Las últimas décadas han significado un progreso importante hacia un mundo más justo y equitativo en áreas como la reducción de la pobreza, la inmunización y la expectativa de vida. Pero, en algunas áreas, el cambio ha sido dolorosamente lento. En un área en particular –la igualdad de género en la educación-, el problema es tan evidente como profundo: nos estamos focalizando en la métrica equivocada.
Por supuesto, hay buenas noticias. Como destaca el Informe de Género 2019 del Seguimiento de la Educación en el Mundo de la UNESCO (GEM por su sigla en inglés), la cantidad de mujeres adultas analfabetas en países de ingresos altos y medios cayó 42 millones de 2000 a 2016. Y el progreso en la matriculación en la mayoría de los países significa que los países más ricos, cada vez más, enfrentan el desafío contrario, ya que más niños que niñas no completan la educación secundaria.
Estas disparidades exponen las limitaciones de la estrategia actual, que se centra en la paridad de género –es decir, garantizar que cantidades iguales de niños y niñas asistan a la escuela-. Por supuesto, hacer ingresar a las niñas en las aulas sigue siendo inmensamente importante en algunos de los países más pobres del mundo, y esto se puede lograr con medidas específicas, por ejemplo, para hacer que sus viajes diarios a la escuela sean más seguros. Entre los 20 países con las mayores disparidades de este tipo, Guinea, Nigeria y Somalia se destacan por su compromiso con la reducción de la brecha.
Pero obtener números de matriculación escolar equilibrados es sólo el comienzo. También existe la necesidad de abordar las causas subyacentes de los resultados educativos desiguales. En los países de bajos ingresos, esto significa evaluar qué sucede en la escuela y las oportunidades disponibles después de la finalización de la etapa escolar –lo que, en ambos casos, está modelado por las actitudes sociales sobre el género.
En todo el mundo, las niñas y las mujeres reciben constantemente el mensaje de que su rol primordial debería ser el de proveer cuidados. En la sexta Encuesta Mundial de Valores, llevada a cabo entre 2010 y 2014 en 51 países, la mitad de los participantes se mostraron de acuerdo o muy de acuerdo en que “cuando una mujer hace un trabajo remunerado, los hijos sufren”.
Dadas estas percepciones, es menos probable que las familias y las comunidades le asignen una alta prioridad a la educación de las niñas. La misma encuesta determinó que una de cada cuatro personas en el mundo todavía cree que una educación universitaria es más importante para un varón que para una niña.
Este mensaje se ve reforzado en las escuelas. Los alumnos estudian con libros de texto que refuerzan los estereotipos y omiten los aportes históricos de las mujeres. Y, si bien la mayoría de los maestros son mujeres, las autoridades de las escuelas suelen ser hombres.
Tal vez no sorprenda, entonces, que hasta las niñas que sí reciben alguna educación tengan más probabilidades de seguir carreras tradicionalmente “femeninas”, incluidas profesiones domésticas o asistenciales. Las mujeres responden por apenas poco más de un cuarto de las matriculaciones en ingeniería, manufactura y construcción y programas de tecnología de la información y comunicaciones.
Estas expectativas atravesadas por el género también suelen conducir a actitudes permisivas – no sólo socialmente, sino también legalmente- hacia el matrimonio infantil, los embarazos tempranos, el servicio doméstico y hasta la violencia sexual, inclusive en las escuelas-. Al menos 117 países y territorios siguen permitiendo los casamientos infantiles. Cuatro países en el África subsahariana prohíben que las niñas regresen a la escuela durante o después de un embarazo. Y las niñas en la mayoría de los países tienen más del doble de probabilidades que los niños de realizar trabajo doméstico infantil.
Todo esto limita seriamente las perspectivas de las niñas y las mujeres, tornándolas vulnerables económica, social y físicamente. Si queremos proteger los derechos de las niñas, incluido su derecho a una educación, tenemos que tomar medidas para cambiar las políticas nocivas y las normas sociales que las sustentan. Por ejemplo, las estrategias educativas deberían incluir revisiones relevantes de los programas de estudio y los libros de texto.
Sin embargo, en 16 de 20 países con la mayor disparidad de género que analizamos, esas consideraciones no están en la agenda de las autoridades. Angola, la República Centroafricana, Yibuti y Mauritania apenas mencionan el género en sus estrategias educativas.
Los socios para el desarrollo pueden desempeñar un papel importantísimo a la hora de cambiar esta realidad. En 2017, poco más de la mitad de la ayuda total y directa para la educación incluyó la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres como un objetivo principal o significativo. Si los donantes enfatizaran los tipos de cambios integrales y actitudinales que se necesitan –así como el imperativo de crear soluciones que sean escalables, replicables y participativas-, podrían ayudar a fomentar el desarrollo de estrategias de gobierno responsivas y programas públicos sustentables que favorezcan a todos.
El mundo reconoce los beneficios de ofrecer educación para todos: los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas incluyen la meta de eliminar las disparidades de género en la educación en 2030. Pero para garantizar esos beneficios, debemos reconocer las deficiencias de una estrategia focalizada en las cifras de matriculación. El Informe del GEM ya ha adoptado un nuevo marco para monitorear la igualdad de género en la educación. Los países y los donantes deberían hacer lo mismo –y ajustar sus estrategias educativas en consecuencia.
Manos Antoninis es director del Informe del Seguimiento de la Educación en el Mundo (GEM) de la Unesco.
© Project Syndicate 1995–2021.