“Esto está saliendo ahora, ay Dios, yo quiero saber si es real…”, me dice Liz Moreta en un mensaje de audio de WhatsApp. Es lunes 2 de septiembre y se nota en su voz una alegría prudente: acaba de leer, en un tweet, que Vanessa Gómez Cuevas, una mujer peruana que por sus antecedentes penales había sido expulsada de la Argentina junto con su hijo de dos años, y separada de sus otros dos hijos, acaba de obtener el permiso para regresar. “Yo no sé si es real…”, sigue Moreta, cautelosa: sobre ella misma, que es dominicana y madre de tres hijos argentinos, también pesa una orden de deportación por haber estado presa. “Esa chica [Gómez Cuevas] ha luchado muchísimo, su caso comenzó todo y yo también hago pública mi historia porque si no, es un desastre. Ay, Dios quiera que sea así…”.
Una semana antes, Amnistía Internacional lanzó un comunicado sobre el caso de Liz Moreta. El asunto del mail era “Otra mamá migrante a punto de ser separada de sus hijos”. Moreta, nacida en Santo Domingo y radicada en la Argentina hace más de 14 años, está casada con un argentino llamado Fabián Rivero, y juntos tienen tres hijos nacidos en este país. Pero la Dirección Nacional de Migraciones busca expulsarla porque en 2006 fue sentenciada por contrabando de estupefacientes.
Aunque Moreta cumplió su condena ya hace diez años, Migraciones acciona ciegamente para cumplir con el decreto 70/2017 –con el que el gobierno modificó la Ley de Migraciones y estableció un procedimiento de deportación de extranjeros con antecedentes penales– y no toma en cuenta el trauma de la separación de una familia de cinco integrantes. Como tampoco lo observó en el caso de la peruana Vanessa Gómez Cuevas, por quien su abogado, junto a Amnistía Internacional, la Comisión Argentina para Refugiados y Migrantes (CAREF), el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL) y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), presentó una solicitud de medidas cautelares ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
En 2015 se dictaron 1.908 órdenes de expulsión, mientras que a septiembre de 2018 sumaban 4.026, según informó Migraciones ante un pedido de acceso a la información de la Universidad Nacional de Lanús. Las expulsiones efectivas en 2014 y 2015 sumaban un total de 26. Entre 2016 y octubre de 2018, eran 258.
Esta historia comenzó para Liz Moreta en 2005. Por entonces era una chica de 25 años que vivía en la calle Guipúzcoa del centro de Madrid y que había contraído una deuda colosal para comprarse un terreno en República Dominicana, donde pensaba construir algún día su casa. Moreta había migrado a España siendo muy joven, siguiendo a su madre, y siendo ya, ella misma, madre de dos hijos (ahora tiene, en total, cinco). Allí trabajaba limpiando las oficinas de una inmobiliaria, pero el salario era escaso y la deuda se le venía encima con pagos asfixiantes.
Y así, un día, alguien le ofreció un trato.
“Vienen y te dicen: ‘si pasas un kilo, tú, que eres una persona de apariencia normal, yo te pago 10.000 dólares’… y en un viaje resuelves todos tus problemas”, me cuenta Moreta en su casa, en una calle silenciosa de José C. Paz, unos días antes de que Vanessa Gómez Cuevas obtenga el permiso para regresar.
“Sin dejar de ser una buena persona, te autoconvences y metes la pata”, dice. Moreta aceptó el trabajo como mula para el narcotráfico. “Yo tenía que venir a retirar acá a la Argentina y llevar a Madrid. Llegué y me citaron cerca del Congreso. Apareció una señora de la alta, de muy buen porte, que me entregó un paquete”.
A su lado, su marido ceba un mate. En un rato, su hijo menor, el que acaba de iniciar sus clases de taekwondo, y su hija de 8 años, la campeona de patín artístico, regresarán de la escuela e irradiarán la casa –que tiene pocos muebles y pisos de cerámicas relucientes– con un torbellino de risas y de energía infantil. Todo parece distinto a aquel tiempo que Moreta está contando.
Le pregunto qué había en el paquete. “Droga”, dice ella, con disgusto. “Cocaína. Menos de un kilo. Yo sabía. No digo que soy inocente de lo que hice. Estaba en paquetitos. Yo me lo tenía que tragar, pero nunca lo había hecho y no me animé a hacerlo... La noche fue larga y no logré tragar nada. Lo oculté como pude en mis botas. Y se me notaba, aparte de que estaba nerviosa”.
No cuenta qué pasó en el aeropuerto, pero es fácil de imaginar. “Cuando quedé detenida”, sigue, “me sentí aliviada del ahogo que tenía con todas mis deudas, y a la vez destrozada porque estaba perdiendo a mis dos hijos mayores”.
La pena fue de 4 años y 6 meses de prisión en la Unidad 31, de la cárcel de Ezeiza. Moreta nunca había estado presa. “Fue muy difícil”, dice, bajando la voz. “Yo recuerdo cada escena, cada cosa... Ingresan personas y salen monstruos. La mente de las personas explota”.
Si la de ella no explotó, fue gracias a un taller llamado Arte y Sensibilización, donde aprendió a serenarse y a manejar el miedo y la rabia. En 2008 recuperó la libertad y, gracias al grupo Yo No Fui, consiguió un empleo como ayudante de secretaria en un hospital. Luego abrió su propia peluquería, que terminó cerrando por la crisis y los impuestos. Ahora sólo hace trenzas africanas.
Mientras tanto, se casó y nacieron sus tres hijos. Su marido trabaja desde hace 26 años en la misma fábrica de cerámicas, y viven en la casa donde él se crió. En resumen, llevan ese tipo de vida ordenada, que desde afuera puede verse aburrida pero en la que puertas adentro hay risas de niños, el tipo de vida familiera que conduce a la felicidad. Sólo que ahora no saben si la van a poder continuar.
Luego de que el trámite por su situación legal se extendiera en la Dirección Nacional de Migraciones casi sin resultados a lo largo de diez años, Moreta apeló ahí mismo en 2017 ante el decreto de expulsión. Su caso fue judicializado y la jueza María Alejandra Biotti, titular del Juzgado Nacional en lo Contencioso Administrativo Federal número 5, falló, sin necesidad de ver cómo se vivía en este hogar, que no había ninguna solución: que Moreta debía irse, aunque tuviera tres hijos y un esposo argentino.
Ante una apelación de Moreta, la Sala III de la Cámara Nacional en lo Contencioso Administrativo Federal apoyó a la jueza Biotti. Moreta intentó llegar a la Corte Suprema de la Nación con un recurso extraordinario, pero no lo logró.
En su respuesta al recurso extraordinario, Luis Alejandro Guasti, el abogado de la Dirección Nacional de Migraciones, se apoya en el fallo de la jueza Biotti, quien concluyó que, “aunque el interés del niño será irremediablemente afectado con la separación, el interés público en la extradición ostenta casi sin excepción el peso necesario para derrotarlo”.
Pero no todos creen que en nombre de un abstracto “interés público” hay que separar a una familia. “El gobierno busca expulsarla y separarla bruscamente de su esposo y sus hijos, en violación al derecho a la unidad familiar y el interés superior del niño protegidos por tratados internacionales firmados por Argentina”, dijo Mariela Belski, directora ejecutiva de Amnistía Internacional Argentina. “La política migratoria en Argentina ha sido reconocida como un modelo por la comunidad internacional, pero en los últimos años el país dio un preocupante giro”.
Vulneración de derechos históricamente conquistados, separación familiar y discriminación son algunos de los ejes que Amnistía Internacional incluyó en un informe reciente, presentado ante Naciones Unidas en relación a la situación de los migrantes en la Argentina.
“No hay un solo caso como el mío, no hay dos… Son muchos”, sigue Moreta. “Ayer me llamó una chica polaca y me contó que está trabajando en blanco, tiene un hijo argentino y le acaban de denegar el recurso extraordinario. Está desesperada”.
¿Puede ocurrir que toquen a la puerta ahora mismo y que sean los de Migraciones, para llevarte al aeropuerto y expulsarte?
En cualquier momento. Yo hoy ya no tengo recursos para ampararme.