Aguibou (22 años) (Guinea-Conakry) llega al patio de comidas de la Stazione Tiburtina, en Roma, a la hora exacta de la cita.
Va vestido con jeans, remera, zapatillas y campera. Es de piel muy oscura, aunque no de un negro tan absoluto como la de Bilal. Habla italiano con un acento extranjero que no distingo, pero lo habla rapidísimo, sin pausa entre una palabra otra, sin comas, casi sin detenerse al final de una oración.
No le faltan las palabras, ni tiene dificultad para expresarse. Todo en él exuda seguridad: la manera en que se mueve, en que responde a las preguntas, en que me mira directo a los ojos cuando no entiendo algo y vuelvo a preguntar. Esa seguridad, su aplomo, me dejarán atónita muchas veces, no sólo mientras conversamos sino también semanas mas tarde, cuando escuche la grabación e intente transmitir en la escritura el sorprendente contraste entre los hechos que narra y el tono, aparentemente desapegado, con que lo hace. Tampoco logro descifrar emociones en su rostro, salvo cuando sonríe. Y la risa es algo que Aguibou no escatima: en los momentos menos pensados, ríe de un modo alegre y espontáneo. Su risa, casi infantil, sus dientes pequeños, blanquísimos, le iluminan el rostro y lo convierten en el adolescente que, en tantos sentidos, todavía es. En el adolescente que podría haber sido si, por obra de ese azar que gobierna nuestras vidas, no hubiera nacido en el lugar y en el tiempo en los que nació: la aldea de Kouroubala, en Guinea-Conakri, en la última década del siglo XX.
-¿Cuántos años tenías cuando dejaste tu país? –le pregunto.
Aguibou levanta los hombros.
-No sé -dice.
Se queda callado y me mira atentamente.
-¿Cómo que no sabes? –digo.
Él sonríe.
-Yo no sé cuándo nací. Nunca tuve documentos. Aquí, en Italia, cuando llegué, me dijeron que debía tener más o menos diecisiete. Lo dijo el doctor que me examinó. Pero en realidad yo no lo sé.
-¿Y cuánto hace que estás acá?
-Cinco años.
-De manera que ahora debes tener más o menos veintidós -dije. -¿Sabes en qué año te fuiste de tu país?
Aguibou saca cuentas antes de responder.
-Creo que en 2009 -dice.
-Entonces tenías más o menos catorce años cuando te fuiste. –digo. -¿Cómo fue que siendo tan pequeño decidiste dejar tu país, Aguibou?
Él dice todo lo que sigue sin parar, sin detenerse a pensar, sin que yo le haga ninguna otra pregunta.
-En Guinea los militares salen con fusiles y le disparan a la gente como a animales. Eso me molestaba mucho. No debería ser así entre seres humanos. A mis padres los mataron en el mercado. Trabajaban cultivando en el pueblo y llevaban a vender sus productos a la ciudad. Y allá los mataron a todos. Yo era muy pequeño y llevé el dolor encima mucho tiempo. Soñaba con irme a otro país pero no podía pasar porque había rebeldes por todas partes. Agarraban a los niños, les daban un fusil y les enseñaban a disparar. A mí también me agarraron. Y me decían: "Quédate con nosotros, tendrás un futuro mejor si trabajas con nosotros". Pero yo sabía qué era lo que hacían. Y odio las cosas así. Entonces les dije: "Yo no disparo". Y ellos me pegaban. Así que una noche salí a orinar y me escapé. No había calles. No sabía por dónde ir. ¿Sabes qué me hubieran hecho si me agarraban? Me habrían matado porque, si escapas, para ellos eres un traidor. Pero no me encontraron. Un señor con un caballo me preguntó: "¿A dónde vas?" "No sé," le dije. "Sube," dijo. Y me llevó a la capital. Pero allí también disparaban a la gente. Es un país lleno de guerra. Todos tienen fusiles: los rebeldes y los militares. Van a los pueblos y roban y disparan a la gente. Un día cien personas, otro día doscientas personas, trescientas personas, cuatrocientas personas. Cada uno hace lo que le parece. Yo nunca disparé. Odiaba África. Si tuviera la posibilidad de cancelar mi origen lo haría para no decir que soy africano. Yo era pequeño, pero me vino a la cabeza que no quería estar en medio de eso. Y escapé. Mientras huía vi centenares de personas muertas. Muertos como ríos de agua. No es justo. Esta es la única vida que tenemos y es muy breve. Un día nos morimos. Yo quería que me dejaran vivir mi vida. No quería morir antes de tiempo.
Aguibou sonríe. De pronto, no es más el adulto que habla impasible sobre su pasado, sino un niño que acaba de hacer una travesura.
-¿A dónde te fuiste cuando decidiste dejar Guinea? -digo.
-Primero fui a Sierra Leone. En la frontera tuve que retroceder porque no se podía pasar. Lo mismo pasó en la frontera con Liberia. Yo estaba solo. Durante todos esos años estuve solo. Siempre solo -subraya. -Luego estuve en Mali, estuve en Argelia, estuve en Libia, estuve en Malta, estuve en España, estuve en Francia. Y luego llegué a Italia.
Aguibou separa las manos con las palmas hacía arriba, como si ese fuera el final de la historia. Como si ya todo estuviera dicho y no tuviera nada más que contar.
-¿Cómo fuiste de un país a otro?
-A pie. Toda la parte del desierto en África la hice a pie, con otra gente que no conocía. En Mali me dispararon en una pierna. No te imaginas lo que es atravesar el desierto. Mamma mia. Los últimos días daba un paso, dos pasos, y me caía sobre la tierra. Mientras caminas piensas que caminas hacia la muerte. Lloraba todos los días. No sabía en qué país estaba. Te cruzas con cadáveres. Te cruzas con tuaregs que viven en el desierto. Les preguntas hacia dónde ir y ellos hacen así con la mano y tú sigues en esa dirección y llegas a un país, Argelia, luego llegas a otro país, Libia... Y así. ¿A quién le importa si te equivocas? Odié estar en África. No quería ver africanos. Ni siquiera quería escuchar el nombre de África. Después estuvimos cinco días en el mar hasta que se rompió la barca. Era una barca muy pequeña. Se llenó de agua. Yo sólo tenía la cabeza afuera. Faltaba poco para morirnos. Si no hubieran venido los malteses nos habríamos muerto. Venía una ola después de otra. Nos hundíamos y volvíamos a salir. La última vez, un señor me agarró la mano. Si no, no estaría aquí.
Aguibou estalla en una risa alegre.
-¿Cuentas todo eso y te ríes? -digo.
-Y, sí -dice, y levanta los hombros. -¡Ya pasó!
-¡Tenías apenas catorce años! -digo.
-¡No! -dice él. Es un "no" rotundo. -Ahí ya tenía catorce años y medio. Era un poco mayor.
Le pregunto:
-¿Cómo hiciste para irte en la barca?
-En Libia, trabajaba con un señor. Lo ayudaba a sacar los yuyos de su huerta. Dormía con otros chicos adentro de una casa rota. Cuando salía para ir a la huerta, la gente me pegaba.
-¿Por qué te pegaban? –lo interrumpo.
-Porque no querían que yo estuviera ahí. Cuando pasaba, me tiraban piedras o me escupían. Venían cuatro o cinco personas y me pegaban, incluso delante de los policías. A los libios no les gustan los negros. Y ese señor que me daba pan y me compraba para comer, me dijo: "Aguibou, yo nací en este país, pero este país no es para ti. Voy a encontrar una forma de que te vayas." Entonces habló con los mafiosos que traen gente a Europa sin documentos. Los mafiosos juntan personas y las meten en una barca pero nadie sabe cuánto ha pagado el otro: yo no sé cuánto has pagado tú, tú no sabes cuánto ha pagado ella, ella no sabe cuánto he pagado yo. Y te echan adentro de la barca. Yo tenía trescientos dólares que me había dado mi patrón y se los volví a dar para que les pagara, pero él tuvo que agregar más. Era toda la plata que yo tenía. La barca se rompió al tercer día en el mar. Se llenó de agua. Nos cansamos de sacar agua y nos sentamos a esperar la muerte. Nos estábamos hundiendo lentamente. Lentamente. Y entonces apareció un helicóptero allí arriba y comunicó que estábamos en medio del mar. Y después vinieron de Malta con una nave pequeña y nos rescataron a todos con una cuerda.
-¿De ahí viniste a Italia?
-No. De ahí nos llevaron a Malta. Cuando llegamos nos encerraron por dos años. Nunca estuve afuera.
-¿En una cárcel?
-Sí, era como una cárcel. Hay muchas carpas con un muro alto alrededor con alambre espinoso arriba. Los militares hacen turnos y te vigilan. Cuando ellos rescatan a las personas en el mar y las llevan a su país, las reglas son así. Las encierran por dos años y luego las dejan salir, pero no te dan un documento.
Aguibou vuelve a reír.
-¿Y qué sentido tiene todo eso? -pregunto.
-¡Nadie lo sabe! Cuando te sueltan, te dicen que puedes caminar por donde quieras pero que no puedes salir de Malta. Te dicen: "Si intentas irte y te agarramos, te mandamos de regreso a tu país." Malta es una isla. No puedes irte a ninguna parte. Si encuentras trabajo puedes trabajar. Así que trabajé un poco y gané un poco de dinero y cuando tuve suficiente hablé con unas personas y me dieron el documento de otra persona. Y pude salir de Malta. Miraron la foto del pasaporte y me miraron a mí, pero no se dieron cuenta de que no era yo. Tenía tanto miedo que me estaba orinando encima. Fui a Barcelona en avión y allí tuve que devolver el documento. Yo no hablaba español. ¿Sabes cuánta plata tenía en el bolsillo? Ciento cinco euros. No conocía a nadie. Lloraba todos los días. No comía. Dormía en la calle. Entonces decidí ir a Francia y fui a la boletería y le dije a una señora que quería un pasaje para Francia. Ella me pidió el documento. Le dije que no tenía y ella me dijo: "¿Cómo te vendo un pasaje si no tienes documento? Si te vendo el pasaje, en la frontera no te dejan pasar." Y me puse de nuevo a llorar. ¿Entiendes?
Antes de que pueda responderle, Aguibou se ríe.
-¡Te ríes! -vuelvo a decir yo, y también río. -¡Es increíble que te rías!
-Ahora estoy sentado aquí -dice, y señala la mesa donde estamos. -Entonces vi a un señor que hablaba francés y le expliqué lo que pasaba y él me compró el pasaje. "A las cuatro de la tarde viene un autobús blanco que va a Marsella. Súbete a ese autobús," dijo. Así que a las cuatro subí al autobús. Todos los pasajeros tenían sombreros. En la frontera de España tuvimos que bajar, pero no nos pidieron el documento. Llevaban unas armas enormes. En la frontera francesa de nuevo tuvimos que bajar, pero nadie me pidió el documento. Al fin llegué a Marsella y allí me senté como en Barcelona. No sabía a dónde ir. Un señor italiano que hablaba árabe, francés, español e inglés me empezó a hablar y a hacerme muchas preguntas. Al principio yo no quería hablar porque tenía miedo. Pero él se quedó sentado al lado mío y me preguntaba. "¿Cómo te llamas? ¿Por qué viniste aquí?” “No sé”, le decía yo. “Donde voy encuentro dificultad. Quiero encontrar un lugar donde me sienta fácil. Soy demasiado pequeño para vivir así. ¿Cómo hago para crecer?”, le pregunté. “No es justo que a esta edad me sienta tan solo.” Entonces hablamos y hablamos. Y él me dijo: “Yo soy italiano y dentro de un rato me voy a Italia. Soy de Génova. Ven conmigo.” “¿Por qué voy a ir contigo?” dije. Entonces él se levantó y fue a comprar un pan y agua y un poco de jugo de fruta y me los trajo. Dijo: “Yo voy a Génova, pero tú tienes que ir a Roma. Allí encontrarás muchas posibilidades de ayuda para personas que se han escapado de su país. Subamos juntos a este autobús. Cuando llegues a Roma los caribinieri te van a ayudar.” ¿Y sabes a que parte de Roma llegué?
Aguibou señala un andén cercano.
-¿No viste más a ese señor?
-No. Él no me dio su número y yo no se lo pedí. ¿Sabes cuánta plata tenía cuando llegue aquí? Cincuenta centavos. Quería ir a la Stazione Termini porque él me había dicho que ahí había mucha gente de mi color, pero con cincuenta centavos no me alcanzaba así que me acerqué a un hombre negro, pero no hablaba mi idioma. De todas maneras me dio cinco euros y me compró el billete de metro. Al fin llegue a Termini. Dormí sentado en la estación. Al día siguiente vi personas que hacían fila y les daban comida. Me acerqué despacito. Era la fila para comer en Caritas y me dieron de comer. Al tercer día un chico me preguntó si tenía documento y me mostró la escuela de Via Giolitti. Fui y me quedé dormido delante de la puerta. Cuando me desperté vi dos policías. Quería escapar. “No, no, no. Ya no debes escapar más. Nosotros estamos acá para ayudar,” me dijeron. Me llevaron al médico y luego me llevaron a un centro de menores y me dieron un lugar donde dormir. Después de todos esos años, de todos esos viajes, me sentía raro. Pensaba que estaba soñando. Pensaba que ya estaba muerto. Pero ahora estoy aquí. Esa es mi historia.
Aguibou obtuvo un documento humanitario como refugiado. Estuvo en el centro de menores hasta que cumplió 18 años. Según la ley italiana, al llegar a la mayoría de edad debía dejar ese centro y pasar a vivir en un SPRAR. Sin embargo, el camino de Aguibou fue distinto. Un sábado, una de las trabajadoras sociales del centro lo llevó a conocer a unos parientes en las afueras de Roma y ellos empezaron a ir a buscarlo todos los fines de semana. El día que cumplió 18 le dijeron que agarrara todas sus cosas. Desde entonces vive con ellos.
Ha viajado con esa pareja y con sus tres niños pequeños a Alemania, Austria, Dinamarca y Finlandia. En su país no había ido nunca a la escuela y ahora cursa por las tardes los últimos años de la secundaria. Durante el día trabaja en una oficina haciendo mantenimiento de equipos.
-¿Tienes amigos? –le pregunto.
-No muchos. Pero ahora tengo otra amiga -dice, y me señala. -La vida es así. Está la muerte. Está la vida. Es triste. Es feliz.
-Eres muy valiente -digo.
Aguibou ríe.
-No sé –dice, muy serio.
-¿Qué te gustaría decirle a la gente de mi país? –pregunto.
Él piensa un momento antes de responder.
-Me gustaría decirles que si hay tantas personas que se van de sus países no es porque quieran hacerlo. No se van por su voluntad. Se van con miedo a morir. Las personas que se van no piden ayuda material. Sólo piden ayuda para despertar tranquilas cada mañana. Piden ayuda para alejarse del miedo.
-¿Cómo imaginas tu vida en el futuro? –pregunto.
-A veces tengo miedo –dice Aguibou. -Otras veces no. Todo lo que he dejado atrás… Todo lo que tengo por delante…