Verónica vive en Villa Bosch, en el oeste del conurbano bonaerense, y una vez por mes viaja hasta Villa Crespo para buscar en el Banco Comunitario de Medicamentos de la Fundación Tzedaká los remedios que necesita y que no puede pagar. “Es una enfermedad autoinmune: empezó con debilidad muscular en los brazos; no podía colgar la ropa, atarme el pelo o lavarme los dientes, y sentía un estado gripal”, dice sobre la polimiositis que padece desde hace tres años. “Tenía tanto agotamiento que lloraba”. En sus manos hay ahora tres cajas de Micofelonato, un remedio que cuesta alrededor de 8.000 pesos y que aquí obtiene gratis, como donación.
“Tzedaka” es una palabra en hebreo cuyo significado es una suma de “justicia” y “solidaridad”. El Banco Comunitario de Medicamentos de la Fundación Tzedaká (surgida de la comunidad judía argentina) es el más grande del país y funciona desde 1999.
En el último año, registra casi un 30% de nuevas admisiones; es decir, de nuevas personas que acuden en busca de remedios que no pueden pagar. “Volvemos a estar en una situación muy crítica”, dice Ruth Heymann, la directora de comunicación de Tzedaká. “Muchos son casos que entraron en 2001, que después pudieron salir y que hoy vuelven a pedir ayuda”.
Según un estudio del Observatorio de Políticas Públicas de la Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV), el precio de los medicamentos subió un 360% entre noviembre de 2015 y septiembre de 2019. Relevando los precios de 123 medicamentos variados, la UNDAV indicó que al menos 8 de cada 10 triplicaron sus precios. Los porcentajes más altos son los de los medicamentos para las tiroides (753%), los antiespasmódicos (631%), los ansiolíticos (557%), los broncodilatadores (548%) y los anticonceptivos (397%).
Sólo en agosto, con la devaluación posterior a las PASO, los medicamentos subieron un 12,9% -según la Confederación Farmacéutica Argentina (COFA)- y acumularon un alza de 38,8% desde enero. El Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) indicó que en agosto los gastos de salud pasaron a ser el rubro del Índice de Precios al Consumidor con la mayor inflación acumulada en los últimos 12 meses. Por eso las ventas bajo receta y las ventas libres cayeron hasta un 13,3% respecto de agosto de 2018, de acuerdo a la consultora Iqvia.
Mientras tanto, la Cámara de la Actividad Farmacéutica y Bioquímica (CAFYB) y el gremio del sector buscan la declaración de una emergencia sanitario farmacológica en el Congreso de la Nación.
Verónica no conoce todas estas estadísticas. Ella apenas las encarna en silencio. “Con esta medicación estoy mejor”, dice, en las oficinas del Banco Comunitario de Medicamentos de la Fundación Tzedaká, que funcionan en un subsuelo del club Hacoaj, sobre la calle Estado de Israel. Afuera, en una sala más grande con estantes cargados de medicamentos, un equipo de ocho farmacéuticos clasifica y empaca.
“Pero los médicos no llegan a encontrar la medicación definitiva para mí y si ésta no me hace efecto, me tienen que dar otra que es por vena, mucho más cara”, sigue Verónica. Su polimiositis está en uno de sus pulmones. “Respiro con el otro”, dice, y no luce enferma aunque sí un poco cansada. Pasa sus días en su casa, vendiendo pinceles por Internet (por la enfermedad tuvo que abandonar su trabajo en el call center de un banco) y criando con su marido a sus hijos mellizos, que están por terminar la escuela secundaria.
Llegó al Banco Comunitario de Medicamentos gracias a una búsqueda en Google. Hacía pocos días que le habían dado el alta en el hospital Durand, donde había estado internada un mes al borde de la muerte. Llamó a Tzedaká y dejó su nombre. Después le devolvieron la llamada y le hicieron una entrevista. Le pidieron una fotocopia de sus documentos personales y empezaron a suministrarle los remedios que los médicos le prescribían.
Solo en el año 2017, el Banco Comunitario de Medicamentos distribuyó fármacos gratuitos por un valor de más de 72 millones de pesos. Su entrega de es a través de dos programas: uno de ayuda directa y otro de ayuda institucional. Con éste último, llega a 208 hospitales públicos y organizaciones sociales de 20 provincias: una red que toca a unos 35.000 beneficiarios.
Por otro lado, el programa de ayuda directa va a unas 5.000 personas que reciben ayuda de otros programas de la Fundación o de otras organizaciones de la comunidad judía. Y esto también incluye a la demanda espontánea para gente que, como Verónica, se entera de que existe el Banco y llama.
“Hay un protocolo”, dice Javier Winiar, el coordinador del Banco. “Una persona tiene que pasar por una evaluación social y mandar la receta, que tiene que ser de un hospital público. Si el medicamento está, se prepara y esa persona viene a buscarlo”. Así, hay unos 100 beneficiarios.
Una vez por año, el Banco organiza su Campaña Nacional de Recaudación de Medicamentos. Se acepta todo tipo de medicamentos, de aspirinas a oncológicos, y también insumos biomédicos y hospitalarios, como jeringas. Pero no se recibe medicamentos que requieran cadena de frío, psicotrópicos ni jarabes abiertos. Luego, 120 voluntarios realizan un trabajo de clasificación de remedios de acuerdo a la dosis, la droga y la fecha de vencimiento.
“Hay muchas cosas a tener en cuenta”, sigue Heymann, “por ejemplo, el estado de conservación de un medicamento”. Todos los remedios que se descartan son desechados como residuos patológicos. Las cajas se compactan y terminan en el programa de reciclado de cartón y papel del Hospital Garrahan; y los blísters de los medicamentos descartados se trituran y se envían a la Fundación Chacras, que hace ecoladrillos. En el Banco todo es sustentable.
“Hay médicos, visitadores médicos, asociaciones médicas, laboratorios y personas particulares que donan”, dice Heymann. Y además, las organizaciones con las que la Fundación trabaja asociada (escuelas, empresas y otros sitios) replican la voz. Este año, en septiembre pasado, el Banco hizo la campaña número 15. Todavía no hay estadísticas, pero en función de los llamados parece que fue un éxito: hubo más de 450 ofertas telefónicas de donaciones.
La tarea adquiere toda su dimensión escuchando a María, una mujer que acaba de llegar al Banco desde Villa Madero. No tiene obra social y está desempleada desde que su hija Ayelén fue operada, hace un año, de un tumor en el cerebro. “No pude seguir trabajando porque no me daba la cabeza”, dice. Era empleada de administración en una empresa de reparaciones y de aire acondicionado, pero eso ahora parece el recuerdo de otra vida. “En mi casa jamás habíamos tomado ni una aspirina y de repente nos encontramos con esto; es terrible”.
Su hija Ayelén tenía 24 años y estudiaba Instrumentación Quirúrgica cuando comenzó a perder la vista. Los médicos le dijeron que era por el estrés de los exámenes, pero luego, con una resonancia magnética, hallaron adentro de su cráneo un macroadenoma de hipófisis. “Un tumor del tamaño de un pomelo”, explica la madre, “muy grande y muy riesgoso”. Operaron a la chica en el hospital Santa Lucía. Fue una cirugía compleja y con pocas esperanzas, que todavía lleva a su madre a repetir, con la voz quebrada por un pavor muy presente, lo que los cirujanos le advirtieron hace mucho: “Podía ser que quedara hemipléjica, que sufriera muerte cerebral, que se muriera en el quirófano… las cosas más duras que una madre pueda escuchar”. Finalmente la operación fue exitosa. Pero la recuperación viene siendo muy larga.
María llegó al Banco Comunitario de Medicamentos a través de Internet. Hoy ha venido a buscar Levetiracetam de 500 miligramos, un fármaco anticonvulsivo que su hija debe tomar dos veces por día y que le costaría unos 7.000 pesos por mes. “Yo se lo venía comprando, pero después de un año y pico sin trabajo se me hizo muy difícil”, dice. María es asistente contable y mandataria matriculada, y acaba de terminar un curso de acompañante terapéutica que inició mientras atravesaba la recuperación de su hija. “Una se siente inútil”, dice, con amargura, “porque yo tengo capacidad y puedo ir a trabajar a cualquier lado, pero tengo 47 años… ¿Y quién te toma? ¿Quién te toma, quién te toma…?”.
El mes que viene, su hija tiene que ir a ver al neurólogo para que le haga un electroencefalograma, y quizás le baje la dosis de Levetiracetam. “Es un medicamento muy fuerte y la dopa un poco”, dice su madre, “y la hidrocortisona que también toma la infla: ahora ella es otra persona… pero al menos está viva”. María se limpia con un pañuelo de papel las lágrimas que asoman. Lo que más desea ahora mismo es que ese electroencefalograma traiga una buena noticia y que sea alguna otra persona, y no ella, quien busque el mes que viene el Levetiracetam, ese fármaco con un nombre indecible que en algún idioma extraño parece significar “vida o muerte”, en el Banco Comunitario de Medicamentos.