos del mundo para que manejen su transición al mundo digital, hasta un IDB Group, el holding más grande de –vinculado al grupo IRSA de Argentina–, creadores de la Piltech que hace endoscopías.
Luego, desconfiada, intenté validar sus dichos con empleados públicos, abogados, gente de sistemas, ingenieros agrónomos… hasta con Gustavo Iusim, un contador que largó su trabajo en un banco argentino para hacerse mago en Israel.
Pero antes, un poco de background.
Israel tiene 9 millones de habitantes y escasos recursos naturales. Sin embargo, hay más de 5.000 start-ups de alta tecnología, y las exportaciones de ese sector representan el 50% de las exportaciones industriales (excluidos los diamantes).
Como mercado no le interesaría a nadie: ni por sus dimensiones, ni por sus precios, ni por su escala, y menos, por su estado de guerra latente. En los 20 días que estuve (muy cercanos a las elecciones presidenciales que se celebran mañana, 9 de abril) el sistema de defensa antimisiles, creado por ellos mismos, se activó dos veces.
Sin embargo, WeWork, el espacio de coworking que muchos usamos y que ya está en 32 países, surgió allá; Waze, la app que nos salva a todos del tráfico, adquirida por Google en 1.100 millones de dólares, también es una start-up israelí. Sin mencionar hallazgos como el riego por goteo, el pen drive o los riquísimos tomates cherry.
Una de las personas que me atendió con mi incógnita fue Claudio Hazan, un argentino que estudió en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y que vive allá desde 1986. Trabaja en Intel, casi “madre fundadora” del ecosistema emprendedor en la tierra del periodista sionista Teodoro Herzl.
“Pasé de Entel, a Intel”, se ríe este ingeniero que desde hace 4 meses está a cargo del proyecto Mobileye, la start-up israelí que Intel adquirió por 15.000 millones de dólares.
Cuando le pedí la versión sencilla del fenómeno emprendedor, me explicó que hace unos 30 años el mundo tecnológico local contó con un fuerte apoyo gubernamental. Se trató del Chief Scientist, un fondo del gobierno que invertía en start-ups. Hoy, su influencia es mucho menor, me explicó, por el auge de nuevos fondos de inversión, por las incubadoras, y por que las mismas industrias presionan por venir al país y traer aquí sus centros de Investigación y Desarrollo.
También me contó que el servicio militar, que es obligatorio para ambos sexos, invierte mucho en tecnología y tiene un fuerte impacto en la cultura y en la capacidad de organizarse de los jóvenes profesionales. “Los que salen del ejército tienen una formación técnica tan sólida que a menudo son ellos los que abren sus propias compañías”, cuenta Hazan.
“La corporación les da una fuerte preparación en materia de gestión y administración, y cuando llegan a la universidad están muy formados”, sostiene por su parte Assaf Luxemburg, que se ocupa de relacionar empresas con el ecosistema emprendedor.
“El ejército genera muchos jóvenes apasionados, con deseo de sobresalir. Imaginate, están rodeados de colaboradores con vocación de servicio e historias de éxito reales, y un medio ambiente de alta tecnología y fama mundial que hace que se animen, más y más, a concretar sus objetivos y ser parte de la cultura del Start-up Nation”, completa Javier Shocron, que nació en la Argentina y hoy trabaja en Maverick Ventures Israel, un fondo de 100 millones de dólares que ya invirtió en 23 start-ups, de las cuales 5 fueron éxitos. El últim: Unbotify, para la detección de malware bots en línea y proteger el espacio cibernético.
Shocron, de 30 años, llegó a Israel a los 3. Lo trajeron sus padres cuando hicieron “aliá”, término que describe el hecho de inmigrar a la tierra o estado de Israel. Quien realiza la “aliá” es un olé (masculino) u olá (femenino).
“Fue la mejor decisión que pudieron tomar. Me crié y eduqué en Israel. Con todos los problemas que sufre este país, es un lugar que te desarrolla una personalidad diferente.Te abre no solo la cabeza, sino también muchas puertas. Te enseña cuál es tu lugar como individuo y como parte de grupo, y eso influye mucho en la manera en que las generaciones nuevas de israelíes toman sus decisiones y se desarrollan”, cuenta.
Alan Hoffman es argentino y dirige el Innovation Authority de Israel para la colaboración con Latinoamérica, el organismo que tomó la posta del Chief Scientist el fondo original de fomento a la innovación.
“Hasta 2014, Innovation Authority era una repartición, con un presupuesto que dependía del ministerio de Economía e Industria, que invertía en Investigación y Desarrollo. Hoy, su misión es impulsar la innovación como un motor para un crecimiento sustentable e inclusivo. No solo pensamos en crear propiedad intelectual, sino en ser un país más productivo para que el crecimiento llegue a todos los sectores sociales y regiones geográficas”.
Traduciendo sus palabras a números: quieren duplicar la cantidad de gente empleada en la industria de la innovación, que hoy solo incluye al 8,3% de los asalariados.
“Hace 50 años que tenemos una misma política en materia de ID, siempre alimentada por el gen israelí; esa necesidad constante de repensar y de preguntarse cómo podemos mejorar lo que hacemos, cómo promover y mejorar los programas de cooperación y financiamiento de nuestras empresas, y cómo podemos llevar la tecnología y la innovación a otros sectores de la economía”, explica.
Un sábado a la tarde volvíamos del kibutz Kiriat A Navim con Evelyn Rosental, una ingeniera agrónoma que trabaja en el Mashav, la Agencia Israelí de Cooperación Internacional para el Desarrollo, que depende de la cancillería.
Habíamos almorzado en un restaurante que parecía de Las Cañitas, solo que era propiedad del kibutz, esa explotación agraria, de tipo socialista, originada a principios del siglo XX, gestionada de forma colectiva y basada en el trabajo y la propiedad comunes. (Los kibutzim también han cambiado desde su creación. Hoy son dueños de fábricas, hoteles, invierten en bienes inmuebles y revisan su forma de gestión).
En el auto, le hice “la pregunta”: Por qué creía ella que existía este ecosistema emprendedor que tiene 19 incubadoras tecnológicas y que hace que casi 100 empresas israelíes coticen en el NASDAQ por valor de 70.000 millones de dólares. Quizá con malicia, me pareció que siendo ajena al mundo de los negocios, no podría engañarme.
Me dijo algo parecido a Hoffman.
“Cuando aparece el problema hay que buscarle la solución. Esa es la forma de pensar todo acá. Es verdad -admitió- que al ser un país chico, todo es más fácil de coordinar. Nos juntamos y lo arreglamos. Además, todos conocen a alguien, que conoce a alguien, que es hijo de alguien, que hizo el ejército con alguien.En Argentina eso es imposible de lograr”, justificó.
El día en el que estoy escribiendo esta nota, llegó Jair Bolsonaro. Benjamin Netanyahu lo recibió personalmente con una ceremonia de honor en el aeropuerto de Ben Gurión, cerca de Tel Aviv.
"En enero (cuando viajó a Brasilia para presenciar su toma de posesión), abrimos un nuevo camino en nuestra relación. Y después de solo tres meses llega tu primera visita a Israel para llevar nuestras relaciones a una nueva fase", celebró Netanyahu.
Brasil tiene un problema, exactamente contrario, al que tiene Israel. “Es suficientemente grande para que no haya un incentivo fuerte en pensar negocios globales. Piensa localmente y eso incide en su tasa relativamente baja de innovación si miramos sus dimensiones”, explicaron en una conferencia en Innovation Authority.
Ser una start-up nation también tiene sus internas. Genera tal despliegue de recursos humanos y económicos que distintos municipios compiten por atraer a los jóvenes investigadores y/o potenciales millonarios. O sea, todas quieren ser la ciudad con más concentración de empresas de tecnología o de ingenieros.
No es casualidad la re elección de Ruvik Danilovich, el intendente de BeerSheva, la ciudad más grande del desierto del Neguev, al sur del país.
Con un metro cuadrado mucho más barato que el de la cosmopolita Tel aviv, un proyecto inmobiliario y urbanístico autónomo, transporte y una universidad pujante, está armando una nueva Silicon Valley: atrae a muchos jóvenes egresados para que vivan en el sur, y con ellos, también a las empresas high tech.