Lampedusa es una piedra inmensa. Lampedusa es una piedra que es una isla. Lampedusa es una piedra que es una isla árida y desierta de ocho kilómetros de largo.
Lampedusa, la isla-piedra, se levanta en medio del mar apenas a 113 kilómetros de Túnez y 205 de Sicilia. Está mucho más cerca de África que de cualquier territorio europeo. Por eso la llaman “la puerta”. Para muchos africanos, llegar a Lampedusa es haber llegado a Europa. Es haber escapado, al fin, de todos los infiernos. Es empezar una nueva vida.
El aislamiento de Lampedusa y su poca importancia dentro de la geografía italiana es tal que, cuando no es verano, no hay vuelo directo hacia ahí desde ningún lugar de Italia en tierra firme. Para llegar a Lampedusa es necesario partir en avión desde Sicilia que, a su vez, es otra isla a la que sólo se llega en avión o en ferry, desde Nápoles. En Lampedusa no hay escuela secundaria, ni hospital. Las mujeres embarazadas deben irse al sexto o séptimo mes de embarazo a Palermo o a Catania. La isla tiene apenas 5800 habitantes, de los cuales 300 son pescadores. Sin embargo, a esa pequeña isla despoblada han llegado más de 60 mil inmigrantes africanos en los últimos cinco años.
En cuanto llegué, un domingo por la tarde, me pareció estar en una geografía totalmente distinta a cualquier otra en la que hubiera estado. Los colores eran más vivaces; el aire más pesado, más denso, como si viniera del desierto. Caminé por la única calle posible desde la pequeña posada hasta el único pueblo en toda la isla. Un pueblo de calles polvorientas, sin sentido de la estética: casas cuadradas pintadas de amarillo, construcciones de dos pisos desprovistas de encanto. Soplaba un viento con perfume afrutado.
El pueblo está a nivel del mar, al lado de una bahía diminuta con algunas lanchas y pequeñas barcas de pescadores. El mar es transparente, lleno de peces. Yo pensaba entrevistar a gente de la isla en la calle. Me había imaginado que estaría llena de inmigrantes, pero las calles están desiertas. Me sorprende que nadie me haya advertido esto. Este es un pueblo fantasma en una isla perdida rodeada de un mar turquesa. Muchas casas tienen carteles de alquiler para el verano. Tengo hambre, pero todos los bares están cerrados. Regreso a la posada y me acuesto sin cenar y, lo que es peor, sin haber conversado con nadie ni visto a un solo refugiado. Me pregunto si habrá valido la pena hacer el viaje hasta aquí.
A la mañana siguiente, Mario, el dueño de la posada, me dice que deberé andar mucho si quiero llegar caminando al centro sanitario donde me espera Pietro Bartolo y me recomienda que vaya en el taxi de un amigo suyo. Sin embargo, yo insisto en caminar: por más lejos que quede el centro de salud, ¿cuán lejos puede estar si la isla mide apenas ocho kilómetros? Tardo siete minutos en llegar al pueblo y, otros quince, al Centro Sanitario. No creo que Mario me haya querido mentir: tiempo y espacio son relativos: en una isla tan pequeña como esta, un kilómetro es una gran distancia. En el pueblo reina la misma calma que anoche. Sólo más tarde me enteraré de que la calma es engañosa: la noche anterior, mientras yo volvía a la posada, rescataron a ochenta inmigrantes de una barca. Uno de ellos, un eritreo con malaria, estaba en estado tan grave que hubo que llevarlo en helicóptero al hospital de Palermo.
Pietro Bartolo es el único médico permanente en la isla y es él quien, desde 1992, hace el primer examen médico a cada uno de los inmigrantes que llegan a Lampedusa. En todos estos años, ha recibido personalmente y examinado a más de 50 mil refugiados. Ha escrito un libro, “Lágrimas de sal”, en el que habla sobre su experiencia cotidiana como único médico en esta isla. Él es, también, el personaje principal del documental “Fuocoammare”, de Gianfranco Rosi, que ganó un Oso de Oro en el Festival de Berlín de 2016.
Bartolo me recibe en su despacho. Conversamos durante algo más de una hora durante la que lo llamarán por teléfono diecisiete veces y tocarán la puerta para preguntarle o decirle algo otras seis. Atiende siempre y, mientras habla con quien lo llama, me mira como si yo pudiera entender su desazón. “Usted me pide una cosa con urgencia,” dice a alguno de los que lo llama. “En el otro teléfono me acaban de pedir otra cosa con urgencia. Dígame: ¿a quién le contesto primero, urgentemente?”
“¿Todos los días son así?” le pregunto cuando cuelga. “No”, responde. “La mayoría son peores”.
Pietro Bartolo nació en Lampedusa, se graduó de médico en Catania y decidió volver a ejercer a la isla. Por ese entonces todavía no había el fenómeno migratorio. “El primer desembarco al que asistí fue en 1991: fue una sorpresa para los lampedusanos y también para mí. Desde entonces, me he ocupado de ellos por mi propia voluntad. A mí me pagan por trabajar en este centro, no por atender a quienes llegan del mar. Pero nosotros nos ocupamos porque es justo que alguien se ocupe. Durante estos años han cambiado muchas cosas. Al principio, llegaban del África subsahariana, después de Siria, después de Libia. Vienen después de días en el mar, después de meses o años en campos de concentración. ¿Cómo no nos vamos a ocupar? Nosotros somos pescadores. Los pescadores reciben todo lo que viene del mar".
Bartolo está en total desacuerdo con el acuerdo entre Italia y Libia. “Ese acuerdo permite que las personas sigan en campos de concentración donde se las tortura, se las violenta, se las viola. No sabemos cuántos mueren allí cada día. Aquí han llegado jóvenes castrados. Chicos y chicas muertos de hambre: pura piel y huesos. Después del acuerdo, el flujo migratorio ha disminuido muchísimo. No podemos estar orgullosos de eso. A mí me da vergüenza. Europa tiene una responsabilidad enorme en este tema”.
Entre una llamada y otra, Bartolo me explica que después del acuerdo con Libia, están llegando inmigrantes “distintos” a los que Lampedusa estaba acostumbrada a recibir. “Ahora vienen personas desde Túnez. Son migrantes económicos y, aunque yo creo que quien huye de su país porque tiene hambre tiene los mismos derechos que quien huye de la guerra, muchos de estos que están llegando han demostrado no ser pacíficos. Traen una cantidad de problemas. Han llegado delincuentes que huyen de Túnez porque allí terminarían en la cárcel. Incluso incendiaron una parte de nuestro Centro de Acogida porque quieren irse cuanto antes de Lampedusa. Luego, en cuanto llegan a Sicilia, se escapan. Lampedusa para ellos es un castigo. No es haber llegado. Sienten que están en una prisión de ocho kilómetros.”
“Cada vez que suena el teléfono usted pone una cara como si la gente no entendiera su trabajo,” digo. “Como si le estuvieran pidiendo algo que usted no puede dar. ¿Qué es lo que no entienden?”
Bartolo suspira. “Le voy a decir qué es lo que la gente no entiende”, dice. “Hay muchos que critican a los refugiados, muchos que no los quisieran ni ver. No se dan cuenta de que en Europa –y en Italia especialmente- somos muy buenos con la acogida, pero muy malos en la integración de estas personas a nuestra cultura. La gente está mal informada. Se los asusta con mentiras desde muchos medios y reaccionan rechazando a los refugiados como si fueran monstruos. Son personas. Tienen nuestros mismos sentimientos. Su sueño es tener una vida digna. No sueñan en hacerse millonarios. Los que vienen de la guerra, los que vienen de persecuciones o porque se están muriendo de hambre, son personas que vienen buscando vivir una vida serena. Han enfrentado sufrimientos enormes y, cuando se disponen a atravesar el Mediterráneo, saben que pueden morir en ahogados pero no les importa. Si no llegan no les cambia nada, porque muertos ya estaban allá. Cuando les preguntas cómo es que arriesgan tanto, si no saben que acaso pueden morir en el camino, te dicen que vienen por aquel “acaso”. “Acaso podemos llegar”, dicen. Y a quienes llegan, con frecuencia, les espera es una desilusión porque no encuentran lo que pensaban. Hay muchos que quieren regresar pero, paradójicamente, no pueden hacerlo porque no tienen dinero, ni documentos, y entonces se quedan en el limbo, en una situación de desamparo total.”
En octubre de 2013, una barca zarpó de Libia cargada de inmigrantes como tantas otras. Llevaba 518 personas. Era de noche. Navegó por el Mediterráneo durante algunas horas y cuando ya faltaban pocos kilómetros para llegar a Lampedusa, naufragó. Murieron 368 personas. Jóvenes, casi todos. Jóvenes como cualquiera de los chicos y chicas que entrevisté. Pietro Bartolo recibió personalmente a cada uno de los sobrevivientes. Pietro Bartolo inspeccionó cada uno de los cadáveres.
“Aquí, en Lampedusa, después del naufragio, todos han tenido ayuda psicológica. No somos ya los mismos. Pero no podemos hacer otra cosa. Cuando uno ayuda a una persona necesitada no está haciendo nada especial. Hacemos nuestro deber. No somos héroes. Somos personas normales. Si yo ayudo a una persona que se está muriendo, ¿soy un héroe? No. Hago mi deber. No puedo hacer otra cosa”.
Desde que hablé por teléfono con Bartolo hace unos días sé exactamente qué es lo que le quiero preguntar. Todo lo que le he preguntado hasta ahora me interesa, pero lo que quiero saber es otra cosa. He estado escuchando estas historias durante tres semanas. He escuchado a personas que han estado en campos de trabajo forzado. Por la noche, después de hablar con ellos, he ido a cenar con amigos. He tomado vino. He comido bien. He escuchado el horror, pero seguí adelante con mi vida. Sin embargo, por momentos, me parece que hay algo que no está bien. Quiero que Pietro Bartolo me diga qué se hace con este dolor. Quiero que Pietro Bartolo me diga cómo se hace para seguir viviendo después de ver lo que él ha visto. Quiero que me diga qué derecho tenemos a seguir adelante con nuestras vidas cuando otros no pueden con el peso de las suyas.
“Entiendo lo que me estás preguntando”, dice y por primera vez, deja que suene el teléfono sin atender. “Hace 28 años que yo hago esto. Para mí no es un trabajo. Con frecuencia he visto cosas tan duras, tan tristes, que por las noches no puedo dormir. He tenido que hacer inspecciones cadavéricas. He visto niños muertos. Tengo pesadillas. Pero mientras tenga fuerza, seguiré con mi trabajo”.
“Usted es un médico. Está haciendo algo útil. Yo, en cambio, cada vez que hablo con ellos hago que recuerden algo que tal vez no quieren recordar”, digo. “No sé si tengo derecho a hacerlo. No sé por qué lo hago. No sé si es curiosidad o si acaso puede servir para algo”.
“No es así”, dice Bartolo, sin dudar un instante. Con sus ojos verdes fijos en los míos, repite: “No es así. El problema no es sólo la parte médica. ¿Dónde dejas la parte humana? Nosotros somos gotas. Yo soy una gota. Tú eres una gota. Muchos de nosotros juntos hacemos el océano. Tú escribes estas cosas y estás mandando un mensaje. A mí la voz me la dieron los periodistas. La voz me la dio el mundo de la cultura. Me la dio Gian Franco Rossi. Me la dio un libro. Una muestra fotográfica. Los periodistas, cuando no están al servicio de los poderosos, son una figura importantísima porque dan la voz a quien no la tiene. Hay que ayudar a que esto que sucede se pueda ver en su justa luz. Los refugiados son personas. Yo los ayudaré hasta el último día de mi vida, si es necesario. No importa de qué huyen. Nadie se va porque está bien. Tenemos el deber de ayudarlos. Si cada uno de nosotros hace una pequeña cosa, ¿te imaginas todo lo que podríamos lograr juntos?”
El teléfono vuelve a llamar y, esta vez, Pietro Bartolo atiende sin poner el altavoz. Cuando cuelga, está sonriendo. Lo acaba de llamar una de sus hijas para decirle que está embarazada.