Para leer la coyuntura argentina, a veces es necesario tomar distancia, para ganar perspectiva.
En agosto de 2013, una manifestación en Natal llamó –con éxito– a reducir la tarifa del autobús y desencadenó protestas similares en todo el país en lo que algunos llamarían más tarde la "Primavera de Brasil". Las protestas fueron más que solo el precio del transporte. Si bien el precio era alto, la calidad también era pobre. Además, era difícil y costoso llegar a la universidad, el sistema de salud público era deficiente y las ciudades no eran seguras.
Estas protestas fueron anticlimáticas, ya que surgieron justo cuando el auge de la clase media latinoamericana era saludado por el mundo desarrollado y documentado por la academia y los medios de comunicación.
Uno de los problemas con el concepto de nueva clase media en el mundo en desarrollo es que, como sabemos, una parte importante de nuestro consumo no se compra; se accede a ella de forma gratuita o a un precio muy subsidiado –es el caso, por ejemplo, de la salud, la educación, la seguridad, el transporte, el hábitat–. Cuando pensamos en el desarrollo y en el bienestar social, pensamos en todos estos consumos; cuando medimos la clase media (y la pobreza y la desigualdad), medimos solo el ingreso.
La nueva clase media latinoamericana era, y es, una clase media por ingresos, pero no por acceso. Una clase media instantánea y precaria, vulnerable al ciclo económico (que determina el ingreso laboral) y al equilibrio fiscal (que condiciona las transferencias en efectivo y los beneficios previsionales). Una clase media a medias, con dinero en el bolsillo que no se refleja del todo en el bienestar, y menos aún en la movilidad social.
Cuando los estudiantes chilenos protestaron en 2011, y nuevamente en 2015, exigieron educación gratuita. En 2019, pidieron preservar un subsidio de transporte. Pero no hay que confundir disparadores con causas: “No son 30 pesos, son 30 años”, es uno de los eslóganes de la protesta. En Chile, como en Colombia, la demanda de fondo es mejorar el acceso y la movilidad ascendente.
Estas demandas no son necesariamente los síntomas del fracaso del sistema. Cómo ya señaló Alexis de Tocqueville con relación a las revoluciones del siglo XVIII en los Estados Unidos y en Francia, la frustración social crece a medida que las condiciones mejoran: las demandas sociales se alimentan de su éxito. En Chile, como en otras partes de América Latina, el sentimiento es de decepción: la gente compró la versión naif del relato meritocrático: la educación y el esfuerzo pueden llevarte a cualquier parte. Y, ahora que han hecho su esfuerzo y aumentado sus ingresos, advierten los pliegues del sistema de bienestar y descubren un nuevo freno a la movilidad ascendente: el techo de cristal del privilegio.
En democracia, no hay una demanda más legítima –o más progresiva– que la de acceso y movilidad. El dilema político es otro: el acceso cuesta dinero, y este dinero sale del mismo presupuesto que las transferencias y los subsidios. Para tener mejores escuelas, hospitales y trenes sin caer en el sobreendeudamiento, es preciso reducir transferencias y aumentar impuestos. Ahora bien, los votantes tienden a preferir los ingresos al acceso, y a premiar las transferencias antes que el transporte. El político, por su parte, tiende a elegir lo que sea políticamente más rentable. Como resultado de todo esto, los gobiernos con restricciones fiscales suelen priorizar las transferencias de dinero a la educación, las obras sanitarias o la vivienda.
Si el acceso de hoy es la movilidad de mañana, esta compensación entre ingresos y acceso no es inocua para el desarrollo. En el límite, ayuda a explicar la “trampa de ingresos medios” en la que están cayendo muchos países latinoamericanos, y en la que la Argentina está hace muchos años.
La trampa del ingreso medio
Si bien entre los economistas el dato de que los países pobres y ricos no convergen como indica la teoría clásica es generalmente aceptada, la conjetura de la trampa del ingreso medio tiene algunos problemas. Por un lado, no es obvio cuál sería el rango de ingresos medios –y, por lo tanto, qué países entrarían en la trampa–. Por el otro, como señalan Gill y Kharas en un trabajo de 2015, no incluye una teoría que permita elaborar políticas de desarrollo para países de ingresos medios –donde hoy vive más del 75% de la población mundial–; solo postula el fracaso y la inevitabilidad del estancamiento –y, sin una chance, aunque sea remota, de salida ¿qué sentido tienen libros como éste?
Todos estos trabajos pasan por alto los factores menos cuantificables señalados por Foxley: baja competitividad y productividad, insuficiente calidad y pertinencia de la educación, lenta transferencia de conocimiento e ideas innovadoras, mercados laborales rígidos, escasa diversificación de las exportaciones y sus destinos, redes de protección social insuficientes para mitigar la desigualdad, debilidades institucionales.
Tomemos, por ejemplo, la evolución de la inequidad, que medimos habitualmente usando el coeficiente de Gini, que se calcula a partir de la distribución de los ingresos de los hogares (salarios, transferencias, rentas financieras) y es muy sensible a las colas de esta distribución (por ejemplo, crece mucho con el desempleo, que aumenta el número de hogares sin ingresos). El Gini ha mejorado notablemente en América Latina en los últimos 20 años, pero deja todo lo que no medimos (acceso, movilidad) afuera de la ecuación. No es esta la desigualdad detrás de las protestas (por ejemplo, no hay una relación entre aumento del Gini y conflictividad social). En todo caso, si lo es, tal vez lo sea en el sentido de Tocqueville: disparando demandas de segunda generación.
Pero hay muchas razones para ir más allá de los ingresos al pensar en equidad y en políticas de desarrollo. Como dicen los Nobel Banerjee y Duflo, “el foco en el ingreso no es solo un atajo conveniente; es una lente que distorsiona que a veces conduce a los mejores economistas al camino errado, al hacedor de políticas a decisiones erradas, y muchas veces a las obsesiones erradas”. A las variables no pecuniarias que estos autores citan como insumos del bienestar estático (respeto social, cercanía de familia y amigos, dignidad, placer) agregaría aspectos económicos esenciales para el bienestar dinámico del progreso social, como justicia (fairness, en el extremo opuesto del privilegio) y acceso –la falta de los cuales explica mejor el malestar capitalista que las estadísticas de la desigualdad–.
Decanos
Argentina es tal vez el ejemplo más antiguo de la trampa de ingresos medios: los historiadores aún debaten si nuestro estancamiento secular comenzó en la década de 1970 o en la década de 1930. (Nuestros vecinos chilenos no se equivocan si ven en la Argentina un posible anticipo de su futuro.)
Hay, por supuesto, relatos económicos del fracaso, que van desde el agotamiento de la estrategia de sustitución de importaciones de posguerra a la simple mala praxis, pasando por diversas historias políticas asociadas al corporativismo, la captura del Estado y el populismo. Afortunadamente, no es éste el lugar para elegir alguna de ellas: me interesan más sus consecuencias y sus condiciones de reproducción.
En particular, me interesa la desconexión entre riqueza real y riqueza percibida del país, el desbalance entre un Estado de bienestar (relativamente) generoso alimentado por una clase media fuerte y sindicalizada y una inversión (relativamente) modesta en bienes públicos que son esenciales para un crecimiento inclusivo. Un desbalance –ampliado en las últimas dos décadas, en la que aumentaron tanto el gasto como la frustración– que, mirado desde una perspectiva de largo plazo, contribuyó a la moneda débil y al sesgo antiexportador que, como ya dijimos, alimentó la fragilidad financiera y el declive económico de la Argentina.
Si hoy las demandas sociales no explotan en la Argentina como lo han hecho en Chile es porque ya lo han hecho antes. A raíz de la traumática crisis de 2001, las protestas encontraron representación y referentes con quienes negociar una respuesta política. Pero esta negociación tomó la forma de transferencias en efectivo que hicieron poco para resolver la trampa y abordar la falta de movilidad en la raíz del desencanto. Y, me animaría a especular, sumó argumentos, no siempre justificados, a las vacilaciones de Macri al momento de encarar reformas.
Dinosaurios y marmotas es el último libro de Eduardo Levy Yeyati, editado por Capital Intelectual, en donde profundiza sobre las razones del estancamiento de la Argentina. Yeyati es es investigador del Conicet, decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad Di Tella y fundador de la consultora Elypsis.
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