Es posible que la democracia sea "la peor forma de gobierno, a excepción de todas las otras que se han ensayado de tanto en tanto", según la conocida expresión de Winston Churchill, pero esto no significa que la democracia sea lo suficientemente buena. Los electores así lo entienden, y por eso están indignados.
De acuerdo a la última Encuesta Pew de Actitudes Globales, un promedio de 51% de ciudadanos en los 27 países del sondeo afirma estar descontento con la democracia, mientras que el 45% está satisfecho. Si ese 51% no parece alto, entonces vale la pena destacar que en Gran Bretaña la cifra es de 55%, y de 56% en Japón, 58% en Estados Unidos, 60% en Nigeria, 63% en Argentina, 64% en Sudáfrica, 70% en Italia, 81% en España, 83% en Brasil, y 85% en México.
Ello no debería sorprender. En los últimos 250 años, casi todos los empeños humanos han experimentado profundos cambios –excepto la democracia–. Votamos cada cuatro años, más o menos, por candidatos sobre quienes no sabemos mucho, y lo hacemos en persona, por lo general con lápiz y papel. Este proceso lo conducen los partidos políticos, que a su vez suelen no ser plenamente democráticos.
Elegimos grupos de personas conocidas como parlamentarios, quienes se reúnen en ornamentadas salas y, siguiendo reglas arcanas, discuten largo y tendido y con gran teatralidad acerca de temas que conocen solamente de manera superficial. Emiten muchas chispas que rara vez iluminan. Innumerables problemas sociales y económicos siguen sin resolverse. Cuatro o cinco años después, el ciclo comienza una vez más.
Desde que la democracia comenzó a echar raíces en los países occidentales luego de las revoluciones estadounidense y francesa, sus innovaciones han sido escasas y aisladas. ¿Consulta o participación ciudadana directa, como en la antigua Atenas? En realidad, no. ¿Participación sistemática de expertos en discusiones altamente complejas y técnicas? Rara vez. ¿Uso intensivo de la tecnología para facilitar y hacer más expeditos los procesos? No, gracias. No es de extrañar, entonces, que la juventud de hoy, criada en la cultura de la era digital con su inmediatez y resultados instantáneos, se muestre escéptica frente a la democracia representativa.
La lista de reformas imaginables a la práctica de la democracia es tan larga como desafiante. Algunos de los cambios necesarios, como disminuir el peso del dinero en las campañas, son obvios. Otros se inclinan hacia lo intrépido. Los referendos son inadecuados para asuntos complejos que no se prestan a una respuesta sí o no (pensemos en el Brexit), pero, ¿no podríamos movernos hacia una democracia más directa a nivel local, donde los votantes están bien informados de los temas en cuestión, como construir un parque aquí, desviar un camino allá?
Tal vez podríamos emplear la tecnología para pasar de votar cada cuatro años con poca información, a votar más seguido con mejor información. O podríamos combatir la falta de interés y la baja participación ciudadana si hiciéramos que los votos fueran transables, no por dinero sino por otros votos, de modo que una persona pudiera votar dos veces el próximo mes en ese referendo que realmente le importa. Otra alternativa sería que los votos fueran almacenables, lo que permitiría a los electores votar más de una vez en las elecciones que les resultan de especial interés.
Las reglas de la democracia importan, pero los políticos elegidos son de igual importancia, y ellos también están plenamente desacreditados. En la misma encuesta Pew, un promedio del 54% de los participantes dijo que los políticos de su país eran corruptos, y tan solo el 35% afirmó que a los funcionarios elegidos les importa lo que piensa la gente común y corriente.
Algunos de esos políticos están desacreditados porque sus pecados han sido demasiado evidentes. Como lo expresó Fernando Henrique Cardoso de Brasil en 2018, "De los cuatro presidentes elegidos después de que entrara en vigencia la constitución de 1988, dos fueron sometidos a juicio político, uno está en la cárcel por corrupción, y el otro soy yo". No sorprende entonces que algunos brasileños digan sentir nostalgia por la represiva dictadura militar de su país. Esos mismos brasileños votaron por elegir presidente a Jair Bolsonaro, un populista que ha insultado a las mujeres, a los afrobrasileños y a los gays.
Pero el problema va más allá de solo unos pocos elementos malos. En su famoso ensayo "La política como vocación", Max Weber advirtió que un riesgo clave para la democracia moderna era el surgimiento de una clase política, desconectada de los votantes. Esta clase en efecto ha surgido, y ahora los electores se están levantando en su contra.
Los partidos políticos son un buen ejemplo. En algún momento tuvieron raíces en la sociedad: los conservadores estaban ligados a diversas iglesias, clubes de barrio y asociaciones comerciales, mientras que los partidos socialistas tenían su base en los sindicatos y en lo que antes se llamaba el proletariado industrial. En la actualidad, dichas instituciones son menos y más débiles, al igual que los partidos políticos. Un politólogo ha dicho que los partidos de hoy son "hidropónicos" –flotan en la sociedad sin tener raíces en ella–.
Por todo lo anterior, hoy los partidos convencionales tienden a ser liderados por profesionales adinerados, provenientes de universidades ilustres o de empresas exitosas, cuyos fundadores han adquirido la estabilidad financiera necesaria para poder dedicarse a la política. El potencial para una desconexión fundamental con los votantes es enorme.
Y la arrogancia de esa clase política no ha ayudado: recordemos a Hillary Clinton describiendo a los partidarios de Trump como "una tropa de deplorables". El dicho común es que los ciudadanos votan por el político con quien les gustaría tomarse una cerveza. Sin embargo, en lugar de compartir un trago con el votante promedio, los líderes políticos pasan demasiado tiempo con otras personas como ellos: banqueros, empresarios, importantes funcionarios públicos y académicos de alto nivel. Para determinar qué políticos pueden tener éxito hoy, Yascha Mounk propone una "prueba de la cerveza al revés": no es que los votantes prefieran al candidato con el que se tomarían una cerveza, sino que prefieren al que se tomaría una cerveza con ellos. Demasiados políticos democráticos fracasan en este test.
El voto antiestablishment ha sido la tendencia en muchas elecciones recientes. La furia contra los políticos tradicionales se tradujo en el fracaso de Germán Vargas Lleras y de Geraldo Alckmin, los candidatos "seguros" del establishment, en las elecciones de 2018 en Colombia y Brasil.
Los dos contaban con el apoyo de los sectores empresariales y de los medios de comunicación tradicionales en sus respectivos países, y los dos obtuvieron resultados desastrosos en la primera vuelta de la elección. La indignación con el establishment también condenó a la campaña de Hillary Clinton y produjo el actual gobierno populista de Italia. Y también podría ser causa del lamentable desempeño en las primarias que ha tenido hasta ahora Joe Biden, el candidato del establishment par excellence.
Y, desde luego, el ambiente híper cargado de las redes sociales, con sus cámaras de resonancia, hace que el trabajo de los populistas antiestablishment sea mucho más fácil. ¿Se quiere desacreditar a un candidato en cinco minutos? Basta subir su fotografía viajando en la primera clase de un avión o en el asiento de atrás de una limusina negra. La foto se retransmitirá miles de veces con múltiples comentarios, ninguno de los cuales será positivo.
El mensaje está claro: el descontento con la democracia es el perfecto caldo de cultivo para los populistas autoritarios. Los hombres fuertes, reales o en potencia, tienen poco interés en reformar la democracia. Los demócratas liberales sí lo tienen. Ellos son quienes deberían encabezar la acción.
Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y ex Ministro de Hacienda de Chile, es Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science.