La modalidad de trabajo de la “economía de plataformas” genera muchas críticas legítimas. Pero en algún momento, muchos de esos empleos se automatizarán y se eliminará una importante fuente de trabajo para inmigrantes y personas menos formadas. Y a la par de la desaparición de esos empleos, también se perderán ocasiones de contacto social entre clases socioeconómicas y entre inmigrantes y nativos. De modo que hay una cuestión más amplia: qué efecto tendrá sobre nuestras sociedades diversas y multiétnicas la inminente pérdida de encuentros sociales involuntarios.
Piénsese en Uber, que da empleo a muchos inmigrantes. Según el sitio web de la empresa, Uber busca fomentar “felicidad e inclusividad” por medio de “eventos culturales y comunitarios globales para aumentar y realzar el aprendizaje y la comprensión interculturales”. Este mensaje centrado en la gente suena muy bien; pero Uber cifró sus esperanzas (y su rentabilidad futura) en los vehículos autónomos.
Antes de su decepcionante oferta pública inicial de 2019, Uber informó pérdidas por 1800 millones de dólares durante el año anterior, debidas en parte a los mil millones de dólares que pagó a sus trabajadores por invitar a otros conductores y otros incentivos.
El desempeño de las acciones de la empresa después de su salida a la bolsa ha sido accidentado, porque todavía no demostró que sea capaz de generar ganancias con su modelo basado en conductores humanos. Y los vehículos autónomos son una solución potencial obvia a este problema, como ya en 2013 anticipó Travis Kalanick, fundador de Uber; al ver un prototipo de auto sin conductor de Google, concluyó: “En cuanto estos autos sean realidad, ya no necesitaré al tipo del asiento delantero. (…) Eso sí que es aumentar márgenes”.
No hace falta decir que el trabajo para plataformas en la “economía colaborativa” defraudó las esperanzas iniciales de que produciría una explosión de microemprendimientos. Conducir para Uber no es el trabajo soñado de nadie, y los conductores de la empresa están librando una larga batalla por mejorar la remuneración y las condiciones de trabajo. Pero no olvidemos las interacciones sociales que se perderán cuando todos los autos de Uber (de hecho, cuando todos los medios de transporte) sean sin conductores.
Las mismas inquietudes se aplican al empleo en comercio minorista, que Amazon planea eliminar con sus tiendas sin cajero Amazon Go. Una vez más, no es el trabajo soñado de nadie, en particular porque la paga no es buena. Pero una vez eliminados todos esos puestos, ¿qué ocasiones tendremos de interactuar con gente distinta a nosotros mismos?
Los humanos somos animales naturalmente gregarios. Nuestra felicidad depende de la compañía de otros seres humanos. Pero este rasgo fundamental se combina (en una mezcla incómoda) con otro aspecto de nuestra psicología evolutiva: la desconfianza en extraños. Tiene sentido si nos detenemos a pensar que las bandas de cazadores‑recolectores de nuestros ancestros del Pleistoceno estaban formadas por entre 50 y 100 miembros, muchos de ellos emparentados.
De hecho, el mayor logro de la humanidad no es la llegada a la Luna o la invención de la computadora, sino que nosotros, los descendientes de cazadores‑recolectores xenófobos, hayamos podido crear sociedades cada vez más numerosas y diversas, formadas por decenas de millones de desconocidos. Muchos estudiantes que asisten a universidades con un alumnado diverso dicen que les gusta conocer gente distinta, pero una investigación muestra que incluso estos seres sociables tienden a juntarse con sus semejantes. Sólo cuando entren al mundo laboral se verán obligados a llevarse bien con desconocidos que se ven, hablan y actúan distinto a ellos mismos.
Pero aún así, nuestro simio interior, tímido y ocasionalmente asesino, se reafirma en tiempos de tensión o de incertidumbre política y económica. Estos últimos años, a algunos entre nosotros les resultó inquietantemente fácil imaginar que todos los inmigrantes traen drogas, delincuencia y enfermedades a nuestros países. Y el acceso sesgado que nos ofrecen las redes sociales a las expresiones digitales de la gente agravó este problema y profundizó divisiones sociales y partidarias, entre otras.
¿Cómo forjaremos conexiones sociales y desarrollaremos empatía en una economía donde en lugar de cada maestro, barista, taxista y empleado de comercio hay una máquina altamente eficiente? Mal podemos encomendar esa tarea a plataformas “sociales” como Twitter, donde nuestro simio interior asesino impera a sus anchas.
Volvamos al ejemplo de Uber. Un usuario puede pedir un auto y luego tratar al conductor con descortesía, o no abrir la boca en todo el viaje; pero eso afectará su calificación, y en el futuro, tal vez otros conductores no tomarán sus pedidos aunque anden cerca y darán preferencia a otros pasajeros con mejor puntuación. Si en cambio entabla con el conductor una conversación atenta y cortés, lo más probable es que mantenga una buena calificación. Lo mejor de todo es que estos incentivos llevan en general a que se produzcan intercambios valiosos: uno puede aprender algo interesante de alguien a quien no hubiera conocido de otro modo.
En cuanto al comercio minorista, mucho se ha discutido en torno de la creciente división social entre los trabajadores de la floreciente industria tecnológica de San Francisco y todos los que trabajan brindándoles servicios tradicionales.
Los empleados de comercio no tienen oportunidad de calificar la conducta de los ingenieros de software de Google como clientes. Pero al menos, cuando se encuentran cara a cara, cada uno tiene un atisbo del otro.
Y la próxima vez que en una elección se decida una propuesta de subir el salario mínimo o aumentar el gasto en la provisión de vivienda accesible, tal vez esos ingenieros de software estén más dispuestos a apoyarla, porque tendrán una imagen de sus beneficiarios. Si Amazon Go elimina esos encuentros (en San Francisco ya hay cuatro tiendas), ¿seguirán apoyando políticas sociales que no los benefician directamente?
Es verdad que mirando atrás en 2030, tal vez los comentaristas recuerden la introducción de Amazon Go como el comienzo del fin del empleado de comercio humano. Pero como ciudadanos de democracias diversas, debemos darnos cuenta de lo que está en juego cuando usamos la tecnología para desintermediar las interacciones económicas. Tal vez un día tengamos que subsidiar el trabajo costoso y menos “eficiente”, más o menos como ahora hacemos con las energías renovables.
Necesitamos otros seres humanos en nuestras vidas para no caer en la desesperación, y necesitamos encuentros con gente distinta a nosotros para sostener democracias diversas. Automatizar los empleos de servicios puede resolver muchos problemas, pero creará un sinfín de otros nuevos. ¿Vale la pena?
Nicholas Agar, profesor de ética en la Victoria University de Wellington, Nueva Zelanda, es autor de How to Be Human in the Digital Economy [Cómo seguir siendo humanos en la economía digital].