Hubo un instante al alba de los tiempos en el que uno de nuestros ancestros descubrió que, llevando consigo eso que hoy llamamos fuego, podía caminar en la oscuridad y plasmar sus sentimientos sobre las paredes de las cuevas. Aquel fuego pudo ser natural, pero hubo una impronta humana. Fue ese momento, quizá el más sublime de la historia, en el que fuimos nosotros y no los dioses dijimos: “Hágase la iluminación”.
Decenas de miles de años después, poco sabemos hacer sin arrojar luz sobre algo para usarlo, modificarlo o, simplemente, contemplarlo. Dirigir la luz – que hoy celebra su día internacional– hacia donde nos dictan nuestra curiosidad e instinto es uno de los reflejos más básicos de los que estamos dotados.
Hoy miramos con esperanza a la fotónica que llevará la computación a su plenitud, y nos maravillamos con nuevos materiales que permiten dominarla como nunca hasta ahora. Pero también debemos preguntarnos cómo es posible que hayamos llegado a la Luna pero no tengamos clara la mejor iluminación para un restaurante, o el salón de casa.
La iluminación sigue escondiendo secretos cuyo impacto económico, energético, medioambiental y cotidiano constituyen verdaderos retos.
Baje la persiana, que no vemos
No hay trance más doloroso para un profesor de luminotecnia que llegar al aula una mañana soleada, pedir que se bajen las persianas y encender la luz dando rienda suelta a un chorro de kilovatios hora (y de euros). Pero lo hace porque sabe que la luz natural incontrolada, la que irónicamente dictó la evolución de nuestros ojos, impide leer la pizarra y las proyecciones.
Hay varias razones que lo explican. Si la luz incide sobre la pantalla, disminuye el contraste de la proyección. Además, cuando el sol está bajo, puede deslumbrar.
Podríamos construir aulas con orientaciones especiales que impidiesen el deslumbramiento y la pérdida de contraste, pero el Sol tiene la mala costumbre de seguir una trayectoria aparente, llamada eclíptica, que produce unas condiciones lumínicas distintas en cada momento del día. Y no es cuestión de tener un aula para cada hora.
Desde hace años, las normativas sobre construcción procuran aprovechar la luz solar, y los investigadores ideamos las más variopintas estrategias para introducirla en edificios y túneles. Pero el resultado dista de ser bueno a la hora de llevar a cabo tareas visuales exigentes.
Como no podemos convencer a la Tierra para que rote a conveniencia de nuestra factura eléctrica, habrá que buscar otras soluciones. Por ejemplo, ventanas con cristales adaptativos que controlen la entrada del flujo luminoso y la dirección hacia la que se dirija. Es una propuesta.
A ese bar no, que su luz deprime
Hay recintos cerrados en los que, sin razón aparente, no nos encontramos a gusto. Si descartamos presencias indeseadas, ruidos y olores, es muy posible que su iluminación sea la responsable.
Algunos establecimientos de restauración quieren que sus clientes estén tranquilos y que llegado el momento de plantearse “¿otra ronda o nos vamos?”, opten por lo primero. Por el contrario, en una cafetería frente a un hospital nadie va a consumir más de un café y una tostada. Los propietarios necesitan transmitir sensación de limpieza y que el cliente deje cuanto antes sus 3 euros y sitio para el siguiente. ¿Se iluminan igual ambos locales? No. El bar caro y tranquilo tendrá una iluminación cálida, mientras que la cafetería de paso se ilumina con luz blanca.
La diferencia radica en buena medida en el efecto de esas luces sobre nuestro organismo y su impacto psicológico. Son efectos conocidos desde hace siglos, pero solo ahora empezamos a comprender las vías fisiológicas que los originan.
El descubrimiento de un tercer fotoreceptor de la retina , hace poco más de dos décadas, inició una revolución en la comprensión de las vías no visuales que permitirá optimizar los beneficios de la iluminación sobre la salud y el estado de ánimo.
¿Calles más iluminadas y seguras?
Todo alcalde sabe que renovando el alumbrado público con farolas que den más luz, puede arañar votos en las elecciones municipales porque, aún inconscientemente, los ciudadanos pensarán que “la calle ha mejorado”. ¿Es cierto? Por extraño que parezca, no estamos seguros y los investigadores en alumbrado seguimos discutiendo sobre la relación entre niveles de iluminación y seguridad.
Llegados a este punto hay que distinguir entre seguridad real (es improbable que yo sufra un acto vandálico) y seguridad percibida (creo poco probable que sea víctima de una tropelía). Sobre la primera, hay datos que indican que niveles de iluminación más elevados aumentan la seguridad, pero también datos que indican lo contrario. Y es que los delincuentes también parecen necesitar luz para hacer de las suyas.
Valga como ejemplo la experiencia llevada a cabo a lo largo de 2007 en algunos distritos de Essex (Reino Unido), apagando el alumbrado de madrugada. Aparentemente, los índices de criminalidad disminuyeron. Pero el estudio no menciona si las autoridades policiales, que habían expresado preocupación, reforzaron la seguridad. Aún más, ¿sabemos cuántas personas dejaron de salir por temor a actos vandálicos? Estas cuestiones impiden concluir que menos luz disminuye la criminalidad; pero ojo, porque tampoco prueban lo contrario.
Y si no nos ponemos de acuerdo con la seguridad real, pueden imaginarse los problemas que tenemos con la seguridad percibida…
Celebremos pues el Día Internacional de la Luz “iluminando la iluminación” para maximizar su impacto sobre nuestra seguridad, bienestar y felicidad.
Antonio Manuel Peña García, Catedrático del Área de Ingeniería Eléctrica, Universidad de Granada
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.