Dos grandes fantasmas se ciernen sobre la humanidad. Uno es la extinción rápida a consecuencia de una guerra nuclear a gran escala, o un planeta tóxico resultado de un conflicto atómico más limitado como ya señaló en su día el brillante físico Andréi Sájarov; el otro es una extinción más lenta por efecto de un calentamiento global desbocado. Ganar la carrera a esta amenaza exige el mayor esfuerzo de planificación, inversión, educación pública y seguridad social de la historia de la humanidad, es decir, la madre de todos los new deals.
A pesar de ello, los economistas adeptos al paradigma dominante han frustrado cualquier intento de afrontarlo. Por ejemplo, es ilusorio pensar que para abordar procesos económicos que tendrán efectos extensos e inciertos dentro de 50 o 100 años basta con aplicar mecanismos de mercado actuales, como poner un precio o un impuesto a las emisiones de carbono. Y, sin embargo, un economista de primera fila de la Administración del expresidente estadounidense Barack Obama (uno de los buenos, en términos relativos) me comunicó justo esta misma idea hace unos años, precisando que su “Hayek interior” estaba hablando a través de él. En el mundo real, necesitamos una ciencia económica capaz de integrar recursos, estabilidad social y medio ambiente en un marco realista a largo plazo.
Medida por medida
Para controlar la desigualdad económica, debemos superar dos causas importantes de confusión. Desde el punto de vista teórico, la economía tradicional trata la desigualdad esencialmente como un subproducto de la oferta y la demanda en los “mercados laborales”. Por lo tanto, se la considera un fenómeno “microeconómico”, impulsado del lado de la demanda por el cambio tecnológico, y del lado de la oferta por un quantum apenas perceptible que se da en llamar capacidad humana.
Cuando los economistas escriben sobre políticas que afectan la desigualdad, tienden a trabajar dentro de este marco del mercado. El mercado laboral puede ser local, regional o –a lo sumo- nacional. Las políticas propuestas se centran principalmente en las características y capacidades de los individuos y cómo pueden mejorar sus posiciones en el mercado. Estas cuestiones son indudablemente importantes, en especial en materia de educación y salud, pero ignoran las fuerzas “macroeconómicas” más amplias –auges y crisis, tasas de interés y deuda, tipos de cambio y precios de las materias primas- que afectan a los individuos, a las empresas, a los sectores económicos y a los países en su totalidad.
Desde el costado empírico, existe una pregunta de información: ¿qué podemos saber a partir de los datos disponibles? La mayoría de los datos que tenemos provienen de encuestas, y la mayoría de las encuestas se centran en los hogares. Estos datos son relevantes para juzgar el bienestar económico –y también para pensar en cómo la gente con características diferentes (edad, género, raza, educación y demás) interactúa con los mercados-. Sin embargo, los padres de familia no son empleados y sus ingresos no son equivalentes a los salarios que se pagan por determinados tipos de trabajo. De manera que los datos recogidos sobre los hogares están muy alejados de la producción, el pago y las fuerzas del cambio estructural.
En lo que concierne al análisis internacional y comparativo, existe otro problema: las encuestas son costosas. En los países ricos y estables se realizan más encuestas que en los países pobres e inestables. Y pueden ser conceptualmente inconsistentes, porque las preguntas difieren dependiendo de las elecciones hechas por quienes manejan las encuestas. ¿Estamos midiendo ingresos? ¿Gastos? ¿Antes o después de impuestos? Como sucede con todas las encuestas, las únicas respuestas que se obtienen son a las preguntas que se formulan.
Una estrategia alternativa que se ha vuelto popular en los últimos años es consultar registros de impuesto a las ganancias. Pero estos datos son aún más escasos e inconsistentes que las encuestas, y esos registros no están disponibles para todos los países (por cierto, no todos los países tienen un impuesto a las ganancias). De manera que, en el esfuerzo por medir la desigualdad al interior de los países y en todo el mundo, hace mucho tiempo que hay menos señal que ruido.
La desigualdad en números
En las dos últimas décadas, con mis alumnos hemos venido trabajando en diferentes maneras de abordar estas deficiencias de la medición. Hemos analizado registros de nóminas de pago que cubren un rango diverso de países en muchos años, y en términos ampliamente consistentes. Con estos datos, podemos medir desigualdades económicas en la estructura de pago, lo que luego nos permite estimar las desigualdades asociadas del ingreso de los hogares, tanto entre países como en el tiempo.
Para explicar la filosofía detrás de esta estrategia, suelo referirme a unas líneas del ensayo “La fijación de la creencia” del filósofo norteamericano Charles Sanders Peirce:
“Kepler se comprometió a trazar una curva en los lugares de Marte […] y su mayor servicio a la ciencia fue imprimir en la mente de los hombres que era algo que debían hacer si querían mejorar la astronomía; que no tenían que contentarse con investigar si un sistema de epiciclos era mejor que otro, sino que tenían que basarse en las cifras, y determinar, en verdad, cuál era la curva”.
Hemos intentado seguir este consejo, y hemos tenido una cantidad razonable de éxito. Nuestras mediciones han demostrado ser ampliamente confiables y consistentes con el registro de encuestas existente, y al mismo tiempo sensibles a acontecimientos históricos conocidos: guerras, revoluciones y cosas por el estilo. Es más, hemos podido analizar patrones a nivel regional y hasta global.
¿Qué implicarían los patrones consistentes más allá del nivel nacional? Creo que son evidencia prima facie de que la principal causa de cambio en varias formas de desigualdad reside en acontecimientos transnacionales, no en condiciones locales. Para entender el problema de la desigualdad, entonces, necesitamos estudiar desenlaces comunes en un espacio económico continental o incluso global.
En realidad, hemos identificado patrones que demuestran un gradiente consistente en los niveles de desigualdad de ingresos tanto en espacio como en tiempo. Si analizamos el espacio, no hay demasiadas sorpresas. La desigualdad de ingresos al interior de los países y las regiones aumenta en tanto uno pasa del norte al sur, lo que refleja la concentración de industria avanzada y los estados de bienestar de la clase media en países que alguna vez fueron sedes del imperio. En Europa, la desigualdad también aumenta cuando uno pasa del “este” al “oeste”, lo que refleja el legado del socialismo estatal.
Es más, los países muy cercanos, y con niveles de ingresos similares y relaciones diplomáticas y comerciales de buena vecindad, tienen niveles de desigualdad relativamente similares –como se puede ver con claridad en los mapas-. El sentido común nos dice que, si no tuvieran niveles similares de desigualdad, los patrones de migración regional tarde o temprano emparejarían las cosas.
De la misma manera, los patrones de desigualdad cambian con el tiempo. En particular, existe un movimiento general hacia una mayor desigualdad desde los años 1980 hasta los años 2000, después de lo cual la desigualdad empieza a estabilizarse. Hasta el momento, todo esto es lo que uno esperaría, lo que da cuentas de la calidad de los datos. Nuestro intento por captar un panorama mucho más amplio de la desigualdad en todo el mundo no ha sido errado.
Olas de desigualdad
Estos movimientos muestran, con bastante claridad, que los niveles de desigualdad alguna vez ampliamente asociados con el Tercer Mundo hoy están bastante generalizados a nivel global. El Primer Mundo no se ha vuelto más pobre, pero sí mucho menos igual. Existen unas pocas excepciones, por supuesto, y no deberían generar sorpresa. Las medidas de desigualdad en Dinamarca o Finlandia, por ejemplo, no están lejos de donde estaban hace una generación. Y algunos países en Europa central y del este –se destaca la República Checa- tienen niveles bajos de desigualdad (aunque más altos que durante sus regímenes comunistas severos de posguerra).
Consideremos, ahora, otro patrón interesante: el movimiento temporal de desigualdad al interior de los países es muy similar al que existe entre países. Si uno toma una medida estándar de desigualdad entre países (no ponderada por población, para que China y la India no dominen los datos), encuentra que ha aumentado tanto entre países como al interior de los países al mismo tiempo. Una vez más, no sorprende: los países ricos incluyen gente relativamente adinerada, mientras que la gente de los países pobres es más pobre. En una economía global, donde la desigualdad entre la gente cambia, es natural que las desigualdades entre sus respectivos países cambien de manera similar.
Pero aquí es importante recordar que estamos tomando el movimiento de la desigualdad al interior de los países, medido de forma separada utilizando estadísticas nacionales, y estandarizado por una oficina internacional de estadísticas. Existen unos 155 países en nuestro conjunto de datos más recientes, y los patrones dominantes en todos ellos cuentan la historia esencial. De 1963 a 1971, no se destaca ninguna tendencia particular. Existe un alza en la desigualdad al interior de los países en 1973, seguida por una caída modesta. Para gran parte del mundo –para los países más pobres y para la gente más pobre por igual, aunque no para los ricos en problemas-, los años 1970 fueron un momento de crecimiento y progreso.
Luego se produce un punto de quiebre fundamental. A partir de 1981, la desigualdad empieza a aumentar en olas en todo el mundo, y creció sin tregua hasta el 2000, momento en el cual las olas amainaron. En esta era, la primera ola importante es dominada por América Latina y África, y las olas subsiguientes estuvieron impulsadas por el colapso de la Unión Soviética y los cambios de régimen asociados en Europa del este. Finalmente, la liberalización económica en Asia alimenta otra ola que culmina en la crisis financiera asiática de 1997. A partir de 2000, el ascenso de la desigualdad se desacelera, y las desigualdades hasta caen en algunas partes del mundo, inclusive en América Latina, China y la Federación Rusa.
Un cuento de historia financiera
El mensaje que contienen estos números no es ni sutil ni oscuro. Es una historia sobre la relación entre deudores y acreedores en la economía mundial. En el marco de Bretton Woods posterior a la Segunda Guerra Mundial, prevaleció la estabilidad –hasta que el sistema colapsó en 1971, cuando Estados Unidos puso fin a la convertibilidad entre dólar y oro-. En 1973, el shock petrolero y un boom de las materias primas llevó a un alza del crédito en América Latina y otras partes en tanto los países tomaban deuda de bancos comerciales para sostener el crecimiento frente a los precios más altos del combustible. Mientras los países en desarrollo crecían, sus clases medias se expandían y las desigualdades caían.
Todo eso terminó en 1981 con el inicio de una crisis de deuda mundial que emanó de los cambios en la política monetaria de Estados Unidos, donde las tasas de interés se dispararon al 22%. Al ya no poder pagar sus deudas, los países en desarrollo se vieron obligados a implementar medidas de austeridad y a abandonar sus estrategias de desarrollo industrial independientes. Los precios de las materias primas colapsaron, al igual que el bloque soviético –que, en gran medida, estaba sumamente endeudado- una década después. La crisis asiática de 1997 coronó este período.
La desigualdad a nivel global alcanzó un pico en 2000. Tras el estallido de las puntocom y los ataques del 11 de septiembre de 2001, la Reserva Federal de Estados Unidos recortó las tasas de interés y China, que crecía fuertemente y ya era miembro de la Organización Mundial de Comercio, aumentó sus compras de materias primas a nivel global. Los precios y las condiciones de crédito mejoraron y, por un tiempo, la desigualdad global dejó de aumentar.
Las tendencias de la desigualdad en este período están en armonía con las percepciones de sentido común de Simon Kuznets allá por 1955. Kuznets suponía que la desigualdad aumentaría marcadamente durante las etapas iniciales de desarrollo económico y luego decaería en instancias posteriores. China y la India reflejan este patrón, pero para otros países en desarrollo en Asia y América Latina, la industrialización y la urbanización han sido lo suficientemente avanzadas durante décadas, y el crecimiento rápido reduce la desigualdad y la depresión la aumenta. En unos pocos países ricos –en particular, Estados Unidos y el Reino Unido- el crecimiento rápido aumenta las desigualdades, porque concentra el ingreso en sectores globalmente dominantes, especialmente las finanzas y la alta tecnología.
De manera que, en la historia cruda presentada más arriba, existen dos elementos clave a considerar: la estructura de las economías subyacentes y los efectos de las expansiones y las contracciones en esa estructura. Las fuerzas globales para la expansión y la contracción han tendido a afectar a los países individuales y a su gente en proporción con su capacidad para resistirlas. Los países con instituciones fuertes que pudieron mantener la independencia y manejar sus propios asuntos tuvieron mejores resultados. Aquellos que no pudieron defenderse de las fuerzas globales periódicamente se vieron sacudidos por ellas. En nuestro tiempo, ésta es la diferencia entre, digamos, China y México.
Estas fuerzas globales se pueden identificar por los grandes puntos de inflexión. El primero fue la ruptura de Bretton Woods y la acometida hacia la deuda privada en los años 1970. El segundo fue la crisis de deuda de los años 1980, a la que siguió el colapso de los precios del petróleo y las materias primas, y luego de los gobiernos socialistas al estilo soviético, y luego la liberalización en Asia, que culminó en la crisis de 1997 –pero no en China, que iba camino a otra década de crecimiento de dos dígitos-. El tercer punto de inflexión importante ocurrió en 2000, cuando las tasas de interés más bajas, los precios más altos de las materias primas y los avances modestos en las políticas de asistencia social y las estrategias de desarrollo económico nacionales ayudaron a reducir la desigualdad y la pobreza en América Latina y Rusia, mientras que en China, también, las desigualdades alcanzaron un pico y empezaron a bajar.
En Europa, los acontecimientos se desarrollaron de manera un tanto diferente. Los países europeos no rechazaron la ideología liberal y volvieron a abrazar las políticas de asistencia social después de 2000. La introducción del euro fue seguida por casi una década de términos de crédito fácil, que alimentaron un auge de la construcción de viviendas y predios comerciales en España, Irlanda, Portugal y Grecia (donde el boom incluyó las Olimpíadas de 2004, entre otros proyectos). Este período no fue diferente de los años 1970 en América Latina. Pero como observó de manera excelente Herbert Stein, presidente del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca en las presidencias de Richard Nixon y Gerald Ford, “Si algo no puede durar para siempre, se detendrá”. En 2009, la crisis financiera global hizo que los primeros días felices del euro llegaran a un final abrupto.
Bajo control
Lo que la evidencia disponible demuestra es que la desigualdad económica ha estado regulada en el tiempo por el comportamiento de las finanzas globales. Los datos incluso demuestran que los cambios en los niveles de desigualdad al interior de economías más pequeñas y abiertas están estrechamente relacionados con los movimientos del tipo de cambio. Cuando las monedas se vuelven sobrevaloradas, sus países son vulnerables al síndrome holandés –que erosiona la competitividad de la industria- y a las crisis financieras. Las crisis financieras y las devaluaciones rápidamente restablecen el alto nivel de desigualdad que, supuestamente, los programas de desarrollo humano iban a superar.
La desigualdad, por ende, es irreductiblemente una cuestión macroeconómica, contrariamente a lo que muchos economistas tienden a pensar. Las consideraciones del mercado laboral son secundarias, y están desplazadas por los movimientos macro dominantes descriptos más arriba. Así las cosas, la única manera de abordar la desigualdad de manera efectiva es poniendo las fuerzas de inestabilidad financiera, el peonaje por deuda y la austeridad predatoria bajo control. Estas fuerzas se pueden atemperar con regulación financiera, una función de los gobiernos y los bancos centrales de los países ricos. Pero los reguladores, por supuesto, pueden ser objeto de captura de las grandes finanzas y los mandatos de los bancos centrales –ya sea apuntar al pleno empleo o sólo una estabilidad de precios- se redactaron en una era de formulación de políticas económicas nacionales. Los bancos centrales nacionales –como también el Banco Central Europeo- no están estructurados para considerar los efectos de sus políticas en la gente más allá de sus límites jurisdiccionales.
Sin duda, todavía es mucho lo que los estados nación en todo el mundo pueden hacer para combatir la desigualdad cuando las condiciones lo permiten. Las medidas útiles incluyen aumentar el salario mínimo, fortalecer los sindicatos, establecer planes de seguro social, construir infraestructura y ofrecer bienes públicos. El problema es que estas formas de progreso pueden ser –y normalmente lo son- eliminadas por las crisis financieras y la subsiguiente imposición de una austeridad severa. Esto significa que la capacidad de reducir las desigualdades sustentablemente depende de la capacidad de aislamiento de las presiones financieras externas. Por más difícil que pueda ser, el resto del mundo necesita protegerse de las fuerzas desestabilizadoras de las finanzas globales.
En resumen, la desigualdad económica está vinculada al elemento más inestable e insustentable del sistema mundial que son las finanzas globales. Alcanzar algo de manera sustentable –en especial, pero no exclusivamente, la reducción de las desigualdades extremas- requiere un orden financiero ampliamente reformado y que una vez más pueda servir como una herramienta para otras instituciones y propósitos, y no como su amo centrado en sus propios intereses. Esto es particularmente importante en tanto la humanidad avanza hacia ese otro objetivo más crítico: la sustentabilidad de la vida humana en este planeta. La estabilidad financiera global es un paso necesario en el camino a una economía de energía limpia –como la concebida en el Nuevo Trato Verde y en propuestas similares. Al final de cuentas, si queremos tener un futuro sustentable y civilizado, necesitamos controlar las finanzas globales.
Esta columna se publicó originalmente en agosto de 2019. James K. Galbraith ocupa la cátedra de Relaciones Gobierno/Empresas en la Escuela de Asuntos Públicos Lyndon B. Johnson de la Universidad de Texas en Austin. Sus últimos libros son ‘Desigualdad: lo que todo el mundo debería saber sobre la distribución de los ingresos y de la riqueza’.
© Project Syndicate 1995–2021.