Ningún sistema sanitario del mundo tiene capacidad de emergencia para enfrentar un pico de decenas de miles de pacientes en pocas semanas, como los que genera la pandemia de COVID‑19. Si a esto se le suma el hecho de que alrededor de una de cada siete personas a las que se les diagnostique el virus necesitará hospitalización y de que alrededor de una de cada veinte necesitará ventilación mecánica, se tiene una receta para la sobrecarga sistémica y el colapso.
Si a los países desarrollados con sistemas sanitarios eficientes les cuesta organizar una respuesta eficaz a la COVID‑19, ¿qué esperanzas hay para otros sistemas mucho más débiles? Al fin y al cabo, los países pobres suelen carecer de tecnología, personal capacitado y recursos para hallar a las personas infectadas con el virus, aislarlas en establecimientos adecuados para minimizar la transmisión posterior y tratarlas en forma adecuada para minimizar la morbilidad y la mortalidad.
También es común que estos países tengan menos capacidad de implementar respuestas epidemiológicas estándar (como el rastreo de contactos) y para obtener y garantizar un suministro estable de equipos de protección personal (EPP) para los trabajadores sanitarios en la primera línea. Es verdad que regímenes más autoritarios (y algunos países pobres sin duda lo son) tal vez puedan imponer formas más estrictas de distanciamiento social obligatorio. Pero quizá no sean tan capaces de mitigar las consecuencias negativas de esas medidas, especialmente para los grupos socioeconómicamente desfavorecidos.
Entonces, ¿qué pueden hacer los países con sistemas sanitarios débiles frente a la pandemia de COVID‑19?
Cerrar las fronteras minimiza el riesgo de importación del virus y da a los sistemas sanitarios nacionales tiempo adicional para preparar a su personal. Pero en países que suelen depender de la ayuda externa para procurarse bienes y servicios esenciales (incluidos suministros médicos), un cierre total de fronteras puede provocar una crisis humanitaria.
Además, el virus de la COVID‑19 es más contagioso durante los primeros días sintomáticos, cuando la enfermedad es por lo general leve. Pero en muchos países pobres, las personas consultan a un proveedor de atención médica mucho después o cuando ya están muy enfermas; antes de eso, la mayoría de los afectados seguirá trabajando para mantener la fuente de ingresos de sus familias. Para remediarlo, es necesario que los gobiernos y los líderes comunitarios incrementen la alfabetización sanitaria y creen redes de seguridad financiera que protejan a la gente de la pobreza (pero es más fácil decirlo que hacerlo).
A esto se suma que en muchos países de ingresos bajos y medios (PIBM) la provisión de atención primaria todavía depende de trabajadores de salud comunitarios (especialmente en áreas rurales). Pero estas personas pueden ser las más expuestas y vulnerables en un contexto de transmisión comunitaria, especialmente si carecen de EPP para sí mismas. Además, muchas no podrán distinguir los síntomas de infecciones por COVID‑19 de los de otras enfermedades parecidas a la gripe. De modo que hay que dar a todos los trabajadores sanitarios de la primera línea capacitación respecto del uso efectivo de los EPP (y proveérselos) para minimizar el riesgo de infección y respecto del modo de evaluar la gravedad de los pacientes (triaje) y aislar posibles infecciones por COVID‑19.
En tanto, en muchos PIBM los profesionales sanitarios que trabajan en hospitales terciarios (aquellos con la gama más amplia de servicios) necesitarán instrucciones adicionales sobre el cuidado intensivo de los casos más graves de COVID‑19, que exige una cuidadosa coordinación de equipos de entre tres y cinco trabajadores sanitarios para hacer un seguimiento clínico las veinticuatro horas del día.
El correcto diagnóstico de una infección por COVID‑19 demanda laboratorios dedicados donde realizar pruebas RT‑PCR sobre muestras de esputo o hisopados nasales tomados a casos sospechosos. Pero los países pobres suelen carecer de acceso a tecnología genética y a laboratoristas entrenados que hagan estas pruebas, y dependen de la ayuda de socios internacionales para remediarlo.
La incapacidad de diagnosticar con precisión las infecciones por COVID‑19 también complica el proceso de rastreo de contactos (identificar a las personas que por haber tenido contacto reciente con un paciente confirmado de COVID‑19 puedan estar infectadas). Además, esta forma de seguimiento demanda personal capacitado asignado exclusivamente a hacer las entrevistas e investigaciones. De hecho, hay preocupación mundial por la posibilidad de que la baja cantidad de casos informados de COVID‑19 en muchos países pobres no se deba a que el virus todavía no estableció una presencia firme allí, sino a que tienen menos capacidad relativa para hacer pruebas de detección y rastreos de contactos.
De modo que en la planificación de respuestas nacionales a la COVID‑19, los gobiernos de los PIBM deben identificar dónde están sus deficiencias (por ejemplo, si es en disponibilidad de profesionales sanitarios y epidemiológicos, infraestructuras clínicas o equipamiento médico). Una vez identificadas las falencias, pueden pedir ayuda y asesoramiento a la Organización Mundial de la Salud y a socios comerciales con recursos. En esto China se ha convertido en uno de los principales proveedores de ayuda internacional en la forma de suministros y asesoramiento técnico.
La pandemia de COVID‑19 es una crisis global como el mundo no había experimentado en generaciones. Por eso las autoridades deben trascender las respuestas nacionales y organizar un esfuerzo global coordinado, lo que en particular implica tratar la experiencia y los recursos técnicos como bienes comunes que deben ser compartidos.
Así como una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil, un único país que no pueda contener la COVID‑19 aumenta el riesgo para el resto del mundo. Los países con sistemas sanitarios más sólidos deben ayudar urgentemente a sus homólogos más débiles, y estos deben aceptar de buen grado cualquier ayuda para hacer frente a esta mortífera amenaza global.
Yik-Ying Teo, decano de la Escuela Saw Swee Hock de Salud Pública en la Universidad Nacional de Singapur (NUS), es director fundador del Centro de Investigación de Políticas y Servicios Sanitarios del Sistema de Salud de la Universidad Nacional de Singapur (NUHS) y fue director del Centro de Investigación y Epidemiología de Enfermedades Infecciosas de la NUS.
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