Hubo una vez un balneario que era el refugio de los vecinos de San Antonio, el pueblo desde el que se llegaba por un sendero pedregoso, que cubría esa distancia de 15 km que parecía eterna por la dificultad de acceso. En él sólo habitaba el mar, y los sanantonienses llegaban los fines de semana, o “cortaban” la rutina organizando picnics o escapadas de pesca durante los días de trabajo. En el verano invitaban a parientes y amigos, porque esa playa era “su pileta”, y los enorgullecía.
Allí se tejían miles de historias. No era fácil llegar ni descender. Sin las escalinatas que existen hoy, bajar a la costa era una aventura, y se marcaban con palos u objetos indicadores los puntos más fáciles, dónde se iba labrando una huella que facilitaba el descenso.
La bañadera, el primer colectivo de Las Grutas
Como llegar no era para todos, los autos también eran protagonistas. Andar en ‘bici’ era la opción de los más jóvenes, pero no todos se lanzaban a la aventura de unir con pedaleos semejante distancia. Entonces había que esperar a que las familias más acomodadas pusieran sus autos para invitar a los vecinos que andaban ‘a pata’. Aunque también podían sumarse a ‘la bañadera’, el primer colectivo que existió, que en realidad era un camión Ford que, allá por 1960, manejaba Pedro Sancho y, por poca plata, durante los fines de semana llevaba y traía a los que querían pasar el día.
A la ‘bañadera’ o ‘batea’ le habían anexado algunos asientos de viejos colectivos, para ‘adecentarla’ un poco. Pero era una odisea atravesar en ella el suelo de ripio… algo que los adultos soportaban estoicos y que divertía como locos a los más chicos, que disfrutaban del traqueteo que era la previa de un día que terminarían correteando entre las olas.
Con los años existió un transporte formal, en el que los jóvenes se subían con paquetes de galletitas de agua y latitas de picadillo o de paté que les servirían de almuerzo y de merienda durante el día de playa.
“Nosotros no teníamos vehículo, pero nos llevaba a Las Grutas un vecino, que se llamaba Próspero Madariaga, y tenía una camioneta Ford 1 modelo 51 con la que viajábamos” recordó Adrián Osovnickar, que sigue viviendo en San Antonio y con los años se aficionó a recopilar historias del pasado de la localidad.
«Escuche el mar mucho antes de verlo»
“Mi primer recuerdo de Las Grutas es de cuándo tenía 6 años. Estaba en primer grado y me habían dicho que si me portaba bien el fin de semana me iban a llevar. Yo nací a metros de la ría de San Antonio y vivía en el agua, pero no sé… la ‘marea’, como le decimos nosotros, siempre fue distinta… Siento que recién ese día, en el balneario, conocí el mar” confesó Adrián.
“Lo primero que me sorprendió fue el ruido, el rugido de las olas. Me acuerdo de eso, de que escuché el mar mucho antes de verlo, y de que cuando llegamos salí corriendo de la emoción y me caí varias veces antes de bajar a la playa. Sentía que ese ruido me decía ‘¡vení a bañarte!’. Fuimos con mi hermano y con el matrimonio de vecinos, a la zona que hoy es La Rinconada” relató.
En la playa, en ese momento, el hombre recuerda que “se ‘bajaba’ con ropa formal o de trabajo”, y los que se bañaban “llevaban un pantaloncito cortado o ropa vieja”, para que no se arruinara con el agua. “La primera vez Omar y Mirta, los que nos llevaron, caminaron por la arena vestidos como yo los veía pasear por San Antonio, bien coquetos, mientras yo potreaba entre las olas” contó.
En ese momento el lugar era una costa de ‘entrecasa’, y no había reglas. Cada uno inventaba sus propios usos y costumbres.
«Nos llevaba don Suárez en un camión»
“A nosotros, junto a otras familias amigas, nos llevaba don Suárez en su camión” recordó Juan Carlos Lere, otro sanantoniense que ahora vive en Mar del Plata. “Era toda una aventura cruzar el zanjón antes de llegar a la villa, parecía que ese camión se desarmaba… Después bajábamos a la playa entre las rocas, para pescar, mientras Dorita, mi mamá, esperaba que llegara la tardecita para poner la sartén en las brasas, en un fueguito que se hacía ahí nomás, al aire libre, para hacer la fritanga de cornalitos o de pejerrey”.
La abundancia de peces en cualquier punto de la playa es otra de las diferencias que marcaron los que disfrutaron de esas épocas. “Hasta cazones había, y se daba pesca variada en cualquier parte” confirmó Adrián.
La misteriosa mujer parecida a Evita y su Chevrolet Impala celeste metalizado, un autazo de 1958
La llegada de visitantes se notaba en esa playa solitaria, que podía reunir, en verano, a lo sumo a 300 o 400 personas, dispersas en distintas zonas. Se llegaba a ese número invitando a parientes o amigos, y enseguida a los locales los sorprendían las costumbres de ese público distinto. En los 60’ llamaban la atención las primeras remeras coloridas y estampadas. E incluso antes las bikinis y otros trajes de baño con los que se esmeraban por mostrarse atractivos.
En una foto de entonces, por ejemplo, sorprende la elegante belleza de una mujer parecida a Eva Duarte, la esposa de Juan Perón. En la imagen la rubia que recuerda a Evita posa junto a un hombre relajada en la arena, muy cerca de un auto elegantísimo de los años 50’.
Su belleza y la de los autos con los que llegaba a Las Grutas nunca pasó desapercibida para los locales, que seguían el brillo de su melena platinada y el fulgor cromado de sus vehículos, que eran de un lujo poco habitual en la zona.
“Se llamaba Cecilia Del Campo, pero le decían Chelo. Era mi tía, la hermana de mi mamá. Su marido, que es el de la foto, era fotógrafo, y tenían un estudio en Comodoro Rivadavia. Era la época en la que se ambientaban los espacios para que los que llegaban a fotografiarse posaran con sus familias. Por eso el local que tenían estaba lleno de cortinados y de muebles elegantes” recordó Analía Izco.
Desde Comodoro Rivadavia Chelo llegaba derrochando belleza al menos dos veces al año. Y venía trayendo siempre autos llamativos, que generaban admiración entre los locales.
“En esa zona del sur era más fácil adquirir autos y cosas importadas, no había tantas reglas. Chelo viajaba, la mayoría de las veces, en un Chevrolet Impala celeste metalizado, que era y sigue siendo una máquina. Yo era muy chico y de ella mucho no me acuerdo, pero nunca me voy a olvidar de su auto” contó, entre risas, Alejandro Izco, otro de los parientes de la rubia.
Para Alejandro el verano empezaba cuándo llegaba el Impala. Porque entonces Chelo y su marido subían en él a todos los chicos de la familia y viajaban desde San Antonio hasta Las Grutas, en esa ‘nave’ de una belleza imposible, que contrastaba con el escaso vuelo de los vehículos que se veían en la zona.
“Desde ahí debe ser que me aficioné a los autos. O será de familia” reflexionó el hombre, que ya superó los 70 y era un niño en aquellos años.
Sin embargo recién a los 20 se animó a pedirle el Chevrolet a sus tíos, y luego se dio el lujo de manejarlo cada vez que los visitantes regresaron. “No hubo veranos más lindos” recordó, con nostalgia.
Este contenido fue originalmente publicado en RÍO NEGRO y se republica como parte del programa «Periodismo Humano», una alianza por el periodismo de calidad entre RÍO NEGRO y RED/ACCIÓN