“Hoy mentís, mañana robás y pasado matás”. Marta lo asegura con naturalidad. Dice que es progresivo, que el juego se va apoderando de la persona hasta pararla sobre el límite de lo trágico e irreversible.
La de Marta pudo ser una tragedia. Fue un día de semana a las ocho de la noche. Llevaba 10 horas de juego en el bingo Congreso de Belgrano. Llevaba 2 años jugando 10 horas por día. Había mentido para que ni su marido, un empresario, ni sus hijos, en aquel momento de 8 y 14 años, supieran que se pasaba el día jugando cartones de bingo. También había robado dólares de una caja fuerte familiar que tenían en un banco, más o menos lo que sale un departamento.
Esa noche, luego de esas 10 horas habituales de juego, sintió que el bolillero giraba en su cabeza. “Empecé a gritar números. El bolillero giraba y yo cantaba los números que iban saliendo. No podía dejar de hacerlo. Salí a la calle, me agarré la cabeza, me la sacudí, pero no podía hacer que el bolillero parara”.
Marta iba de un lado a otro gritando números. Estalló su cabeza contra una pared. La llevaron en ambulancia a un hospital, la sedaron y le curaron la herida en la cabeza. Al médico le mintió, le dijo que se había caído.
Fue la última vez que mintió para ocultar que era jugadora compulsiva y la última vez que jugó. El auxilio lo encontró en un grupo de jugadores anónimos al que nunca dejó de ir: “Llevo 16 años, ocho meses y tres días sin jugar”.
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Las apuestas en los juegos de azar tienen miles de años. Hay dados primitivos hechos de huesos de ovejas del año 3500 A.C. El Imperio Romano llegó a decretar que los niños debían aprender el arte de las apuestas. Sin embargo, el deseo desenfrenado de jugar fue considerado patológico por la Asociación de Psiquiatría Americana recién en 1980. Y la Organización Mundial de la Salud lo incluyó dentro de los trastornos de los hábitos y del control de los impulsos 12 años después, en 1992.
“Es una enfermedad”, afirma la psicóloga Norma Yegro. Desde 2005 y después de una década trabajando en centros de adicciones, se ocupa de ayudar a los ludópatas. Es la coordinadora del Centro provincial de Prevención y Atención al Jugador Compulsivo de Avellaneda. “Es una enfermedad psíquica, una adicción comportamental. La compulsión no es por consumir una sustancia sino por la necesidad irrefrenable de jugar”, amplía Norma y cuenta que actualmente tiene 60 pacientes en recuperación.
Subraya “en recuperación”. Y después explicará que el alta puede llevar entre un año y dos. Nunca hablará de cura: “Frenamos la compulsión, pero cada paciente debe seguir una terapia individual para elaborar lo que está por debajo del juego y hace que exista una situación latente”.
Norma dice que es feliz en el trabajo. Cuando un paciente logra el alta, organiza un festejo. Van otros jugadores que participan de los grupos de terapia y familiares. Meriendan. Se abrazan mucho. A veces lloran. Con varios sigue en contacto. Algunos la visitan, buscan afecto.
“La compulsión al juego tapa una angustia. Vienen personas que no superaron la muerte de un familiar, veteranos de Malvinas, echados del 2001, abuelos solos o gente que simplemente no encontró cómo reemplazar su deseo de jugar al fútbol. Angustiados”. Dice eso, pero aclara que no todas las personas tapan la angustia con una compulsión. “No a todos nos pasa”. Piensa unos segundos y señala: no todos se animan a hablar de lo que lo angustia y tampoco todos tienen alguien con quien hablar. Y expone que uno de los primeros síntomas del jugador compulsivo es jugar solo.
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Miguel tiene 74 años y hasta hace siete era vendedor de pintura. Trabajaba en la calle. Trabajaba solo. Salía temprano de su casa de Lomas del Mirador, partido de La Matanza, para levantar pedidos y cobrar lo que la empresa ya había entregado. Cuando los clientes lo hacían esperar, hacía tiempo en el bingo de Lanús. Jugaba a las máquinas tragamonedas. Jugaba solo.
Lo hizo entre 2008 y 2011, tres años vertiginosos en los que pasó de hacer tiempo en el bingo a estar de ocho de la mañana a seis de la tarde. Jugó sus ahorros, pidió prestado y terminó robando: usó el dinero que recaudaba para la empresa. “Llegaba a casa y no quería que me hablaran. Si me preguntaban algo, encontraba una excusa para irme a caminar solo. En el único lugar donde estaba bien era frente a las maquinitas. Me sentía Rockefeller, pero no tenía un mango”.
Miguel entró en tratamiento en un centro para ludópatas en 2011. Tuvo miedo de que su familia, su mujer y sus dos hijas, lo dejaran. En 2013 le dieron el alta y aunque se anima a decir que se considera curado, tiene un hábito que lo hace sentir seguro. Cuando cobra la jubilación, hace compras o paga impuestos, le rinde cuentas a su mujer. Casi no maneja plata.
“Estoy alerta, pero curado. Siento que no tengo tiempo”, dice. A la mañana, lleva a su nieto de 3 años al jardín. Y al mediodía lo va a buscar. A la tarde lo cuida junto a su mujer. “Si tengo un rato libre, me pongo a planear el viaje a Salta. Voy a subir a un avión por primera vez”, anuncia y aunque dice que es un “llorón” (y que el día del alta se lloró “todo”) se muestra firme. La seguridad no es sólo patrimonio personal: “Nunca estoy solo”.
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En la ciudad de Buenos Aires hay dos salas de juego: el Hipódromo de Palermo y el casino de Puerto Madero. También, 1274 agencias de lotería.
En la provincia de Buenos Aires hay 11 casinos, 45 bingos, 4370 agencias de lotería y 90 agencias hípicas.
En todo el país hay 98.717 máquinas tragamonedas.
Hasta 2016, la Argentina ocupaba el noveno puesto entre los países con más tragamonedas del mundo, según un informe de The Gaming Technologies Association, institución que agrupa a fabricantes australianos de ese tipo de máquinas. Se ubica detrás de Japón, Estados Unidos, Italia, Alemania, España, Australia, Reino Unido y Canadá.
En la ciudad de Buenos Aires y los 40 municipios bonaerenses que conforman la región metropolitana, entre el 0,83 % y el 1,18 % de las personas padece ludopatía, según un relevamiento de la Universidad Di Tella hecho en mayo de 2015. Algo así como un jugador compulsivo cada 100 personas. Como en la región viven 15 millones de personas, cerca de 150 mil porteños y bonaerenses podrían estar atravesando problemas para dejar de apostar.
El informe concluye que la incidencia local puede ser considerada “moderada o baja” si se la compara con estudios hechos en otros países, donde la prevalencia va de un 0,2 % a un 7 %. Sin embargo, se expone que la incidencia argentina es alta si se la compara con la de Nueva York (0,5 %) o muy baja si se la confronta con la del estado de Florida (3,5 %).
Para asistir a los ludópatas, la provincia de Buenos Aires tiene 10 centros especializados, que entre 2005 y 2018 atendieron 7765 personas.
La ciudad de Buenos Aires no tiene centros especializados, pero deriva a los jugadores a los hospitales Rivadavia, Álvarez y Clínicas, a un centro de salud mental o a un centro del sindicato de los trabajadores del sector.
Jugadores Anónimos de Argentina tiene 70 grupos en por lo menos 15 provincias. Asiste a unas 700 personas.
Tanto la ciudad como la provincia de Buenos Aires tienen un 0800 para orientar a los jugadores y cuentan con un programa de autoexcluidos, un sistema por el cual los ludópatas pueden pedir que se les prohíba entrar a bingos y casinos: 1530 porteños y 1625 bonaerenses tienen vigente ese pedido. Los jugadores del resto del país también cuentan con los centros de asistencia que los institutos de lotería provinciales tienen a lo largo del todo el territorio nacional.
La red sanitaria es escasa si se contempla la posibilidad de que sólo en la región metropolitana podría haber 150 mil personas enfermas por el juego. La demanda latente es evidente: el año pasado, Loterías de la Provincia de Buenos Aires hizo una campaña publicitaria y de difusión en barrios y escuelas. Las llamadas al 0800 pasaron de 787 en 2016 a 1992 en 2017.
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Carlos Casasa tenía 19 años cuando empezó a trabajar en un casino de La Pampa. Ahora tiene 46 y es el gerente de operaciones del Hipódromo de Palermo, el lugar del país que más tragamonedas concentra: unas 4500.
En un día, recibe cerca de 10.000 jugadores. Unos 100 podrían ser jugadores compulsivos, siguiendo la prevalencia identificada por la Universidad Di Tella.
Carlos dice que los ve, que hay jugadores que pueden estar sentados 10 horas frente a una máquina. Y asegura que cuando ocurre eso, intentan cortarles el juego con conversaciones, sugiriendo que se vayan a descansar, que vuelvan mañana.
“Hay jugadores que se hacen pis encima por no dejar de jugar. No se dan cuenta o no quieren dejar la máquina”, asegura Carlos y jura que le pasó en todos los casinos en los que trabajó: La Pampa, Mendoza, Trelew y Puerto Madero.
El Hipódromo tiene, por turno, 40 empleados de seguridad y 70 auxiliares que recorren las máquinas tragamonedas. También 1200 cámaras. Esa estructura le sirve, entre otras cosas, para tratar de evitar que los autoexcluidos entren a la sala. Muchos jugadores piden que no los dejen entrar, firman los formularios de autoexclusión, acceden a que les saquen una foto y hacen el trámite ante un testigo y una persona de su confianza. “Pero muchos quieren volver a entrar. Se dejan la barba, se cortan el pelo, se ponen peluca. Se disfrazan”, cuenta Carlos.
A veces los frenan en el acceso, cuando los reconocen los empleados de seguridad, que todos los días deben memorizar desde una tablet las caras de los autoexcluidos. O los reconocen los de monitoreo de cámaras. Otra veces, logran entrar y juegan durante horas.
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En el Hipódromo de Palermo tienen un programa para prevenir la ludopatía. Distribuyen folletos sobre la enfermedad, pegan calcomanías sobre el tema y pasan videos que hablan del juego compulsivo en los televisores de las salas. Le llaman programa de Juego Responsable.
El mismo nombre le pusieron otros 20 casinos y bingos de la Cámara Argentina de Salas de Casinos y Bingos para acciones muy parecidas. Lotería de la Ciudad también define así su programa para prevenir la ludopatía. Lotería de la Provincia, en cambio, enmarca sus campañas bajo el nombre de programa de Prevención y Asistencia al Juego Compulsivo.
Javier, un jugador compulsivo que está en recuperación hace 7 años, considera que no puede jugar de manera responsable y cree que pedirle eso es como sugerirle a un alcohólico que tome un vaso de vino, pero que lo haga de manera responsable.
La obsesión de Javier era la quiniela. Jugaba a las 11 loterías del día. A 20 números por lotería. Hacía 200 apuestas por día. “Soy pastelero y trabajaba en dos panaderías. De los dos sueldos, uno y medio me lo jugaba. Recién el año pasado terminé de pagar las deudas”.
Javier tiene 42 años, es de Caseros, está divorciado y tiene tres hijos. Los ve a los cuatro. Considera que ahora se llevan bien. La salida la encontró en un grupo de jugadores anónimos, una asociación de la que es el presidente a nivel nacional. En el grupo le enseñaron a elegir a un poder superior a él y más poderoso que el juego. Algunos eligen a su mujer, a un amigo, a otro jugador. Él, como la mayoría, eligió a Dios. “La idea es que ese poder más grande que nosotros mismos pueda devolvernos una manera normal de pensar, sentir y vivir”.
Para Javier, haber pedido perdón le ayudó a recuperar a sus afectos. A la madrugada, desde Córdoba, en una reunión nacional de jugadores anónimos, llamó a su mujer por teléfono: “Le pedí perdón. Por todo lo que falté en casa, porque la trataba mal, porque la insulté mucho”.
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Buenos Aires es una de las provincias que tiene una red específica para tratar al jugador. Al analizar el perfil de las 7765 personas que se atendieron en los centros especializados en los últimos 14 años, se desprende que el 53 % fueron hombres y el 47 % mujeres. 7 de cada 10 jugadores compulsivos tenían entre 31 y 60 años cuando pidieron ayuda. Los que terminaron el secundario o completaron el primario representaron el 60 %. La mitad eran empleados, un 20 % autónomos, un 11 % amas de casa y un 7 % jubilados.
Respecto al hábito, el 81 % jugaba todos los días. Y sobre el tipo de juego, el 64 % tenía a las máquinas tragamonedas como juego favorito, un 14 % a la ruleta electrónica, un 8 % a la ruleta tradicional, un 4 % al bingo y un 3 % a la quiniela.
Lo que no puede determinar la estadística es cuánto sufren por tener la necesidad irrefrenable de jugar. “La ludopatía es una adicción con índices muy altos de suicidio”, asegura Vanina Naccarati, directora de la Fundación WGM para la Prevención de la Ludopatía.
Vanina se basa en un trabajo presentado por Montserrat Gómez García, docente del postgrado en Adicciones Comportamentales y Manipulación Psicológica de la Universidad de Barcelona. En ese trabajo, la especialista señala que “se considera que hasta un 90% de los jugadores patológicos presentan ideación suicida, por lo que se constata que la tasa de suicidio entre los ludópatas es seis veces superior a la de la población general”.
La Fundación WGM asiste a organizaciones vinculadas a los juegos de azar y trabaja en la instrumentación de medidas preventivas. Vanina señala que muchos casinos capacitan al personal sobre juego compulsivo y establecen buenas formas de advertirle al jugador sobre los riesgos de ingresar en un ciclo compulsivo. “Pero muchos casino solo pegan stickers con un mensaje sanitario. Y con eso solo no alcanza”, advierte y remarca como negativo que en la ciudad de Buenos Aires no haya centros públicos especializados en atención al ludópata.
La falta de redes de contención y tratamiento aparecen pese a que el juego le aportó a los estados provinciales $ 12.600 millones en 2016, según datos de la Asociación de Loterías Estatales Argentinas (ALEA).
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“El mensaje que yo quiero dar es que no existe el término exjugador”. Marcelo es porteño, tiene 41 años y tiene una productora de televisión. Para él, como para los demás jugadores entrevistados, el que tuvo una compulsión por el juego tiene que mantenerse alerta, seguir asistiendo a un grupo de autoayuda, hacer terapia individual y sumar herramientas para evitar recaídas.
Marcelo se dio cuenta de que estaba enfermo hace seis años, cuando en 35 días perdió $ 200 mil de una indemnización. Se iba “de gira”: salía a las 9 de la mañana y recorría los casinos de Tigre, Palermo y Puerto Madero. Volvía a su casa a las ocho de la noche.
En 2014 firmó la autoexclusión en Palermo. Pero a los días volvió a ir. Nadie lo detuvo: “Hasta robé. Porque me encontré una tarjeta de débito en el cajero, cuando todavía no estaban prohibidas ahí adentro, y saqué plata que no era mía”.
Encontró contención en un grupo de jugadores anónimos. Y aunque tuvo recaídas, hace un año que no juega. “El cambio es interno. En mi caso estoy corrigiendo defectos de carácter. Yo jugaba cuando sentía tristeza, resignación, enojo. Y aunque sabía que siempre que iba a jugar salía peor del casino, no podía detenerme”.
El sentimiento de Marcelo es el que los psicólogos señalan como la necesidad de jugar para perder o jugar para inconscientemente recrear una pérdida vinculada a lo emocional.
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Con 10 días de diferencia, en marzo pasado ingresaron al Senado dos proyectos de ley sobre prevención de la ludopatía. El 16 de marzo, entró uno del senador mendocino Julio Cobos. Y el 26 de marzo, otro del jujeño Mario Fiad. Los dos pretenden instaurar un 0800 nacional, crear un registro nacional de autoexcluidos e instrumentar campañas de difusión. También instan, según cada proyecto, a que las salas pongan relojes para que el jugador sepa qué hora es y hace cuánto juega; pretenden prohibir que los programas de fidelización premien con crédito para seguir jugando y que haya cajeros en un radio de 300 metros del predio; y establecen incluir compulsivamente en el registro de autoexcluidos a quienes están obligados a pagar cuotas alimentarias por sus hijos.
No es la primera vez que al Congreso llegan iniciativas para instaurar un plan nacional para prevenir el juego compulsivo. La ex diputada nacional Gabriela Albornoz, hoy legisladora en Jujuy, fue una de las que en su momento impulsó un proyecto. En los considerandos de la propuesta, que ya perdió estado parlamentario, relevó como primer antecedente un proyecto de ley de 2011.
El proyecto de Cobos también pretende bancarizar la actividad para prevenir la evasión fiscal, algo que según reconoce el propio senador puede hacer aún más complicado que el proyecto avance. “Si habláramos sólo de la prevención de la ludopatía, podría salir más rápido”, señaló Cobos y agregó: “Insistiremos y si vemos que hay trabas, dividiremos el proyecto en dos para que una cosa no frene la otra”.
Al Congreso, según revelan desde el entorno del senador, los que fueron a quejarse por la iniciativa fueron los casinos. Lo que más temen los casinos es la bancarización, algo que desalentaría al jugador que esconde su compulsión. Y se puede explicar con una cifra: aunque no hay cajeros automáticos, en las cajas del Hipódromo de Palermo, por ejemplo, se puede pagar el crédito con tarjeta de débito, pero apenas el 3 % de las apuestas ingresa por esa vía, según afirman en esa sala de juegos. O sea que el 97 % son apuestas en efectivo. “Si prospera la ley, los pagos quedarían registrados. Y la gente, el jugador, tendrá registro real de todo lo que jugó”, afirma Cobos.
Podrían calcular cuánto perdieron en un mes, un año o una década. Sus familiares, a quienes suelen engañar para ir a jugar, podrían dimensionar a través de los resúmenes de cuenta su comportamiento con el juego. Porque como señala Marta, el primer testimonio publicado en esta nota, uno de los primeros síntomas del jugador compulsivo es el de mentir para ocultar que no puede dejar de jugar.