Hace pocos días partió a China, por primera vez en la historia, un cargamento de arándanos argentinos: 720 kilos desde un campo de Concordia, en Entre Ríos. Destino: Shenzhen. El Secretario nacional de Agroindustria, Luis Miguel Etchevehere, apareció en una fotografía con los dueños del campo: la negociación con el gobierno chino había llevado seis años.
El arándano está de moda, y no sólo en tu smoothie o en tu yogurt con granola, sino también en la balanza comercial: es la tercera fruta más exportada de la Argentina (luego del limón y la pera) y genera ingresos por 100 millones de dólares. Aquí es un fruto relativamente nuevo, pero en su breve historia pasó de ser un cultivo casi desconocido a un producto top de los agronegocios, y de orgullo nacional a víctima de los impuestos. China abre lo que un fruticultor calificó como “posibilidades alucinantes”, pero ¿podrá el arándano argentino aprovecharlas?
“No es un negocio para cualquiera: cultivando arándanos hemos tenido mucha gente, y mucha fracasó”, dice Federico Bayá, el presidente del Comité Argentino de Blueberry.
Cuando esta historia comenzó, en las verdulerías argentinas era raro encontrar un kiwi o siquiera un pomelo rojo. Año: 1992. El pionero fue Francisco Caffarena, un ingeniero empleado en una empresa automotriz, que, envalentonado por la maestría de negocios que acababa de terminar, compró 3.000 plantas de arándanos en Estados Unidos y las sembró en un pequeño campo en Zárate.
“Cuando viajaba al exterior, veía unas pelotitas azules muy simpáticas, que empecé a apreciar por el gusto”, dice Caffarena, que hoy tiene 65 años y sigue en el negocio con su firma Vergel. “Yo no las conocía y mis amigos tampoco, pero como se dice tanto eso de que acá se puede cultivar de todo, decidí hacerlo”.
No fue fácil: consultó agrónomos que le dijeron que iba a fracasar y en el antiguo Instituto Argentino de Sanidad y Calidad Vegetal (IASCAV, hoy reemplazado por el SENASA) no sabían de qué hablaba cuando quiso iniciar los trámites de importación. Ninguno de ellos había probado jamás un smoothie. Pero al final Caffarena lo logró.
“Desde el principio pensé que el negocio estaba en la exportación”, dice. Se trataba de abastecer al hemisferio norte en contraestación y en “primicia”: cosechando en septiembre, antes que lo hiciera en noviembre la competencia chilena, que ya venía con experiencia.
Caffarena pasó los siguientes años viajando: a lo largo de la década de 1990, abrió algunos mercados europeos (Reino Unido, Francia, Bélgica) y, luego de fabricar una compleja cámara de fumigación (que costó alrededor de 200.000 dólares), también logró exportar a Estados Unidos, el principal comprador de arándanos del mundo.
Como por goteo, otros jugadores entraron en el negocio: durante diez años hubo apenas 500 hectáreas sembradas y Caffarena les vendía las plantas a los demás. Pero con la devaluación de 2002, ese número se multiplicó a 1.200 hectáreas y un año después, a 2.000.
Los arándanos no crecen como una flor silvestre en el monte. Necesitan capital: una hectárea sembrada puede llegar a demandar 50.000 dólares de inversión. Se paga por las plantas, las mallas antigranizo, el sistema de riego, el sistema antiheladas y la mano de obra (10 a 20 personas en la época de cosecha, trabajando de lunes a lunes). No es un costo barato, pero aún así la superficie cultivada creció por la entrada al negocio de algunos de los fruticultores más poderosos de la Argentina (los productores tucumanos de limón) y también por los novatos del sector privado (grupos de amigos que se asociaban para cultivar 15 0 20 hectáreas).
Todos ellos iban detrás de un sueño y no era preparar los mejores smoothies de la ciudad, sino entrar en la ventana del hemisferio norte, que era grande y podía dar muchas ganancias a un país estancado en el crack de 2001/2002.
Así, la curva del arándano se disparó. En 2003, el diario La Nación publicó un artículo titulado “Un cultivo nuevo, azul y rentable” y para 2005, ya había 2.800 hectáreas sembradas. Por un kilo de arándanos, un productor recibía hasta 10 dólares (tres veces más que hoy). Para 2007, eran 3.000 hectáreas. Y para 2008, 4.000. Mientras Tucumán, Entre Ríos y Buenos Aires se convertían en los territorios principales para el negocio, empresas estadounidenses y chilenas llegaban a la Argentina a comprar campos.
Pero, cuando ya se exportaban 15.000 toneladas de arándanos y el país parecía estar listo para pelear contra Chile por el primer puesto como productor en el hemisferio Sur, algo ocurrió: la crisis de 2008 sacudió los campos.
Las superficies comenzaron a caer tan exponencialmente como antes habían crecido. Según un estudio del INTA, en 2009 las hectáreas decrecieron a 3.500; en 2011, a 2.900; en 2013, a 2.600. Y ahí se han estancado hasta hoy (la meseta sólo vio un pico en 2014). Chile, por su parte, tiene 16.500 hectáreas: su modelo sin fisuras es como el pasto muy verde del vecino perfecto. Para la Argentina, en cambio, exportar ahora a China es una apuesta esforzada por recuperar un pasado que se recuerda idílico.
Entonces, no más fiesta de smoothies: ¿qué pasó? “Fue como un proceso de depuración”, dice Bayá. “Mucha gente fracasó porque había puesto cualquier variedad de arándanos en cualquier tierra”.
Una pequeña explicación: en 2008, el año de la crisis, el 80% de los campos de arándanos estaban sembrados con la variedad O’Neal. Para lograr más kilos de una fruta que además fuera más apetecible, hubo que hacer lo que los productores llaman “recambiar el plantel varietal” y traer nuevo “material genético”. Así fueron llegando otras variedades. Snow Chaser, Emerald, Jewell, Farthing: arándanos desarrollados por universidades estadounidenses, que tardan más en marchitarse y que pueden resistir mejor un viaje de varios días por mar (desde hace cuatro años, la producción argentina está abandonando el flete aéreo por sus costos).
“En todos estos años, la inflación en pesos, el dólar atrasado, la carga salarial alta y las retenciones hicieron que la Argentina perdiera competitividad”, sigue Bayá. El país cobra un 12% de derechos de exportación de arándanos para todos los destinos, mientras que Chile y Perú, los competidores más directos, tienen tratados de libre comercio con China, la Unión Europea y los Estados Unidos (muchos smoothies garantizados).
Y ésta es la mala noticia por detrás del reciente gran anuncio: para comerciar con China, un productor argentino de arándanos debe pagar un 30% de arancel, un flete caro y ese impuesto local del 12%.
Por todo esto, en los últimos cinco años Perú (empujado por la instalación de compañías chilenas) le arrebató a la Argentina el segundo puesto como exportador austral. “Nos pasó por arriba”, dicen los productores argentinos.
Pero hay un posible remedio. Bayá cree que funcionaría una ley de promoción de economías regionales para el sector frutícola. “Esta ley debería contemplar la reducción de cargas sociales, la eliminación de retenciones, el aumento de reintegros, y un plan fitosanitario nacional para controlar y erradicar de plagas que ponen en riesgo el acceso a mercados”, explica.
Los optimistas dicen que se podría llegar a exportar a China dos tercios de la producción local. Sólo el tiempo dirá si la Argentina está lista para esta oportunidad.