La política del modernismo
Raymond Williams
Godot
Uno (mi comentario)
« Para desanudar este enredo debemos analizar su historia. » escribe Raymond Williams en este libro a propósito del rechazo crítico compulsivo del naturalismo. Pero podría decirse lo mismo de cualquier rechazo crítico compulsivo. Otra manera de decir que la única verdad de una idea es la historia de una idea. Pero ahora vivimos en un tiempo, en un limbo en apariencia a-histórico, des-ideologizado y des-politizado que es el que Williams, vía su breve historia del modernismo, trata de poner sobre la mesa de disección. ¿A qué llamamos modernismo, qué es moderno? Entre nous, todavía en 1981, Virus cantaba « soy moderno, no fumo más ». Hoy nos burlamos de cualquier categoría histórica y cultural mientras deambulamos por algo que a desgano convenimos en llamar posmodernidad. Somos contemporáneos, sin duda. Por fortuna, Williams también lo es. Y hacia mediados de los años ´80 desplegaba todas estas ideas y lecturas que hoy sólo pueden -y conviene- verificarse y reivindicar no como proféticas sino como acertadas, justas.
Dos (la selección)
El término moderno comenzó a aparecer más o menos como sinónimo de ahora a fines del siglo XVI, y en todo caso se lo empleaba para señalar un corte con las épocas medieval y antigua. Para la época en que Jane Austen lo empleó, con una inflexión mitigada que le era propia, pudo definirlo (en Persuasión) como “un estado de alteración, tal vez de mejora”, pero sus contemporáneos del siglo XVIII usaban modernizar, modernismo y modernista, sin su ironía, para indicar progreso y mejoras. En el siglo XIX, comenzó a adquirir un timbre mucho más prometedor y progresista; Pintores modernos, de Ruskin, fue publicado en 1846, y Turner se convirtió en el arquetipo del pintor moderno en virtud de su manifestación de la cualidad distintivamente contemporánea de la fidelidad a la naturaleza. Muy rápidamente, sin embargo, la referencia de moderno se trasladó de ahora a recientemente, o incluso a entonces, y desde hace un tiempo se convirtió en una designación que se remonta a un pasado con el que puede contrastarse lo contemporáneo en su cualidad de presente. El término modernismo, como título de todo un movimiento cultural y de un período, se convirtió en un término general retrospectivo desde la década de 1950, con lo que la versión dominante de moderno, incluso de moderno absoluto, queda así encallada entre, digamos, 1890 y 1940. Aún solemos usar el término moderno para referirnos a un mundo de entre hace un siglo y medio siglo. Cuando comprobamos que, en inglés al menos (el uso francés aún conserva algo del sentido con el que fue acuñado el término), el término vanguardia puede ser usado indistintamente para referirse tanto al dadaísmo, setenta años después de ocurrido, como al reciente teatro experimental, la confusión, voluntaria e involuntaria al mismo tiempo, que deja a nuestra propia era, mortalmente diferente, en el anonimato, se vuelve menos un problema intelectual y más una perspectiva ideológica. Bajo este punto de vista, no tenemos más opción que convertirnos en posmodernos.
Tres
Estas fórmulas descorazonadoras nos recuerdan agudamente que las innovaciones de lo que se denomina modernismo se han convertido en las nuevas, aunque fosilizadas, formas de nuestro momento presente. Si queremos escapar de la fijeza ahistórica del posmodernismo, debemos hallar una tradición alternativa que contraponerle, tomada de las obras ignoradas en los amplios márgenes del siglo; una tradición que pueda orientarse no a esta reescritura del pasado, ahora explotable a causa de su falta de humanidad, sino a un futuro moderno en el que la comunidad pueda ser nuevamente imaginada.
Cuatro
Por una serie de motivos sociales e históricos, la metrópoli de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX ingresó en una dimensión cultural completamente novedosa. Se trataba ahora de algo más que de una ciudad muy grande, o incluso de la capital de un país importante. Era el ámbito donde comenzaban a entablarse nuevas relaciones sociales, económicas y culturales que trascendían tanto la ciudad como la nación en sentido tradicional; una fase histórica distintiva que se extendería en la segunda mitad del siglo XX, al menos virtualmente, al mundo entero.
Cinco
No es sencillo hacer distinciones simples entre modernismo y vanguardia, especialmente porque el empleo de tales etiquetas es a menudo retrospectivo. Pero puede plantearse como hipótesis de trabajo que el modernismo comienza dentro del segundo grupo —el de los artistas y escritores experimentales radicalmente innovadores y alternativos—, mientras que la vanguardia comienza con el tercer grupo, de tipo completamente opositor. La antigua metáfora militar de la vanguardia, que se había utilizado en referencia a la política y al pensamiento social por lo menos desde la década de 1830 —y que supone una posición dentro del progreso humano general— ahora se volvía directamente aplicable a estos movimientos de reciente militancia, a pesar de que hubieran renunciado a los elementos heredados del progresismo. El modernismo había propuesto un nuevo tipo de arte para un nuevo tipo de mundo social y perceptivo. La vanguardia, agresiva desde el inicio, se veía a sí misma como un gran salto hacia el futuro: sus miembros no eran los portadores de un progreso ya definido repetitivamente, sino los militantes de una creatividad que reviviría y liberaría a la humanidad.
Seis
De modo que lo que realmente debemos investigar no es alguna posición única de la vanguardia o del modernismo frente al lenguaje. Por el contrario, debemos identificar un abanico de formaciones diferentes, y en muchos casos verdaderamente opuestas, tal como se materializaron en el lenguaje. Esto implica, por supuesto, dejar de lado las definiciones convencionales de “práctica vanguardista” o “texto modernista”. El análisis formal puede resultar útil, pero solo si está enormemente enraizado en un análisis de las formaciones.
Siete
En el sentido más general, puede expresarse, simplemente, como un sentimiento generalizado de pérdida del futuro. Es notable cuán rápidamente se ha expandido este clima. Puede observarse con la mayor claridad en los núcleos mismos de la opinión ortodoxa. A principios de la década de 1960, cuando estaba escribiendo Tragedia moderna, se oían muchas voces de protesta y alarma, algunas de desesperación, pero el clima oficial predominante era el de posibilidades que se ampliaban tranquila y felizmente: prosperidad regulada; consenso regulado; transiciones para abandonar el colonialismo reguladas y provechosas; incluso violencia regulada: el “equilibrio del terror”. Algunos recortes de este repertorio sobreviven aquí y allá, como gestos electorales. Pero los mensajes dominantes desde los centros son ahora nuevamente los del peligro y el conflicto, con cálculos concomitantes de ventajas o contenciones temporales, pero también con ritmos más intensos de conmociones y pérdidas. La prosperidad regulada ha derivado en una depresión ansiosamente controlada, pero tal vez incontrolable. Parte del consenso político se ha mantenido, pero el consenso social subyacente se ha derrumbado visiblemente, y especialmente en el plano de la vida cotidiana. Las transiciones reguladas para abandonar el colonialismo se han cumplido provechosamente, pero son cada vez más intensamente combatidas en un centenar de campos. El equilibrio del terror está allí todavía, y es aún más terrorífico, pero oleadas de acciones salvajes amenazan su estabilidad limitada y cerrada. No es de sorprender, entonces, que los mensajes dominantes sean los del peligro y el conflicto, y que las formas dominantes sean las de la conmoción y la pérdida.
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