Argentina repite la historia: la inflación ha aumentado, el crecimiento ha caído y el peso ha perdido dos tercios de su valor. Los depositantes se apresuran a sacar su dinero de los bancos y un impago de la deuda se perfila en el horizonte. Mientras los argentinos sufren las consecuencias, el mundo emite un suspiro colectivo de incredulidad: ¿no se suponía que esta vez las cosas serían distintas?
Así era. La investidura de Mauricio Macri en diciembre de 2015 desencadenó expectativas muy altas. El presidente reclutó un equipo de tecnócratas estrella e hizo declaraciones alentadoras sobre futuras reformas económicas. Después de los años de corrupción y mala gestión de los gobiernos peronistas, la única dirección en que Argentina podía desplazarse era al alza –o así al menos lo parecía–.
Pero el gobierno gastó demasiado, no impuso los impuestos necesarios, se endeudó excesivamente, no logró disciplinar su propia política monetaria, y a la larga fue víctima de un pánico masivo de mercado. Es decir, la probable derrota de Macri en los comicios presidenciales del 27 de octubre habrá obedecido a los mismos tipos de errores cometidos por sus predecesores peronistas. Se trata de un desenlace catastróficamente decepcionante.
Inicialmente, Macri propuso sanear el gran desastre fiscal que había heredado de manera gradual, a lo largo los cuatro años de su gobierno. El argumento político era que su administración no debía parecerse a los gobiernos derechistas, amantes del tratamiento de shock, de los últimos treinta años del siglo XX. El argumento económico era que el gobierno podía endeudarse para financiar el ajuste paulatino dado que la deuda era baja (al fin y al cabo, Argentina había incurrido en un default de su deuda de casi 100 mil millones de dólares en 2001).
Los dos argumentos parecían plausibles, y los actores del mercado dieron su beneplácito. Pero, hoy día sabemos que las condiciones iniciales no eran tan benignas.
En un estudio reciente, Federico Sturzenegger, gobernador del Banco Central de la República Argentina entre 2015 y 2018, sostiene que una contabilidad correcta (que hubiera incluido, por ejemplo, las obligaciones en materia de pensiones que contrajo el gobierno cuando nacionalizó el sistema privado de seguridad social, y que no fueron documentadas) revela que la deuda pública equivalía al 40% en lugar del 22% del PIB. A esto habría que agregar el enorme patrimonio negativo del banco central, de alrededor de 93 mil millones de dólares.
En lugar de bajar, aunque fuera de manera gradual, de hecho, en 2016 el déficit se incrementó. El gobierno eliminó algunos de los subsidios al consumo energético, pero también redujo los impuestos (a los exportadores, las pequeñas empresas y la clase media), aumentó las pensiones, y además perdió recursos cuando la Corte Suprema de Argentina falló a favor de las provincias en una larga disputa impositiva. Dejando fuera los ingresos temporales que produjo un blanqueo tributario, resulta que el déficit primario subió del 3,8% del PIB en 2015 al 5,2% en 2016. Argentina no intentó mayor consolidación fiscal hasta principios del presente año, para cuando ya era muy tarde.
El gobierno financió sus déficits endeudándose en el extranjero. Mientras el Banco Central tomaba medidas para desalentar las entradas de capital especulativo privado, el Ministerio de Hacienda traía gran cantidad de dólares. Los resultados fueron previsibles: un tipo de cambio que durante largos períodos pareció sobrevalorado, y pocas inversiones nuevas en el sector exportador.
En cuanto a la estabilidad de precios, Argentina se atuvo a la receta convencional y rápidamente adoptó un régimen de metas inflacionarias. Sturzenegger atribuye gran importancia al hecho de que la inflación núcleo (core inflation) cayera durante todo su período como gobernador. Pero, la inflación del índice general de precios se mantuvo muy volátil, lo que reflejaba los enormes incrementos en las tarifas de los servicios públicos y un tipo de cambio muy inestable. El passthrough del tipo de cambio a los precios bajó, pero de todos modos se mantuvo alto. Cada vez que se incumplieron las metas de inflación general (lo que sucedió con frecuencia), la credibilidad del Banco Central disminuyó.
El régimen de metas inflacionarias ha funcionado bien en países donde la inflación ya era baja. Pero para llegar allí, los países que han aplicado con éxito las metas inflacionarias, como Chile, Israel y Polonia, inicialmente emplearon alguna combinación de tipos de cambios fijos o reptantes, sistemas cambiarios duales, políticas de ingresos, o todo lo anterior. Las autoridades argentinas, en contraste, descartaron un tipo de cambio fijo o semi-fijo a causa de la traumática experiencia de veinte años atrás con la paridad de uno a uno entre el peso al dólar. Y las políticas de ingresos hubieran exigido negociar precios y salarios con los mismos líderes sindicales que consideraban sus adversarios políticos. Sin embargo, parece plausible que en una economía como la de Argentina, con una larga historia de inflación inercial y de circuitos tóxicos de retroalimentación entre los precios y el tipo de cambio, la desinflación habría sido más rápida si las autoridades no hubieran dependido exclusivamente de la tasa de interés como herramienta antiinflacionaria.
Aún más, un sistema de metas inflacionarias exitoso supone una política fiscal prudente y un banco central autónomo. Como Sturzenegger lo deja claro en su estudio, Argentina no cumplía ninguno de estos dos prerrequisitos. En diciembre de 2017, los asesores políticos de Macri presionaron a Sturzenegger para que este elevara la meta de inflación y, unas pocas semanas después, para que recortara la tasa de interés dos veces, en un total de 250 puntos base.
Fue el comienzo del fin. Si bien otras naciones han relajado las metas inflacionarias sin consecuencias tan graves, en ellas no se daba la especial combinación existente en Argentina de débiles condiciones subyacentes y limitada credibilidad del gobierno.
Los inversores optaron por retirarse del país, el peso se depreció y los spreads de riesgo país se dispararon. Puesto que la deuda pública externa estaba denominada en dólares, cuando el tipo de cambio se depreció de 20 a 40 pesos por dólar, la proporción deuda-PIB se duplicó prácticamente de la noche a la mañana. Muy pronto, Argentina debió acudir al Fondo Monetario Internacional en busca de un rescate.
Es curioso que Macri se haya puesto nervioso en los últimos meses de 2017. Él y su coalición, Cambiemos, habían triunfado en las elecciones legislativas y de gobernadores de octubre, derrotando al Partido Justicialista incluso en su tradicional baluarte de la Provincia de Buenos Aires. Era el momento preciso para poner la casa fiscal en orden y concretar la desinflación. Pero, por razones aún desconocidas, Macri optó por obligar al Banco Central a adoptar una relajación monetaria inoportuna.
Tampoco se ha explicado por qué a los tan preparados tecnócratas de Macri les tomó tanto tiempo dar la alarma sobre la brecha fiscal y la excesiva acumulación de la deuda. Las cifras siempre fueron conocidas (aunque quizás no bien comprendidas). Los mercados también se mantuvieron tranquilos –hasta que dejaron de estarlo–.
Tal desenlace no era inevitable. Si bien Macri apostó correctamente al evitar un tratamiento de shock, es probable que haya tenido más capital político de lo que pensaba: los electores apoyaron su coalición en octubre de 2017, a pesar de que se habían disparado las tarifas de los servicios públicos, que la inflación permanecía alta y que persistía un crecimiento lento.
Macri podría haber gastado más de ese capital político desde el principio en un ajuste fiscal gradual (aunque serio), haber impulsado antes la reforma a las pensiones, y haber virado más hacia la izquierda en materias como los derechos humanos y el aborto, en las que un liberal declarado como él pudo haber sido menos tímido.
Pero no lo hizo. Tristemente, es posible que pase una generación hasta que a Argentina se le presente otra oportunidad como la que tuvo Mauricio Macri.
Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y ex Ministro de Hacienda de Chile, es Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science.
© Project Syndicate 1995–2021.