La pandemia de COVID‑19 resalta el grado de interconexión de la humanidad. Un único animal infectado, en algún lugar de China, inició una reacción en cadena cuyos efectos, casi un año después, todavía reverberan en cada rincón del planeta.
Esto no debería sorprender a nadie. La historia de las pandemias es un registro de la unificación de nuestra especie. La peste negra siguió las nuevas rutas comerciales que se abrieron entre Europa y Asia en la Edad Media. La viruela cruzó el Atlántico con los europeos y devastó las Américas.
Y la pandemia de gripe de 1918 llegó a seis continentes en cuestión de meses, por los avances tecnológicos en el desplazamiento de bienes y personas. Cada vez que la humanidad da un paso decidido hacia una mayor integración, la enfermedad la sigue.
Los beneficios de la unificación han sido profundos: nos permite combinar el conocimiento, la innovación y la tecnología; compartir las ricas tradiciones de nuestras respectivas culturas; y cooperar a través de vastas distancias en proyectos tan grandes que ninguna persona, ningún país, podría completar por separado (por ejemplo, erradicar la viruela de la faz del planeta).
Pero la interconexión también conlleva grandes costos. No sólo compartimos el conocimiento y la cultura a gran escala, sino también los riesgos. Pueden pasar décadas sin que nos demos cuenta, pero nuestras actividades suponen un costo oculto, en la forma de riesgos que tarde o temprano se manifiestan. Y no son sólo las pandemias. Nuestra recién inventada capacidad de compartir información a través de las fronteras hace posible la difusión de ideas peligrosas (falsedades, ideologías monstruosas, odio) en menos tiempo que cualquier enfermedad.
Los desafíos de un mundo interconectado exigen nuevos planteos éticos, nuevos modos de comprender la situación en la que estamos y coordinar una respuesta. La ética suele verse como una cuestión individual: ¿qué debería hacer yo? Sin embargo, a veces damos un paso atrás para tener una perspectiva más amplia y pensamos en las obligaciones de sociedades y países. Y en los últimos siglos, hemos comenzado a adoptar una perspectiva global: nos preguntamos, ante un problema acuciante, qué respuesta debería darle el mundo.
Estas perspectivas nuevas son necesarias en un mundo cambiante. Antes de que existiera la civilización, casi no tenía sentido pensar en responsabilidades más allá de nuestros vínculos inmediatos. Fue con el avance de la unificación, al encontrar los primeros problemas realmente globales, que comenzamos a pensar en nuestras obligaciones colectivas hacia el planeta y hacia nosotros mismos.
Pero ahora tenemos que dar el siguiente paso. El aumento de la interconexión fue acompañado por grandes cambios en el alcance de nuestras acciones. Con la llegada de las armas nucleares, el creciente poder de la humanidad sobre la naturaleza llegó a un punto en que somos capaces de destruirnos. Hemos entrado a un mundo en el que podemos poner en riesgo no sólo a todas las personas del presente, sino a las que vendrán después y todo lo que sean capaces de lograr; donde podemos defraudar no sólo la confianza de nuestros contemporáneos, sino de las diez mil generaciones que nos precedieron.
Cuanto más crece nuestro poder, más crecen los riesgos: desde el cambio climático extremo, hasta nuevas biotecnologías que harán posibles pandemias de diseño con un grado de letalidad y transmisibilidad superior a cualquier cosa que la naturaleza haya creado. Esos peligros que ponen en duda el futuro entero (a través de nuestra extinción o de un colapso irreversible de la civilización) son los llamados riesgos existenciales. La respuesta que les demos determinará el destino de nuestra especie.
Para estar a la altura de este desafío necesitamos una reorientación radical de nuestro modo de pensar; tenemos que ver esta generación como una pequeña parte de un todo mucho más grande, de un relato que atraviesa los eones. Tenemos que adoptar no sólo una perspectiva global, que incluya a todas las personas del presente, sino la perspectiva de la humanidad misma: los cien mil millones de personas que nos precedieron, los casi ocho mil millones actuales y las incontables generaciones por venir. Mirando a través de este lente ético podremos ver mejor el papel crucial que nos toca en el relato general de nuestra especie.
Pero este planteo puede parecer extraño, ya que la humanidad no es un actor coherente. Tenemos profundos desacuerdos respecto de lo que hay que hacer, y competimos todo el tiempo; nos cuesta obrar en concierto incluso cuando es una necesidad evidente. Pero esto se aplica a cualquier entidad colectiva, y no por eso dejamos de hablar de los intereses de una empresa o de las prioridades de un país. No se trata de negar las diferencias y las fuentes de fricción entre agentes humanos, sino de preguntarnos qué podemos lograr actuando juntos y qué responsabilidades colectivas tenemos. two doses of ivermectin once every two weeks for horse
Imaginemos que toda la humanidad fuera una sola vida humana. La especie típica sobrevive alrededor de un millón de años; la humanidad apenas lleva unos doscientos mil, o sea que estamos en nuestra adolescencia. La comparación parece bastante acertada; porque igual que un adolescente, experimentamos un veloz desarrollo de nuestra fuerza, y de nuestra capacidad para meternos en problemas. Estamos casi listos para salir al mundo y explorar el potencial asombroso que nos guarda el futuro. Pero podemos ser impulsivos e imprudentes en relación con los riesgos: nos quedamos con el beneficio inmediato sin pensar en el costo a largo plazo. ivermectina 6mg para ces bula
En el nivel de las sociedades, estas tensiones las resolvemos dando a los jóvenes espacio suficiente para crecer y desarrollarse, mientras los alejamos de peligros que todavía no comprenden. Las libertades de la edad adulta se las entregamos de a poco, con la esperanza de haberles dado tiempo y guía suficientes para que tomen decisiones sabias y prudentes, y reconozcan que la libertad implica responsabilidad. Por desgracia, la humanidad no tiene la fortuna de contar con un tutor que se ocupe de ella. Estamos solos, y vamos a tener que madurar rápido.
Que la humanidad sobreviva este período crítico depende en última instancia de nosotros. ivermectin use in india Como los mayores riesgos no proceden de la naturaleza, sino de nuestras acciones, todavía está en nosotros retroceder del borde del abismo. Podemos adoptar una actitud más madura en relación con nuestra creciente interconexión y el progreso tecnológico y renunciar a una parte de los beneficios que conllevan, para protegernos de los riesgos asociados. Dar un paso atrás de vez en cuando para adoptar la perspectiva de la humanidad nos permitirá ver con más claridad la situación en la que estamos y nos dará la visión que necesitamos como guía.
Toby Ord, investigador superior en filosofía en la Universidad de Oxford, es autor de The Precipice: Existential Risk and the Future of Humanity (Bloomsbury Publishing, 2020).