Desde Ciudad de México.-- En las fosas de las colinas de Santa Fe –en un rancho con vacas ubicado a 15 minutos de la ciudad de Veracruz– un colectivo de madres de personas desaparecidas halló en 2016, bajo tierra, un montón de huesos y restos de cuerpos humanos.
“Había rumores sobre ese lugar y decidimos buscar ahí: resultó ser una monstruosidad”, dice ahora Lucy Díaz, madre de Luis Guillermo Lagunes Díaz, un DJ de bodas y eventos secuestrado una madrugada en su propia casa, en 2013, y desaparecido desde entonces. A Lucy Díaz, que trabajaba como profesora superior de idiomas, la vida se le detuvo. Luego, el dolor y el coraje la convirtieron en quien es ahora: la fundadora y representante de este grupo de madres excavadoras, Solecito. “Durante tres años trabajamos en las colinas de Santa Fe y encontramos enterrados 298 cuerpos”, dice. “En realidad, 302. Pero cuatro no contaban con cráneo”.
Esta es la fosa más grande hallada por un grupo civil independiente en la historia de México (y posiblemente en la de Latinoamérica). Pero es apenas una pequeña muestra de lo que viene pasando en este país, que se ha transformado en un laberinto de tumbas invisibles: los combates, las venganzas, las ejecuciones, los secuestros y las complicidades entre el crimen organizado y las fuerzas de seguridad se han cobrado miles de presencias.
Las nuevas cifras de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas indican que faltan 61.637 individuos, de los que 74,3% son hombres. El actual subsecretario nacional de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, reconoció en una rueda de prensa que “un porcentaje significativo han sido desaparecidos por instituciones o agencias del Estado”. Pero además, según la Comisión Nacional de Derechos Humanos, hay más de 30.000 cadáveres no identificados en las morgues de todo el país, muchos de los cuales se descomponen más y más cada día que pasa. De hecho, el Equipo Argentino de Antropología Forense estuvo trabajando en el reconocimiento de algunos.
Poco tiempo atrás, en la era del presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018), las cifras oficiales eran de la mitad. Los registros reportaban casos de desaparición forzada y desaparición por particulares (las dos variantes mexicanas de este delito, según participen uniformados o no), pero no hablaban de trata ni de secuestro. Hoy, algunos cálculos independientes señalan que muchas familias no denuncian, por miedo, y que en realidad podría haber más de 100.000 desaparecidos.
Pero ¿cómo llegó México a convertirse en un país calificado por su propio subsecretario de Derechos Humanos, Encinas, como “una gran fosa clandestina”?
La crisis se desató en 2006, cuando el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico y militarizó la persecución a los cárteles en las calles, lo que provocó una ruptura del frágil orden anterior, el surgimiento de nuevos grupos de crimen organizado, la atomización de otros, el auge del delito de todo tipo, y la corrupción estatal incluyendo a todas las fuerzas de seguridad.
El caso icónico es el de los 43 estudiantes de Ayotzinapa: aún no se sabe exactamente qué hicieron con ellos en 2014, pero sí que hubo autoridades, policías y narcos implicados en su crimen.
“Desde 2006 sólo hay 14 sentencias por desaparición forzada en todo el país”, dice Luis Orlando Pérez Jiménez, un abogado del Centro de los Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (una de las organizaciones civiles más importantes de asistencia, más conocida como Centro Pro). Se refiere a uniformados.
“No hay un patrón unificador de víctimas, el fenómeno rebasó toda comprensión”, sigue Pérez Jiménez. “Por ejemplo, en Guanajuato la mayoría de los desaparecidos son hombres de entre 20 y 40 años, y también hay mujeres de entre 14 y 18 años. La hipótesis ahí es trata o reclutamiento forzado para las filas del narco”. En otros episodios se habla de tráfico de órganos o directamente de control social por la vía del terror.
El CEDEHM (Centro de Derechos Humanos de las Mujeres), una organización independiente del Estado de Chihuahua, al norte del país, llevó el caso de dos primas y un primo desaparecidos a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en 2018 juzgó por primera vez a México por el delito de desaparición forzada.
Se lo conoce como “caso Alvarado”. En la noche del 29 de diciembre de 2009, los tres primos fueron “levantados” por el ejército: se los llevaron de su casa a la fuerza, sin explicación, y desde entonces no han sido vistos de nuevo.
“La teoría que tenemos”, dice Ruth Fierro, la coordinadora del CEDEHM, “es que un oficial de inteligencia federal de muy alto rango había ido a la zona, y lo secuestraron y lo mataron. El Estado quiso saber quién había hecho esto y llenó la zona de militares y de agentes federales. Se sabe que hubo varios interrogatorios y pensamos que con los primos se les pudo haber pasado la mano, y que por eso los desaparecieron”.
En un escenario nacional tan confuso, quienes empujan en busca de la verdad son los familiares de las víctimas.
Luego de ver cómo se organizaron los padres de los estudiantes humildes de Ayotzinapa, son cada vez más. Muchos, como Miguel Ángel Trujillo –que tiene cuatro hermanos desaparecidos–, pasaron de golpear las puertas de las fiscalías a hacer búsqueda en el terreno. Como ocurrió en la Argentina en la década de 1970. Las iglesias les prestan un lugar para reunirse y en algún árbol cuelgan las imágenes de los hijos desaparecidos, esperando atraer información libre y oculta. En algunos sitios se dejan cajas para recibir papelitos con datos.
Otros familiares visitan cárceles. “Las mamás entran llevando las fotos de sus hijos: pasan los presos y ven las caras, y si tienen información se acercan a ellas”, dice Pérez Jiménez, del Centro Pro. “Muchos de esos testimonios son ciertos, otros son falsos, o quieren dinero, pero hay quienes se conmueven. Cuando una madre habla, en un país como México donde la mamá es una figura tan importante, se genera mucha sensibilización”.
En Solecito, el colectivo que halló las gigantescas fosas de las colinas de Santa Fe, hay más de 300 madres. “Es una organización completamente autónoma”, dice Lucy Díaz, “y hacemos diferentes acciones para conseguir recursos: venta de ropa usada, de comida o de rifas”. No pueden hacer legalmente una exhumación o una identificación, pero sí el trabajo pesado y perseverante de encontrar una fosa, y cuatro obreros las ayudan a cavar la profundidad de tres metros a la que las víctimas son enterradas.
Desde noviembre del año pasado, Solecito trabaja en otro sitio de Veracruz, Arbolillo, donde hasta ahora encontraron un cuerpo entero y unos 2.000 huesos. Una fiscalía del Estado ya lo había excavado con poco resultado, pero ellas no confiaron y lo hicieron por sí mismas.
En las fosas de las colinas de Santa Fe encontraron más de 40 artículos personales o credenciales que dieron indicios sobre la identidad de las personas enterradas ahí. Hasta ahora, de esos 298 cuerpos, fueron identificados 26. Y más de 50 cuentan con materia genética adecuada para una comparación, pero el proceso se alarga por la burocracia.
“Nosotras tenemos una convicción férrea”, dice Díaz. “Cuando ya lo perdiste todo, incluso luego de perder la vida puedes perder algo más: tu identidad. Por eso el colectivo trata de darle identidad a todo el que encontremos en esas condiciones de clandestinidad. Caminaste sobre este planeta, tuviste tu nombre y tus apellidos, hay gente que te ama, que luchó por ti y que sigue haciéndolo, y que te tiene en la memoria: eso es la identidad”.
Su hijo, Luis Guillermo Lagunes Díaz, estaba en su mejor momento cuando fue secuestrado y desaparecido. Era popular y carismático, y su nombre de DJ era “Patas”. Ella lo describe como un chico alto, guapo, bailarín, increíble. Tenía 29 años. “Fue brutal y nunca me voy a reponer”, dice, con la voz apagada.
Fundó Solecito porque miró a su alrededor y descubrió a otras madres. “Y vi que había algunas que estaban peor que yo; que tenían problemas de dinero o que ni siquiera sabían dirigirse a un fiscal. Me sentí egoísta por mí y así me decidí a empezar el colectivo, lo sentí como una obligación moral. Me lancé, puse mi voz y otras comenzaron a surgir. Hoy nos apapachamos entre nosotras”.
En este fango se ha hundido México, un país tan luminoso y a la vez tan oscuro, tan lleno de vida como de muerte. Y mientras tanto, estas madres han aprendido a vivir en una dualidad eterna: esperanza con desesperanza, frustración con empeño. Excavan sin pensar tanto en encontrar a una persona determinada, como en llevar con sus seres queridos a quien encuentren bajo la tierra. “Que regrese a la luz”, dice Díaz. “Lo último que esa persona vivió fue el horror, por eso se trata de cerrar un ciclo de incertidumbre y agonía”.
Y le hizo a su hijo una promesa que ahora recita, que ahora eleva. Una promesa con la que ahora lo vuelve a aferrar: “Sé que me escuchas porque mi corazón y el tuyo laten juntos para siempre. Te prometo: no me rendiré, no me detendrán, no claudicaré, lucharé por ti cada día, cada minuto, sin excusas ni pretextos. Si se trata de ti, siempre estaré dispuesta. Siempre estaré presente donde estés, hijo amado. Siempre podrás sonreír orgulloso y confiado de saber que tu madre con su amor incondicional lucha por ti. La vida me dio la dicha de tenerte y me dará seguramente la dicha de encontrarte”.