Debido al humo de los incendios cercanos, Canberra este mes ha tenido el peor índice de calidad del aire del mundo, con lecturas 20 veces por encima del umbral de peligro oficial. Recientemente la ciudad también experimentó su día más caluroso desde que haya registros (44°C). Por su parte, Nueva Delhi tuvo su día de diciembre más frío según los registros. Ambos datos son prueba de la creciente volatilidad climática, lo que confirma la realidad del calentamiento global.
Sin embargo, a la hora de echar culpas por los cielos ennegrecidos y los paisajes en llamas del verano sureño de Australia, algunos críticos –entre ellos la junta editorial del Financial Times- han apuntado perezosamente con el dedo al negacionismo climático.
El primer ministro australiano, Scott Morrison, ha sido criticado con vehemencia no sólo por su lentitud a la hora de ayudar a las comunidades asoladas por el fuego, sino también por querer disfrutar de unas vacaciones familiares (canceladas después) en Hawai.
La furia por parte de las víctimas de los incendios forestales –inclusive de una mujer que se negó a estrecharle la mano a Morrison- es entendible. Pero gran parte de las críticas más amplias están equivocadas, y revelan una ignorancia malintencionada de la larga historia de incendios forestales de Australia. Quienes se apresuraron a condenar al gobierno de Morrison han minimizado los errores de los gobiernos estatales, que en algunos casos presuntamente priorizaron la transición a energías renovables por sobre prácticas prudentes de gestión de bosques.
Es más, los críticos de butaca han optado por ignorar los largos plazos transcurridos entre las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) y el cambio climático, y por sobreestimar lo que sabemos sobre los vínculos entre el calentamiento global y determinados episodios climáticos.
En su historia relativamente corta como estado nación, Australia ha padecido varias olas de calor y temporadas de incendios mucho más mortales que la actual. En enero de 1896, 200 personas murieron en el espacio de tres semanas por causas relacionadas con el calor y los incendios; y en enero de 1939, 71 personas murieron sólo en el estado de Victoria.
Mientras tanto, las comunidades aborígenes de Australia han estado conviviendo con el clima y el terreno hostiles del continente desde hace decenas de miles de años. Contrariamente a lo que sostienen mitos anteriores, la investigación reciente sobre las prácticas sofisticadas de gestión de la tierra y los bosques de las sociedades demuestra que el fuego juega un papel importante en la regeneración de los bosques.
Por ejemplo, la investigadora de incendios Christine Finlay, radicada en Queensland, viene advirtiendo desde hace mucho tiempo que una menor quema de cargas de combustible (la madera seca y combustible que se acumula en los suelos de los bosques) durante el invierno podría incrementar la frecuencia de las tormentas de fuego en el verano. Finlay, que estudió la historia de los incendios forestales de 1881 a 1981 para su doctorado, demuestra que las operaciones de reducción de incendios forestales desde 1919 han abandonado las prácticas indígenas tradicionales como la quema de baja intensidad en clima frío. Y, según sus datos, existe una correlación directa entre la mayor frecuencia y el volumen de los incendios desde 1919 y la acumulación de niveles catastróficos de carga de combustible.
Una quema controlada –que se realiza en superficies extensas y en condiciones de viento y temperatura favorables- es económica y sumamente efectiva a la hora de reducir la incidencia de los incendios forestales, así como la probabilidad de que se propaguen sin control. Y, a diferencia de los esfuerzos drásticos para reducir las emisiones de GEI, no amenaza la supervivencia y los estándares de vida. “Durante años”, le dijo Finlay recientemente a The Australian, “envié activamente este modelo predictivo a las agencias de gobierno, en particular a los servicios de incendios forestales, a los medios, a magistrados instructores y parlamentarios, entre otros. De manera horrible fue ignorado, y de manera horrible resultó preciso”.
¿Por qué se ignoraron estas advertencias? La razón, uno sospecha, es que la estrategia tradicional y sensata para abordar el problema no es tan atractiva como el activismo climático de perfil alto.
Por supuesto, los incendios forestales tienen causas tanto estructurales como directas. La temperatura superficial promedio de Australia ha aumentado alrededor de 1,5°C desde principios de los años 1900. En un continente cálido dominado por un paisaje seco de eucaliptos, el calentamiento global antropogénico ha agravado las condiciones contextuales para los incendios, que hoy ocurren con más asiduidad, en más lugares y durante períodos más prolongados. La temporada de incendios de 2019-2020 comenzó extemporáneamente temprano en noviembre.
Sin embargo, la relación precisa entre los patrones climáticos locales y el calentamiento global es poco clara, y las condiciones climáticas de hoy no se pueden atribuir a las emisiones actuales, que no tendrán su efecto pleno este año sino dentro de décadas. Es más, el Panel Interbugernamental sobre Cambio Climático sólo encuentra evidencias limitadas de vínculos directos entre el cambio climático provocado por el hombre y las sequías, los incendios forestales, las inundaciones y los huracanes. Aún si Australia hubiera alcanzado una neutralidad de carbono neta en 2019, habría sufrido la misma temporada de incendios. Por supuesto, para evitar una crisis dentro de algunas décadas, se deben tomar medidas ahora.
Aun así, existen algunas cosas que el gobierno federal y los gobiernos estatales de Australia pueden hacer para reducir los daños por incendios de hoy. Las autoridades de gestión de incendios deberían identificar las causas directas de los incendios individuales, educar a la población sobre los riesgos y ubicar y a los pirómanos. En 2019, 183 personas fueron acusadas de provocar incendios deliberadamente.
En términos más generales, Australia necesita mejores prácticas de gestión de la tierra y de la carga de combustible, y más financiamiento para los servicios destinados a combatir los incendios. Es de esperar que la comisión de investigación que Morrison está contemplando ayude a evaluar si los gobiernos estatales y locales han llevado a cabo una quema controlada de cargas de combustible en los parques nacionales en las últimas temporadas, y determinar si esto habría ayudado a reducir la propagación e intensidad de los incendios.
En la medida que las políticas climáticas ayudan a reducir los riesgos de incendios forestales, se las debe implementar a nivel global. Australia es responsable de menos del 1,2% de las emisiones de dióxido de carbono del mundo. Los cuatro grandes emisores son China (27,21%), Estados Unidos (14,58%), India (6,82%) y Rusia (4,68%). Sin embargo, dada la excepcional exposición de Australia al riesgo de incendios forestales, su gobierno debería estar liderando el esfuerzo para negociar metas de reducción de emisiones vinculantes a nivel global.
Por el contrario, Australia ha quedado rezagada en materia climática. Al igual que el gobierno del ex primer ministro Tony Abbott, que muchas veces les dio una palmadita y les hizo un guiño a los negadores climáticos, el gobierno de Morrison carece de la credibilidad o la autoridad moral para presionar por una acción climática más fuerte de parte de otros. A Morrison no se lo puede culpar enteramente por esta temporada de incendios. Pero, al haber seguido el ejemplo del libro de tácticas anti-globalistas del presidente norteamericano, Donald Trump, no le debería sorprender encontrarse en el extremo receptor de las críticas.
Ramesh Thakur, ex secretario general adjunto de las Naciones Unidas, es profesor emérito en la Escuela Crawford de Políticas Públicas, Universidad Nacional de Australia.
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