—¿Cuál es el deber del periodismo ante la pandemia?
—Creo que viene un tiempo políticamente muy rudo en el que los poderosos, amparados en la tiranía del bien (“lo hago por tu bien, sé lo que te conviene”) borrarán, durante tanto tiempo como puedan, los cuerpos de la escena pública. Quizás el periodismo podría ayudar a pensar esos puntos ciegos, a cuestionar a los poderosos que estarán más excitados que nunca ante una ciudadanía sumisa, aplastada por el pánico.
—Corrías, volabas, cazabas e ibas a eventos sociales. ¿Cómo te llevás ahora con el encierro forzado?
—Me llevo pésimo con lo forzado. No soy obediente y jamás le otorgo a nadie la potestad de decidir qué me conviene. No tengo claustrofobia de casa, pero sí de barrio, de ciudad. No toda clase de vida merece ser vivida. Vivo, pero no esperen que diga “lo paso bien porque aprendí a hacer terrinas”. Veo con repulsión cómo el hogar se ha convertido en espacio de negación de la angustia y de ostentación del confort. Veo con asco las publicidades en la tele, casas impolutas, padres e hijos comiendo platos de diseño, saltando entre almohadones de pluma.
—¿Qué fue lo mejor que leíste últimamente?
—El texto “La ansiedad”, de Mariana Enríquez, publicado en la revista de la UNAM. “Animalitos domésticos”, de Foster Wallace, la única pieza de ficción que pude re-leer desde que todo esto empezó, porque no puedo leer nada de ficción. Un texto de Paul B. Preciado en El País, sobre la pandemia. Un texto de Julián Herbert sobre la pandemia. Trozos de Al amigo que no me salvó la vida, de Hervé Guibert. Por obvios motivos. Es un libro sobre el HIV.
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