La anunciada llegada de los robots ya sucedió. La pandemia de COVID‑19 está acelerando la difusión de la inteligencia artificial (IA), pero pocos han hecho un análisis completo de las consecuencias a corto y largo plazo.
Al pensar en la Inteligencia Artificial, es natural tomar como punto de partida la economía del bienestar (productividad y distribución). ¿Cuáles son los efectos económicos de la presencia de robots capaces de replicar la labor humana? No son preocupaciones nuevas; en el siglo XIX, muchos temían que las innovaciones mecánicas e industriales «reemplazaran» a los trabajadores, y hoy se repiten las mismas inquietudes.
Imaginemos por ejemplo un modelo de economía nacional en el que robots y seres humanos hacen la misma clase de trabajo. El volumen total de mano de obra (robótica y humana) dependerá de la cantidad de trabajadores humanos, H, más la cantidad de robots, R. En este caso, los robots son aditivos: suman a la fuerza laboral, en vez de multiplicar la productividad humana. Para completar el modelo en la forma más sencilla, supongamos que la economía tiene un único sector, y que la producción agregada surge de la combinación del capital y del total de la mano de obra, humana y robótica. Una parte de lo producido se consume y el resto se destina a la inversión, que incrementa el stock de capital.
¿Cuál es el impacto económico inicial de la introducción de los robots aditivos? Un poco de economía elemental muestra que un aumento de la oferta total de mano de obra en relación con el capital inicial (una caída del cociente capital/mano de obra) producirá disminución de los salarios y aumento de las ganancias empresariales.
A esto hay que añadir tres elementos. En primer lugar, el efecto será mayor si los robots aditivos se crean con bienes de capital readaptados. Eso provocará el mismo aumento de la oferta total de mano de obra (con una reducción proporcional del stock de capital), pero la caída de los salarios y el aumento de la tasa de ganancias serán mayores.
En segundo lugar, no cambia nada si usamos el modelo bisectorial de la Escuela Austríaca, donde la mano de obra produce el bien de capital y el bien de capital produce el bien de consumo. La introducción de robots todavía disminuirá la relación capital/mano de obra, lo mismo que en el caso unisectorial.
En tercer lugar, la introducción de robots aditivos muestra una asombrosa semejanza con la inmigración en cuanto a impacto sobre los trabajadores nativos. Al presionar a la baja sobre el cociente capital/mano de obra, al principio los inmigrantes también provocan caída de los salarios y aumento de las ganancias empresariales. Pero hay que señalar que al aumentar la tasa de ganancias, lo mismo ocurrirá con la tasa de inversión. Por la ley de rendimientos decrecientes, esa inversión adicional presionará a la baja sobre la tasa de ganancias hasta llevarla otra vez a la normalidad. En este punto, el cociente capital/mano de obra estará igual que antes de los robots y los salarios volverán a subir.
Aunque es común dar por sentado que la «robotización» (y la automatización en general) provocarán una desaparición permanente de empleos, y con ella una «pauperización» de la clase trabajadora, son temores exagerados. Los dos modelos descritos antes no tienen en cuenta el progreso tecnológico habitual (que trae consigo aumento de la productividad y de los salarios), de modo que es razonable presuponer que la economía global sostendrá cierto nivel de crecimiento de la productividad laboral y del salario per cápita.
Es verdad que un proceso sostenido de robotización situará los salarios en una trayectoria inferior respecto de la que hubieran seguido sin los robots, con los consiguientes problemas sociales y políticos. Tal vez sea deseable, como propuso en cierta ocasión Bill Gates, gravar los ingresos derivados del trabajo de los robots, lo mismo que se gravan los del trabajo humano. Esta idea merece un estudio atento. Pero el temor a una robotización prolongada no parece realista. Si el incremento de la mano de obra robótica nunca se detuviera, en algún momento chocaría con límites de espacio, atmosféricos, etcétera.
Además, la IA no sólo creó robots «aditivos», sino también robots «multiplicativos» que aumentan la productividad de los trabajadores. Algunos permiten a las personas trabajar con mayor velocidad o eficacia (por ejemplo en la cirugía asistida por IA) y otros las habilitan a realizar tareas que de otro modo estarían fuera de su alcance.
La introducción de robots multiplicativos no tiene por qué provocar una recesión prolongada del empleo agregado y de los salarios. Pero igual que los aditivos, los robots multiplicativos también tienen sus «contras». Muchas aplicaciones de IA no son del todo seguras. El ejemplo obvio son los autos sin conductor, que pueden generar (y ya lo han hecho) accidentes con peatones o con otros autos (aunque lo mismo puede ocurrir con conductores humanos).
En principio, no está mal que una sociedad emplee robots que puedan cometer errores ocasionales, así como toleramos que los pilotos de avión no sean perfectos. Hay que evaluar costos y beneficios. Por motivos de eficiencia, es necesario que los dueños de los robots tengan responsabilidad civil por eventuales daños que provoquen. Es inevitable que las sociedades no se sientan cómodas con innovaciones que introducen «incertidumbre».
Desde un punto de vista ético, la interfaz con la IA supone cuestiones de información «imperfecta» y «asimétrica». Como dice Wendy Hall, de la Universidad de Southampton, basándose en el trabajo de Nicholas Beale: «No podemos esperar que los sistemas de IA actúen en forma ética sólo porque sus objetivos parecen éticamente neutrales».
De hecho, algunos dispositivos nuevos pueden ser muy dañinos. Por ejemplo, los chips implantables para la mejora cognitiva pueden causar daño irreversible al tejido cerebral. De modo que la cuestión es si es posible instituir leyes y procedimientos que protejan a las personas contra un grado razonable de daño. En su defecto, es opinión de muchos que las empresas de Silicon Valley deberían crear «comités de ética» propios.
Todo esto me recuerda las críticas que siempre se han lanzado contra las innovaciones en la historia del capitalismo de libre mercado. Una de esas críticas, el libro Gemeinschaft und Gesellschaft del sociólogo Ferdinand Tönnies, llegó a ser influyente en la Alemania de los años veinte y condujo durante el período de entreguerras al surgimiento, primero allí y luego en Italia, del «corporativismo», que puso fin a la economía de mercado en esos países.
Es evidente que la respuesta que demos a los problemas que plantea la IA será muy importante. Pero todavía esos problemas no son un fenómeno generalizado, y no son la causa principal de la insatisfacción (y de la consiguiente polarización) en las que se debate Occidente.
Edmund S. Phelps, Premio Nobel 2006 en Economía, es el director del Centro sobre Capitalismo y Sociedad de la Universidad de Columbia, autor de Mass Flourishing y coautor de Dynamism.
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