Era un mediodía veraniego de 1816 en la ciudad de Santiago cuando un carruaje con armazón de fresno y apliques plateados atravesó la Plaza de Armas para frenar en la explanada del Palacio de los Gobernadores. En aquel instante, un pordiosero cojo se abalanzó sobre el vehículo para abrirle la puerta a la máxima autoridad de la Corona Española en Chile, don Casimiro Marcó del Pont. Y tras ser retribuido por ello con una moneda de cobre, tartamudeó un agradecimiento antes de esfumarse de allí con su andar incierto.
El representante de Fernando VII estuvo lejos de imaginar que ese ser andrajoso era nada menos que el mejor agente secreto del general José de San Martín. Su nombre: Manuel Rodríguez Erdoíza.
He aquí la historia olvidada de un personaje hecho con fragmentos. Y también la aún hoy misteriosa trama de un crimen urdido desde las sombras de una epopeya revolucionaria.
El Zorro latinoamericano
En octubre de 1814 hubo un exilio en masa de patriotas chilenos a Mendoza tras el Desastre de Rancagua. Así se llamó la derrota infringida por las tropas realistas al ejército de la Patria Vieja y que puso fin a su proceso independista. Entre los recién llegados estaba Rodríguez.
Era un abogado de apenas 29 años que había sido ministro de Hacienda del gobierno antimonárquico de José Miguel Carrera, además de su secretario. Pero no fue recibido en el territorio argentino con los brazos abiertos debido a la enemistad del mandatario depuesto con el general Bernardo O`Higgins, a quien había preferido San Martín para consumar su proyecto de liberación en el Alto Perú. Por lo tanto, su destierro estuvo signado por penurias económicas y el silencio político que le impusieron sus anfitriones.
Hasta que un día abordó a San Martín con la siguiente propuesta:
–Antes de que la nieve tape la cordillera volveré a Chile. De allí puedo enviarle la información que usted tanto necesita…
–¿De qué está hablando? –dijo el General, algo perplejo.
Su interlocutor entonces le soltó de corrido:
–Del estrepitoso fracaso de sus espías. De los cadáveres que le manda Marcó del Pont.
Rodríguez no exageraba: el gobernador español solía enviar los ataúdes de agentes sanmartinianos a la base del Ejército de los Andes en El Plumerillo. Lo que se dice, acción psicológica.
El joven abogado insistía:
–Permítame ayudarle. Yo sé la gente que necesita la causa. ¡Créame!
–¿A qué gente se refiere?
–Vea, estoy hablando de campesinos, arrieros, salteadores de caminos, cantores y sirvientas. Ellos conocen la geografía mejor que nadie. También se enteran de los secretos de Palacio. Y pueden llegar al corazón de los Talaveras sin ser descubiertos…
Se refería al batallón policial de la Corona, los perros del Gobernador. Ellos habían levantado una horca en la Plaza de Armas. Y toda persona que alzara la voz corría peligro de muerte. En Chile reinaba el terror.
Un sexto sentido hizo que San Martín confiara en Rodríguez, a pesar de la enorme contrariedad que ello causó en O’Higgins y también en Bernardo de Monteagudo, quien lo asesoraba en sus planes.
De modo que le encargó la tarea de organizar una fuerza clandestina en la retaguardia del enemigo con un objetivo múltiple: preparar una insurrección popular que coincidiera con la ofensiva del Ejército de los Andes, dedicarse al hostigamiento permanente de las tropas del Gobernador y poner en marcha un servicio de inteligencia.
A comienzos de 1815, Rodríguez cruzó la cordillera para adentrarse en su propia leyenda. Se movía como un fantasma por peligrosas rutas. Al llegar a Santiago tomó el camino de Apoquindo para dirigirse hacia el Convento de los Dominicos, donde estableció su base operativa.
Desde entonces, con ropaje de mendigo fingía pedir limosna de casa en casa para así encubrir las citas con sus contactos; él era como un camaleón que pasaba inadvertido con variados disfraces: limpiador de acequias, vago, huaso, vendedor ambulante, cura, viejo, monaguillo, peón, hacendado y borrachín. Así manejaba su red de espías.
En paralelo supo relacionarse con arrieros y bandidos; el más célebre de estos últimos fue José Miguel Neira, alias “El Huaso”, un hampón de temible reputación. Es en medio de aquellos hombres donde Rodríguez consolidó su popularidad. Junto a esa montonera de 60 cuatreros no demoró en emprender una guerra de guerrillas contra las tropas realistas en las zonas de Colchagua, San Fernando y Curicó.
En tales circunstancias, Rodríguez mostró sus dotes de estratega militar. Durante los ataques nocturnos a las guarniciones españolas se escuchaba su voz: “¡Que avance la artillería! ¡Que se muevan los cañones!”. Pero lo que sus combatientes realmente movían eran rastras de cuero con piedras que imitaban el ruido del rodado de los cañones, lo que causaba el pánico del enemigo.
También acostumbraba a poner en circulación sus propios dobles; es decir, varios Manuel Rodríguez que se desplazaban por el norte y el sur para confundir y perturbar a los uniformados de la Corona. De hecho, esas tácticas dieron sus frutos: Marcó del Pont estaba desesperado al punto de prohibir por decreto el andar a caballo desde el Maipo al Maule.
Al comienzo de 1817, durante una recepción ofrecida por el Gobernador en su residencia, éste departía con el marqués de Casablanca, recién llegado de la Madre Patria en misión oficial. Y sus palabras fueron:
–Pierda cuidado, porque los insurgentes han sido borrados del reino. Y sólo van quedando algunos bandoleros en el sur. Pero nuestros Talaveras se encargarán de ellos.
El marqués se mostró gratamente sorprendido.
Nuevamente Marcó del Pont estuvo lejos de imaginar que ese hombre almibarado no era otro que Rodríguez.
Mientras tanto el Ejército de los Andes ya avanzaba hacia Chile.
La revolución permanente
Exactamente al mes de iniciado el cruce cordillerano, la victoria de Chacabuco puso fin en Chile a la dominación española. O’Higgins fue nombrado Director Supremo. Su relación con Rodríguez se tornó vidriosa. Y eso se agravó con el fusilamiento del bandolero Neira.
Además, O`Higgins acusaba a Rodríguez de alborotador. Su respuesta fue: “Soy de los que piensan que los gobiernos deben cambiarse cada año a lo más. Si fuese Director y no encontrase quien me hiciera la revolución, me la haría yo mismo”.
El 19 de marzo de 1818 ocurrió el ataque español a las fuerzas chilenas en Cancha Rayada. O’Higgins fue dado por muerto y la independencia pendía de un hilo. Rodríguez entonces asumió la suma del poder y se puso al frente de la resistencia al grito de: “¡Aún tenemos patria, ciudadanos!”.
Su iniciativa –apuntalada con la creación de los Húsares de la Muerte, una milicia de 200 hombres– logró contener el asedio realista en Santiago.
En realidad O’Higgins estaba vivito y coleando, aunque herido.
Entonces Rodríguez le devolvió el mando de la república y se puso a su servicio. Un gesto no correspondido: O’Higgins ni siquiera supo valorar su rol en los recientes acontecimientos y lo sometió al ostracismo.
El 5 de abril, la victoria de San Martín en Maipú consolidó para siempre la independencia chilena
Poco después, Rodríguez osó entrar a caballo al patio del Palacio de los Gobernadores para increpar a O’Higgins por el fusilamiento en Buenos Aires de los hermanos José Miguel y Luis Carrera. Ese día terminó en un calabozo del cuartel de los Cazadores de los Andes. Semanas más tarde, un batallón de aquel cuerpo –al mando del coronel argentino Rudecindo Alvarado– inició su traslado hacia la lejana cárcel militar de Quillota.
Dicen que la noche anterior, en el mayor de los secretos, O’Higgins se reunió con Monteagudo para decidir la suerte del díscolo patriota.
En la mañana del 26 de mayo, tras pernoctar en Polpaico, la caravana que llevaba al prisionero se detuvo en el paraje Til-til.
Allí Manuel Rodríguez fue asesinado por la espalda a tiros de fusil.