Dos noticias recientes vuelven a poner en el centro de la escena el problema de la producción de coca, el narcotráfico y su tremendo impacto en las poblaciones rurales de Latinoamérica.
Por un lado, el asesinato de 16 personas,el domingo pasado en la zona de Vraem, Perú, atrubuido por las autoridades a miembros aún activos de Sendero Luminoso y, supuestamente, aliados con grupos de narcotraficantes.
Por el otro, un decreto del presidente de Colombia, Iván Duque, para retomar la erradicación de cultivos de coca mediante fumigaciones aéreas con glifosato. Este método ha estado prohibido desde 2015 y fue largamente cuestionado por su impacto en la salud de los habitantes y en el medio ambiente.
Los cultivos de coca han alcanzado rendimientos récord en Colombia desde el acuerdo de paz de 2016 con la guerrilla de las FARC, lo que convenció al Gobierno de expandir su campaña de erradicación forzosa con el respaldo de las autoridades estadounidenses. El Gobierno sostiene que la eliminación de la planta reducirá la violencia rural, mientras que varios organismos de derechos humanos y una gran parte de la ciudadanía colombiana reclama que solo logrará aumentar la conflictividad y dejar sin ingresos a las familias que viven del cultivo de coca.
En medio de estas posiciones surgió la alternativa que adoptaron algunas comunidades como la de Juan Urbano que lograron aplicar políticas de sustitución de cultivos, en procesos que ponen el foco en las personas, que no quieren trabajar en la ilegalidad ni vivir en medio de contiendas permanentes. Son los llamados programas de desarrollo alternativo o de sustitución de cultivos: el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos en Colombia - PNIS - y el Programa DEVIDA, en Perú, llevado adelante por la Comisión para el Desarrollo de Vida sin Drogas.
Detrás de estos hechos se encuentra el eslabón más débil: los productores rurales, sus familias y sus comunidades.
Los cocaleros ―tanto en Perú como en Colombia: los dos países que encabezan la producción del insumo básico para la fabricación del clorhidrato de cocaína— son el foco de políticas públicas que, en gran medida, desarrollan ambos Gobiernos mediante acuerdos con Estados Unidos. Son proyectos que integran la estrategia de lucha contra el narcotráfico de este país, principal receptor de la droga procedente de la cuenca andino-amazónica.
Conviene saber que se estima que entre los países productores generan alrededor de 500 a 600 toneladas métricas de producto final para el consumo y que, según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en Sudamérica hay entre 250 y 300 mil familias (principalmente en Perú y Colombia) vinculadas al cultivo de coca.
“El campesino no elige ser ilegal”
En Colombia más de 1.300 campesinos de ocho regiones del país dejaron de cultivar coca para impulsar un proyecto productivo legal orientado a dar a conocer la calidad del chocolate local en el mundo. El proyecto cuenta con el apoyo de la Agencia de Renovación del Territorio (ART), la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, la Red Cacaotera de Colombia y Distrito Chocolate, los cuales aportaron 243 millones de pesos (unos 71.500 dólares) a la iniciativa.
Juan Urbano explica: “Pudimos tener unas tiendas especializadas donde el cacao colombiano brillara por su calidad y especialmente por su aporte a la paz en Colombia. Es un emprendimiento que llamamos Distrito Chocolate, pero por la pandemia lastimosamente estamos parados. Muy pronto podremos seguir adelante en algo que no es fácil, pero que estamos seguros de que va a contribuir a la consolidación del negocio del cacao en Colombia”. “Ser ilegal no es bonito, el campesino no elige ser ilegal”, concluye.
Testimonios de éxito como el de Juan Urbano pueden leerse como una muestra de que la cooperación con Estados Unidos para el desarrollo alternativo a los cultivos ilícitos de coca en países como Colombia y Perú puede ser una promesa de solución a un problema complejo: el de la lucha contra el narcotráfico. Pero, según analistas, los alcances de estos programas todavía están lejos de mostrar resultados contundentes.
Una solución incompleta
David Restrepo responde a los principales interrogantes.
¿Las iniciativas de EE.UU. para fomentar los cultivos legales en Colombia y Perú están resolviendo el problema del narcotráfico?
La estrategia de desarrollo alternativo o de sustitución de cultivos no está funcionando para la finalidad del control de drogas, específicamente para el tráfico de cocaína, porque hay mucha gente que la compra. En todo el mundo, hay 20 millones de consumidores de clorhidrato de cocaína y la única fuente es la hoja de la planta de coca. Entonces, mientras haya una demanda van a haber cultivos de coca.
¿Pero los programas de sustitución no hacen que se reduzca la oferta?
No termina siendo así porque, si bien la sustitución puede funcionar para que en ciertos territorios de las zonas cocaleras se reemplacen los cultivos por otros, a la larga, en lo único que esto influye es que estos cultivos se desplacen a otros sitios. Igualmente, se puede destacar que el efecto que tiene el desarrollo alternativo es menos pernicioso que la alternativa de la erradicación compulsiva. En Colombia y en Perú se aplica la erradicación coercitiva, ya sea con herramientas químicas (como la que trata de impulsar Colombia hoy en día con la aspersión aérea de glifosato) o la erradicación manual, como se realiza en Perú, donde no se permite la erradicación con agentes químicos.
¿Qué otras consecuencias tiene la erradicación forzada mediante fumigaciones?
Es mucho más perniciosa no solo por los impactos a la salud y al medioambiente sino también porque fomenta el clima de malestar social. Al quitarles sus cultivos, el Estado se pone en conflicto con los cultivadores de coca. Es decir, cuando entra el Estado a obligar a casi un millón de personas que viven del cultivo de coca que dejen de practicar su actividad económica. De algún modo, les arrebata su modo de vida. El campesinado cocalero es una población muy vulnerable, de las más pobres en Colombia, y el Estado en lugar de protegerla la está obligando a hacer todo tipo de mecanismos de adaptación frente sus políticas.
Pero, entonces, volvemos a los programas de sustitución: ¿en qué sentido no alcanzan? ¿No es acaso una alternativa mejor que la erradicación?
Finalmente, los programas de sustitución terminan funcionando como un mecanismo de fortalecer la ilegitimidad del Estado, sobre todo, en territorios que históricamente han estado en disputa, tanto en Colombia como en Perú. Esto es así un poco más en Colombia, porque en Perú el nivel de conflictividad social es mucho menor. Lo cierto es que la sustitución es un mecanismo de desarrollo rural muy difícil de implementar.
¿Por qué motivos?
Nosotros acabamos de publicar una investigación de María Juliana Rubiano-Lizarazo (N.R.: Los programas de sustitución de amapola en Asia: ¿Lecciones para Colombia?) que muestra que las experiencias más antiguas y exitosas de sustitución de cultivos no se han dado en Latinoamérica sino en Tailandia y en Turquía. Tailandia es donde más se ha estudiado esta herramienta de política pública y es la que más éxito tuvo en salir del cultivo de amapola para la producción de opio, y transferir al campesinado tailandés amapolero a otros tipos de cultivos.
Entonces, si funcionó en Tailandia y se pudo sustituir la producción de opio, ¿se puede pensar en hacer lo mismo en Colombia y Perú y lograr el reemplazo de la producción de cocaína?
Si se piensa en el largo plazo puede funcionar. Creo que esa fue la clave del éxito en Tailandia. Cambiar una producción agrícola por otra es muy difícil de hacer sobre todo si se tiene en cuenta que estamos hablando de una población dispersa, de bajos recursos y que no tiene manera de invertir en cambiar sus modos de producción fácilmente. En Tailandia se ha pensado a largo plazo y en la capacitación de un territorio para que esa transición se pueda dar.
¿No es ese el compromiso de EE.UU. según los acuerdos de USAID?
De todas maneras, nadie ha hecho una revisión sistemática de la experiencia de estos proyectos a lo largo del tiempo. Estos programas llevan 25 años en Colombia y en Perú comenzaron en los años 80. El Programa Nacional Integral para la Sustitución de Cultivos ilícitos (PNIS) ofrece dinero para que durante el momento en que el campesino cocalero deje de cultivar coca pueda sobrevivir. Hay otros programas que debían ser financiados por EE.UU. y otras fuentes de cooperación internacional, que en general están desfinanciados por una decisión del Gobierno colombiano de socavar la arquitectura de los acuerdos de paz firmados con las FARC en el 2016.
En el marco de los acuerdos de paz se había establecido que el Gobierno iba a dar un programa de sustitución y un programa de desarrollo con enfoque territorial basado en aportes de dinero y de apoyos técnicos para que los campesinos, sus cooperativas y sus procesos organizativos locales pudieran recorrer esa transición de una manera racional y gradual. Pero cuando llegó el Gobierno de Iván Duque les quitaron las asignaciones presupuestarias a esos programas y a muchas comunidades que habían aceptado entrar en programas de sustitución con muchas dudas y vacilación, como la de Antioquía y otras, y no se cumplió lo que habían acordado.
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Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN, y fue publicada originalmente el 31 de mayo de 2021.
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