—¿Cuántos recuerdos hay en Me acuerdo y cuál es el más preciado?
—La verdad es que no lo sé. Los fui numerando mientras los escribía, pero haría trampa si fuese ahora a fijarme en el manuscrito. Notoriamente iba olvidando los recuerdos a medida que los escribía. De esa manera paradójica funcionó la cosa: al ocuparme de enumerar recuerdos (y no exactamente de desarrollarlos), el olvido ocupó un lugar fundamental. De hecho hay recuerdos que puse más de una vez (me di cuenta al pasar el texto a máquina), porque no me acordaba de que ya estaban. No podría responder con precisión, por lo tanto, cuál sería, de todos, el más preciado, porque ¡no me acuerdo! ¿El penal que Gatti le ataja a Vanderley está? Si está, elijamos ese.
—¿La cuarentena da la chance de escribir más o no?
—A mí nunca me gustó demasiado estar en mi casa, en ninguna de las casas en las que viví. Siempre preferí salir, andar por la calle, estar en los cafés. La cuarentena me puso a prueba en ese sentido. Por lo mismo que llevo dicho, no tenía un lugar destinado a la escritura en mi casa. Tuve que inventarlo. Definido eso, con la resignación del caso, pude escribir más o menos como siempre. Ni más ni menos, ni mejor ni peor. Avancé mucho con un libro, que ya casi termino.
—¿Qué fue lo mejor que leíste últimamente?
—Aprovecho la cuarentena para leer libros grandes, voluminosos, ya que no tengo que cargarlos y trasladarlos. Leí el seminario de Roland Barthes sobre el discurso amoroso, las clases que le sirvieron para preparar el libro Fragmentos de un discurso amoroso. Vivimos tiempos en los que el amor se está viendo bastante hostigado, desde un ideal que promueve el desapego, la indolencia, la prescindencia (no cuestiono esas variantes, discrepo con que se las proclame como un deber de sanidad antitóxica). La mirada de Barthes sobre el amor y su intensidad, además de suscitar mi admiración intelectual, llegó también, permítanme decirlo así, a emocionarme.
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