El cambio climático es el problema más urgente del mundo, y en Estados Unidos, la izquierda (al menos) se lo toma en serio. A principios de este año, la diputada Alexandria Ocasio-Cortez (de Nueva York) y el senador Edward Markey (de Massachusetts), demócratas los dos, presentaron un proyecto de resolución sobre un nuevo pacto ecológico, o “Green New Deal” (GND), que ofrece un plan para la descarbonización de la economía estadounidense.
Pero aunque cada vez más precandidatos presidenciales demócratas avalan la propuesta, los demócratas centristas y los republicanos siguen aferrados a otra estrategia de política climática.
La principal propuesta centrista, a tono con lo que permite la ortodoxia neoliberal predominante, es aplicar un impuesto al carbono. La idea es sencilla: expresar el costo social de la contaminación mediante el cobro de un impuesto a los combustibles fósiles allí donde entran a la economía (sea en boca de pozo, en una mina o en el puerto).
En la jerga de los economistas, es un “impuesto pigouviano”, ya que busca corregir un resultado no deseado del mercado, o lo que el economista británico Arthur Pigou definió como una externalidad negativa (en este caso, las emisiones de gases de efecto invernadero responsables del calentamiento global).
La idea del impuesto al carbono como respuesta al cambio climático es inmensamente popular entre economistas de todo el espectro político, y sin duda tiene un lugar importante en la solución.
Pero es muy insuficiente. Una descarbonización rápida de la economía en forma económicamente equitativa y políticamente factible demanda un paquete integral del orden del GND. Eso implica combinar algunas políticas basadas en el mercado con inversiones públicas y privadas a gran escala y normas ambientales cuidadosamente diseñadas.
Aun así, un impuesto estándar al carbono conlleva ciertos riesgos. Pregúntenle si no al presidente francés Emmanuel Macron, cuyo país lleva meses agitado por protestas que nacieron en respuesta a un nuevo impuesto al combustible diésel. La enseñanza de las protestas semanales de los “chalecos amarillos” es clara: a menos que las políticas ambientales tengan en cuenta los altos niveles actuales de desigualdad, los votantes las rechazarán.
Sin embargo, en su búsqueda de aumentar las inversiones en la lucha contra el cambio climático, los progresistas pensarán en el impuesto al carbono como fuente de recaudación.
Al fin y al cabo, según sea su monto, puede llegar a recaudar casi un billón de dólares al año. Pero en vez de un impuesto simple, deberían considerar el pago de un dividendo: el impuesto al carbono se cobraría igual, pero lo recaudado se distribuiría a partes iguales entre la población. Es verdad que esta idea anula una de las fuentes de financiación del GND, pero elimina futuros obstáculos a la transición a una economía descarbonizada, al proteger a los hogares de bajos y medianos ingresos.
Una objeción habitual al dividendo del carbono es que iría contra el propósito original del impuesto, que es alentar a la gente a reducir las emisiones. Pero no es verdad. Supongamos un estadounidense de bajos ingresos que hoy gasta 75 dólares al mes en gasolina.
Si sigue usando el auto igual que siempre, un impuesto al carbono de 230 dólares por tonelada (el nivel necesario nada más para ponernos en una senda hacia limitar el calentamiento global a 2,5 °C por encima de los niveles preindustriales) aumentará en 59 dólares (a 134 dólares) su gasto mensual en combustible, o sea un 79%. En este caso, esa persona se sentirá sin duda más pobre. Es lo que los economistas llaman “efecto ingresos”.
Ahora imaginemos que además hay un dividendo del carbono: a la persona del ejemplo se le pagan 187 dólares todos los meses, una suma que compensa de sobra el encarecimiento, y encima hace que el receptor del dividendo se sienta más rico. Pero ¿no aumentará también el incentivo a usar gasolina? La teoría económica sugiere que no.
Que el precio de la gasolina aumente no implica que todo lo demás dentro de la economía la siga. En vez de eso, los bienes y servicios que producen muchas emisiones de dióxido de carbono se volverán relativamente más caros que los otros. De modo que se podrá elegir entre usar el dividendo para conducir más kilómetros o usarlo para aumentar el consumo de otras cosas, por ejemplo cenas con amigos o zapatos de correr nuevos. La reunión social y los zapatos son el incentivo para emitir menos carbono. Es lo que los economistas llaman “efecto sustitución”.
De tal modo, un dividendo del carbono sería un pequeño incentivo para que la gente, las grandes empresas y los gobiernos vayan reemplazando los consumos con alta emisión de carbono por otras actividades e inversiones menos contaminantes. Y en particular, un dividendo del carbono protegería a los pobres. El impuesto simple al carbono es inherentemente regresivo, porque impone el mismo costo al pobre y al rico. Pero el dividendo revierte este efecto, porque cada dólar devuelto vale más para una familia de bajos ingresos que para una familia rica.
Además, los que vuelan por todo el mundo, calefaccionan y enfrían casas enormes y conducen autos deportivos ineficientes son los ricos. Como sus estilos de vida son mucho más contaminantes que los del resto, su contribución per cápita al dividendo del carbono sería mucho mayor. Y en particular, pagarían mucho más de lo que reciban, mientras que el 60% más pobre de los estadounidenses recibiría más de lo que pague.
En síntesis, un dividendo del carbono transferiría dinero de grandes contaminadores predominantemente ricos a pequeños contaminadores con ingresos predominantemente medianos y bajos, y al mismo tiempo reduciría las emisiones de CO2. Sería de por sí un paso inteligente en la dirección correcta, que no incitaría una reacción al estilo de los “chalecos amarillos”. Pero que nadie piense que es una panacea, porque cuando se trata del cambio climático, las panaceas no existen.
Traducción: Esteban Flamini
Mark Paul es profesor asistente de Economía en el New College of Florida e investigador en el Roosevelt Institute. Anthony Underwood es profesor asistente de economía en el Dickinson College.
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