Ahora que las criptomonedas como Bitcoin se han desplomado con respecto a las absurdamente altas valoraciones del año pasado, el mito tecno-utópico sobre las tecnologías de contabilidad distribuida debería ser el próximo a caer. La promesa de curar los males del mundo a través de la "descentralización" fue solo una artimaña para separar a los inversores minoristas de su dinero real ganado con tanto esfuerzo.
Con la reducción del valor del bitcoin en alrededor de un 70% respecto del pico alcanzado a fines del año pasado, estalló la madre de todas las burbujas. Más en general, las criptomonedas han ingresado a un no tan críptico apocalipsis. El valor de las líderes, como Ether, EOS, Litecoin y XRP, se redujo en todos los casos más de 80%, miles de otras monedas digitales se derrumbaron entre un 90 y un 99%, y las restantes quedaron expuestas como simples fraudes. No debería sorprender a nadie: cuatro de cada cinco “ofertas iniciales de monedas” (ICO, por la sigla en inglés) fueron estafas desde el primer momento.
Enfrentados al espectáculo público de la debacle del mercado, los impulsores de la tecnología huyeron al último refugio del criptosinvergüenza: la defensa del “blockchain”, el software de registro de transacciones distribuido en el que se basan todas las criptomonedas. Se lo proclamó como la posible solución de todo, desde la pobreza y el hambre hasta el cáncer, pero en realidad, es la tecnología más hiperpromocionada (y menos útil) de la historia de la humanidad.
En la práctica, el blockchain no es más que una hoja de cálculo con título de nobleza. Pero se ha vuelto sinónimo de una ideología libertaria que trata a gobiernos, bancos centrales, instituciones financieras tradicionales y monedas del mundo real como malvadas concentraciones de poder que es preciso destruir. El mundo ideal de los fundamentalistas del blockchain es uno donde toda actividad económica e interacción humana estaría sujeta a una descentralización anarquista o libertaria; donde la totalidad de la vida social y política acabaría en registros públicos, presuntamente accesibles a cualquiera (sin necesidad de permisos) y confiables en sí mismos (sin necesidad de intermediarios creíbles, por ejemplo bancos).
Pero en vez de iniciar una utopía, el blockchain ha generado una forma muy familiar de infierno económico. Unos pocos actores interesados, hombres y blancos (pues prácticamente no hay mujeres ni representantes de minorías en el universo del blockchain), haciéndose pasar por mesías de las masas empobrecidas, marginadas y no bancarizadas del mundo, pretenden haber creado de la nada miles de millones de dólares de riqueza. Pero basta considerar la masiva centralización del poder de las criptomonedas en sus “mineros”, plataformas de intercambio, desarrolladores y dueños de riqueza para ver que el blockchain no tiene nada que ver con la descentralización y la democracia, y sí con la codicia.
Por ejemplo, un pequeño grupo de empresas (en su mayoría situadas en bastiones de la democracia como Rusia, Georgia y China) controlan entre dos tercios y tres cuartos de toda la actividad de criptominería, y todas suben rutinariamente los costos de transacción para aumentar sus abultados márgenes de ganancias. Al parecer, los fanáticos del blockchain pretenden que confiemos en cárteles anónimos no sujetos a legalidad alguna, en vez de bancos centrales e intermediarios financieros regulados.
Algo similar se ha dado con el comercio de criptomonedas. Hasta el 99% de todas las transacciones se realiza a través de plataformas de intercambio centralizadas que son blanco de “hackeo” en forma periódica. Y a diferencia del dinero real, una vez hackeadas, las criptomonedas se pierden para siempre.
Además, la centralización del desarrollo de criptomonedas (por ejemplo, los fundamentalistas otorgaron al creador de Ethereum, Vitalik Buterin, el título de “dictador benevolente vitalicio”) ya desmintió aquello de que “el código es ley”, como si el software en el que se basan las aplicaciones de blockchain fuera inmutable. Lo cierto es que los desarrolladores tienen poder absoluto para actuar como juez y jurado. Cuando alguno de sus pseudocontratos “inteligentes” (y llenos de errores) falla y se produce un hackeo a gran escala, se limitan a cambiar el código y “bifurcar” (fork) la moneda que fracasó para convertirla en otra por obra de mero arbitrio, lo que revela que todo el sistema “confiable” era indigno de confianza desde el inicio.
Finalmente, en el criptouniverso la riqueza está incluso más concentrada que en Corea del Norte. Usando el coeficiente Gini (donde 1,0 quiere decir que una sola persona controla el 100% de los ingresos o la riqueza de un país), la puntuación de Corea del Norte es 0,86; el bastante desigual Estados Unidos tiene un 0,41; y la puntuación de Bitcoin es nada menos que 0,88.
Debería quedar claro que la pretensión de “descentralización” es un mito propagado por los pseudomultimillonarios que controlan esta pseudoindustria. Ahora que los inversores minoristas que entraron engañados al mercado de criptomonedas perdieron hasta la camisa, los vendedores de humo que quedan están sentados sobre pilas de riqueza falsa que desaparecerán al instante en cuanto intenten liquidar sus “activos”.
En cuanto al blockchain en sí, no hay institución alguna bajo el sol (banco, corporación, organización no gubernamental u organismo público) dispuesta a poner su balance o su registro de transacciones, negocios e interacciones con clientes y proveedores en sistemas de registro públicos, descentralizados, horizontales (peer‑to‑peer) y accesibles a cualquiera sin permisos. No hay ninguna razón valedera para registrar en forma pública información privada que es sumamente valiosa.
Además, las “tecnologías de registro distribuido” (DLT) corporativas que algunas empresas usan en la práctica no tienen nada que ver con el blockchain. Son sistemas privados, centralizados y mantenidos en una pequeña colección de registros controlados. Para acceder a ellos se necesitan permisos, que sólo se otorgan a personas calificadas. Y tal vez lo más importante, se basan en autoridades confiables que han sentado su credibilidad con el tiempo. Es decir, son “blockchains” sólo de nombre.
Es elocuente que todos los blockchains “descentralizados” terminen convertidos en bases de datos centralizadas y de acceso restringido en cuanto se los pone en práctica. En tal sentido, el blockchain ni siquiera es una mejora respecto de la habitual hoja de cálculo electrónica, que se inventó en 1979.
Ninguna institución seria entregaría jamás la verificación de sus transacciones a un cártel anónimo que operara desde las sombras de las cleptocracias autoritarias del mundo. Por eso no sorprende que cada vez que se hicieron pruebas piloto de sistemas “blockchain” en entornos tradicionales, al final se los descartó o terminaron convertidos en una base de datos privada con acceso restringido: una mera hoja de cálculo Excel o base de datos con otro nombre.
Traducción por Esteban Flamini
Nouriel Roubini es director ejecutivo de Roubini Macro Associates y profesor de economía en la Escuela Stern de Administración de Empresas de la Universidad de Nueva York.
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