SAN JOSÉ – Si el Juramento de Lealtad de Estados Unidos se reescribiera para el mundo del siglo XXI, la frase “y justicia para todos” bien podría cambiarse por “y justicia climática para todos”, dada la enorme importancia de esa cuestión. Una lección dolorosa de las últimas décadas —no solo en Estados Unidos sino en todo el mundo— es que los efectos adversos del cambio climático no están distribuidos equitativamente entre los países y las comunidades. Si bien la crisis climática tiene implicancias devastadoras para todos nosotros, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, correctamente señala que “los pobres y los vulnerables son los primeros en sufrir y los más afectados”.
Según el reconocido organismo de ciencia climática del mundo, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC por su sigla en inglés), las caídas en la producción y calidad de los cultivos, los aumentos en las pestes y enfermedades de los cultivos y otras alteraciones han afectado desproporcionadamente a los pobres, de la misma manera que olas de calor cada vez más frecuentes y extremas amenazan desproporcionadamente a los niños y a la gente mayor. En la medida que el cambio climático altera simultáneamente la seguridad alimentaria, humana, del agua y de los ecosistemas, es de esperar que se produzcan muchos más efectos adversos en cascada.
Se calcula que las inundaciones extremas, por ejemplo, duplicarán su frecuencia en las zonas proclives donde residen unos 450 millones de personas. En términos más generales, el IPCC hace referencia a una investigación de 2017 que demuestra que, para 2030, 122 millones de personas (esencialmente el 20% más pobre en 92 países) podrían caer en una condición de extrema pobreza como consecuencia de los precios más altos de los alimentos y de otras pérdidas de ingresos generadas por el clima.
Para agravar la injusticia, quienes más contribuyen al cambio climático no necesariamente son los más afectados. Según un informe de 2020 de Oxfam y el Instituto Ambiental de Estocolmo, entre 1990 y 2015, el 1% más rico de la población global fue responsable del doble de las emisiones de dióxido de carbono que el 50% más pobre.
Sin embargo, el porcentaje mayor de los costos recae sobre los países pobres, simplemente porque alrededor del 75% de la gente que vive en un estado de pobreza depende de la agricultura, que es extremadamente sensible a las irregularidades del clima y a cambios climáticos más amplios. Los países pobres también son más propensos a los conflictos por los recursos y por lo general carecen de la tecnología, la infraestructura, las políticas y los recursos para una adaptación.
Asimismo, el cambio climático amplifica las formas preexistentes de desigualdad y genera más migración y más desplazamientos forzados. En América Latina, una de las regiones más desiguales del mundo, muchos grupos nativos —como la población guna en Panamá, los habitantes del estado mexicano de Chiapas y algunos grupos aymaras en Bolivia— han perdido sus pueblos como consecuencia de las crecidas de los mares, las sequías, la escasez de agua, la deforestación, los patrones de lluvias cambiantes y los desastres naturales. Peor aún, cuando se obliga a estos grupos a abandonar sus tierras tradicionales, suelen terminar en villas miseria urbanas, donde enfrentan una doble discriminación como migrantes y como pueblos indígenas.
Esta tragedia humana está creciendo en escala. El Informe de Migración Mundial 2022 de las Naciones Unidas observa que, en 2020, los desastres naturales, las temperaturas extremas y las sequías desplazaron a 30,7 millones de personas en 144 países y territorios. Y, contrariamente a la creencia popular, el informe explica que la mayor parte del nuevo desplazamiento interno en América Latina y el Caribe ese año se debió a desastres naturales, y no tanto a la violencia y al conflicto.
El cambio climático también tiene efectos adversos desiguales en la salud y la educación. El Informe de Desarrollo Humano 2019 de las Naciones Unidas pronostica que, entre 2030 y 2050, el cambio climático causará unas 250.000 muertes adicionales por año producto de la desnutrición, la malaria, la diarrea, el dengue y el estrés térmico. Y las crecientes temperaturas aumentarán la desnutrición y la inseguridad alimentaria, a la vez que expandirán el rango geográfico de especies de mosquitos que transmiten enfermedades, afectando la asistencia, el desempeño y los logros escolares.
Estos problemas han hecho que las políticas y estrategias de justicia climática resulten esenciales para el Sur Global, y particularmente para América Latina. Los responsables de las políticas tendrán que centrarse en garantizar una distribución más justa de las obligaciones y deberes no sólo entre los estados sino también entre segmentos de la población y entre generaciones.
Asimismo, la justicia climática exige que los países desarrollados y las corporaciones multinacionales asuman la responsabilidad por las externalidades negativas que generan. Deben pagar su “deuda climática” al resto del mundo y reconocer las implicancias intergeneracionales de la desigualdad impulsada por el clima. Como los pobres de hoy, las generaciones futuras y más jóvenes pagarán el mayor precio por un problema que no causaron.
Los encuentros internacionales de este año en la Asamblea General de las Naciones Unidas y la Conferencia sobre el Cambio Climático (COP27) en Sharm el-Sheikh solo tendrán éxito si la comunidad internacional avanza hacia un nuevo marco para ofrecerles a los países en desarrollo el respaldo financiero y tecnológico que necesitan para adaptarse al cambio climático.
Si bien las medidas concretas para que haya justicia climática son bien conocidas, han sido difíciles de implementar. Aun así, se han realizado pasos promisorios en la dirección correcta. En Estados Unidos, por ejemplo, la administración Biden ha lanzado una “iniciativa de todo el gobierno” (Justice40) para garantizar que las agencias federales dediquen el 40% de los beneficios generales de la energía limpia, la vivienda sustentable y el agua limpia a las comunidades desatendidas. También ha creado un Consejo Asesor de Justicia Ambiental que otros países deberían considerar replicar.
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Si bien las economías importantes cargan con la mayor responsabilidad a la hora de frenar los efectos devastadores del cambio climático, todos los países deben adoptar políticas responsables para mitigar el daño y proteger a sus habitantes más vulnerables.
En Costa Rica, entendemos la importancia de implementar estas políticas desde el vamos. Eso nos permitió convertirnos en un líder temprano en materia de energía renovable y en el primer país tropical en frenar y luego revertir la deforestación. Las políticas de sustentabilidad han mejorado las condiciones para las comunidades indígenas y vulnerables aquí, así como en Colombia y Ecuador, ayudando a las comunidades a encontrar nuevas maneras de incrementar los ingresos (diversificación de los medios de vida) y promover la conciencia climática y las técnicas de agricultura resiliente (como retener la humedad del suelo o utilizar variedades de cultivos que se adapten mejor a las sequías).
Estas y muchas otras acciones tomadas en diversos países deberían alentar a quienes pronto se vuelvan a reunir en el marco de la COP27 y la Asamblea General de la ONU. El desafío es escalar todos los esfuerzos en marcha para ganar la carrera contra la mayor amenaza existencial de la humanidad, sin dejar a nadie atrás.
Laura Chinchilla Miranda, ex presidente de Costa Rica (2010-14), es vicepresidente del Club de Madrid.
© Project Syndicate 1995–2022
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