La Caja Topper
Nicolás Gadano
Seix Barral
Uno (mi comentario)
La infancia tal vez no acabe nunca, pienso mientras termino de leer La Caja Topper. Tal vez queda guardada en algún lado hasta que nos la volvemos a topar de golpe -asi sea a los cincuenta años- con la fuerza de un meteorito venido de otro planeta. Guardada, por ejemplo, en una caja de zapatillas como la que recibe Nicolás Gadano a la muerte de su madre, repleta de cartas, casetes, recortes, memorabilia de una vida en común que se transforman en indicios con los cuales el protagonista –como un detective de sus propios padres, le robo la frase a Lola Arias- quiere lograr un imposible: hablar con la madre que ya no está y con el padre que está pero se niega a hablar (al menos en los términos que el hijo quiere). (...)
Ya hace tiempo que los “hijos de los 70” vienen construyendo una narrativa con la historia y el tiempo de sus padres -la clandestinidad, la militancia, el terrorismo de Estado, la desaparición- como puntapié para indagar en la propia historia y el propio tiempo: Félix Bruzzone, Laura Alcoba, Mariana Eva Pérez, entre otros. A esta genealogía Gadano suma con La Caja Topper una historia poco contada hasta ahora: la de los “argenmex”, esos chicos nacidos o criados en el exilio mexicano de sus padres militantes, que regresaron con la democracia a la Argentina para encontrarse con un país que, por supuesto, no era el que habían idealizado durante tantos años. “El desexilio, lo peor del exilio”, escribe.
La Caja Topper es un libro donde sobrevuela cierta ingenuidad. El chico que el autor fue está presente en cada párrafo, adherido como una calcomanía al adulto que hoy es. Ingenuidad, también, porque por un lado está la voluntad del protagonista -a pesar de fallar una y otra vez- de creer que el pasado es un rompecabezas que puede reconstruirse si se consigue encajar las piezas, si se encuentra la fecha exacta; y por otro porque se sigue haciendo la pregunta por los padres que cuando somos chicos es en lo íntimo una certeza disfrazada de esperanza, sea cual sea la vida que hayan tenido: ¿fueron mis padres superhéroes? ¿Lo soy yo -tenga la vida que tenga- en consecuencia? Nicolás Gadano vuelve a Krypton a buscar esa respuesta. Y vale la pena leer lo que allí encuentra.
Dos (la selección)
Las cartas para mi vieja de la caja Topper tienen muchos remitentes, debe haber más de veinte. Hay muchas de mi viejo, de mi abuela, de todas las épocas. También de mis tíos y tías, de amigas y amigos.
¿Debería entregárselas a los autores? Con el paso del tiempo: ¿quién es más dueño de una carta? ¿El que la escribe o el que la recibe? ¿Son parte de la herencia de mi mamá? Las cartas que más me interesan son las mías, las que yo le escribí. Ahí estoy yo con trece, quince, veinte años. Estoy seguro de que estas cartas me las voy a quedar.
Tres
«Esto es un sueño», digo al comienzo de la carta del 26 de enero. En esos primeros días estaba muy entusiasmado con Buenos Aires, casi eufórico. Pero enseguida dudo, me corrijo, me enredo con la palabra y sueño y su significado: «Bueno, primero pensé que acá estaba en un sueño, y ahora pienso que México fue un sueño y que ahora me acabo de despertar». Así sería. Todavía no lo sabía, pero el sueño había terminado, y la Argentina del ‘83 se parecía mucho a una pesadilla. La idealización transmitida por mis viejos en los años fuera del país estaría muy lejos de la realidad que nos tocó vivir. Durante muchos meses, todas las noches me iría a la cama para soñar con México, deseando no despertarme.
Cuatro
A veces pienso en mi vida de estos años -una pareja estable, la crianza de los hijos, el desarrollo laboral, los amigos- y la comparto con el vértigo en el que estuvo envuelto mi viejo en esa misma etapa: la clandestinidad, la doble vida, el riesgo de muerte. La mayor parte de los días elijo esta vida sin sobresaltos y pacífica. Pero hay momentos en los que siento un vacío, el peso del tedio, la ansiedad. La extraña añoranza de poner la vida en riesgo.
Cinco
Clandestinidad es una palabra que me atrae y me atemoriza. Representa el mundo peligroso del que siempre quise salir, pero a la vez se me aparece como si fuera el símbolo de lo que verdaderamente vale la pena. Como si lo otro, la vida diaria, el trabajo, la familia, todo lo que hacemos a la luz, fuera simplemente la puesta en escena que oculta a un verdadero yo subterráneo y clandestino.
Seis
En el sueño me llevó mucho tiempo decidir la relación entre los colores y las décadas. No con el azul y los ochenta, eso no se discute. Los ochenta son años azulados. Pero el color rojo ¿no estaría mejor en los setenta? ¿Es el rojo de la pasión, o el rojo que detiene al verde, el rojo de lo prohibido, de lo que no hay que hacer? Quizás el rojo, tan polémico, merezca ser reemplazado por un color más inocuo, con menos significados.
Siete
Voy a la caja Topper a leer nuevamente las cartas que mi viejo le mandó a mi mamá en esos días de 1983. Encuentro dos cartas que escribió durante su viaje de vuelta. Una de las cartas está fechada en Lima el 15 de febrero de 1983, y la otra la escribió en el avión que lo llevaba de Jujuy a Buenos Aires el 18 de febrero. «¡Ya salimos para Buenos Aires, ya salimos!», le contaba a mi mamá lleno de entusiasmo y excitación desde el avión.
La gente que me ve, ve un señor normal aunque quizás sorprendida la que me oye decir periódico o maleta. Pero yo no soy un señor normal, porque todos mis sentidos están abiertos, como rosas recién levantadas, y lo absorben todo.
Me encuentro al borde de los cincuenta y escribo sobre lo que mi viejo escribía a mi edad. Como él, espero ansioso que se abran finalmente las compuertas, con miedo a perder la sensación de que hay cosas extraordinarias que me quedan por vivir. Yo tampoco quiero ser un señor normal; quiero una vida singular, con los sentidos abiertos como rosas recién reventadas.
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