La transformación del sistema energético es uno de los pilares de la transición ecosocial necesaria para mitigar el cambio climático. Esa transformación, dejando aparte visiones ilusoriamente tecnooptimistas, implicará en un futuro cercano una reducción drástica del consumo de energía global.
Sin embargo, esa necesidad contrasta fuertemente con la desigualdad global existente en el consumo de energía entre, por ejemplo, países desarrollados y en vías de desarrollo o entre clases sociales de los distintos países.
No solo es difícil que las poblaciones empobrecidas abandonen una visión de progreso basada en el aumento del consumo energético y, en especial, del consumo de los hogares. Es que, desde el punto de vista de la equidad social y las necesidades básicas, es injusto reclamarlo mientras esa tremenda desigualdad perviva.
Una transición justa para todos
La transición, además de ecológica, ha de ser justa. Ha de hacerse reduciendo los consumos (productivos, comunitarios y del hogar) a escala global, pero asegurando unas condiciones mínimas dignas para toda la población.
Identificar esas condiciones mínimas exige un análisis detallado de las necesidades básicas, la reconfiguración del modelo de bienestar y el estudio de la interacción entre el consumo de energía y el concepto de bienestar y progreso de los distintos grupos humanos.
Estudiar la pobreza energética permite determinar los requisitos mínimos de energía indispensables para los hogares. Para ello se utilizan indicadores, que han de representar esa realidad heterogénea y compleja.
Existen diversos informes sobre el estado de la pobreza energética en el mundo. El publicado por World Energy Council (WEC) incluye un panorama global y datos a nivel de país.
Entre los indicadores que usa el WEC para evaluar la equidad energética de cada país se encuentran el porcentaje de la población con acceso a la red eléctrica, el gasto promedio de los hogares en energía como porcentaje de los ingresos, la estabilidad de precios y la exposición a la contaminación del aire de fuentes de energía tradicionales en comunidades de bajos ingresos.
El conocimiento generado en la última década sobre la pobreza energética, así como las acciones políticas desarrolladas para mitigarla, solo permiten avanzar la mitad del camino.
Las definiciones normativas de pobreza energética difieren de forma radical en el Norte Global, donde se asocia con la incapacidad de hacer frente a gastos energéticos dominados por la calefacción, y en el Sur Global, asociada a la dependencia de la madera como combustible y la falta o baja calidad de acceso a formas modernas de energía: la electricidad y el gas.
¿Qué es la pobreza energética en el Sur Global?
El principal enfoque ante la vulnerabilidad energética en el Sur Global se centra, por tanto, en el acceso a esas formas modernas de energía. Tanto la ONU como el Banco Mundial focalizan sus estrategias en dichos accesos, aunque el alcance y su concreción varían enormemente entre las propuestas.
Los indicadores operativos del Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) número 7 (“garantizar el acceso a una energía asequible, segura, sostenible y moderna para todos”) identifican metas relativas a la proporción de la población con acceso a la electricidad y con dependencia primaria de combustibles y tecnologías limpias.
La dependencia de formas de energía no comerciales como la fuerza humana y la biomasa tradicional (madera, estiércol, etc.) es la visión clásica de la pobreza energética y la transición se identifica con el acceso a la electricidad y a combustibles limpios para cocinar (gas natural, gas licuado de petróleo, etc.).
El enfoque del Banco Mundial es el más amplio hasta la fecha y el que avanza en el sentido de la consideración de múltiples factores (tipos de suministro, nivel de acceso, servicios energéticos provistos, calidad de vida…).
Otras formas de entender la pobreza energética
Sin embargo, existen enfoques alternativos que consideran además otros aspectos de la pobreza energética, como los tipos de suministro, su calidad y nivel de acceso, o los servicios energéticos provistos (calefacción, climatización, iluminación, cocinado, lavado…).
En este sentido, los indicadores generales de pobreza económica, ya sean los utilizados para el Sur Global por el Banco Mundial, la ONU o la Agenda 2030, o los implementados en la UE como AROPE (siglas en inglés de “en riesgo de pobreza y/o exclusión social”) ya hacen uso de la relación de los servicios energéticos y la calidad de vida.
La compleja y amplia relación entre servicios energéticos y condiciones de vida dignas está siendo estudiada, tanto desde un punto de vista teórico, estableciendo un marco general de vulnerabilidad energética, como práctico, asegurando el acceso universal y equitativo a servicios energéticos de calidad, en línea con el ODS 7 de Naciones Unidas.
La figura que sigue a este párrafo muestra un esquema de los servicios energéticos posibles. Ante ellos, se abren dos preguntas: ¿cuáles y en qué cantidad son esenciales? y ¿la definición de servicios esenciales debe ser universal o depender de las características locales?
Tener una nevera, una radio o una televisión
Por otro lado, los indicadores de pobreza energética rara vez abordan el acceso a equipos energéticos eficientes, al tiempo que afirman que es obligatorio un acceso mínimo a la energía.
Sin embargo, esta disponibilidad de equipos energéticos (a veces, también su eficiencia) sí se mencionan, por ejemplo, en los indicadores generales de pobreza. En este sentido, la posesión de una nevera, una televisión, una radio o un teléfono son criterios utilizados por el Índice de Pobreza Multidimensional y el Índice de Pobreza Energética Multidimensional.
No obstante, aún queda un paso más: la incorporación y evaluación de los beneficios reales obtenidos en las condiciones de vida mediante el uso de los servicios energéticos.
Así, los cambios en la cadena de suministro de energía y el acceso a servicios y equipos energéticos facilitan una evolución en las condiciones de vida en diversos ámbitos como la alimentación, la seguridad, la sanidad, la educación, la autonomía y el ocio.
Por tanto, cuando se consideran estas necesidades básicas, las evaluaciones de la pobreza energética y las estrategias de alivio de dicha pobreza deben abarcar el suministro de energía (vectores y equipos) y los servicios energéticos, pero también su efecto en la calidad de vida.
Solo teniendo en cuenta todas las dimensiones de la pobreza energética podremos avanzar hacia una equidad energética real y global.
Mónica Chinchilla Sánchez, Profesora Titular Ingeniería Eléctrica, Universidad Carlos III; Jorge Martínez-Crespo, Associate Professor of Electrical Engineering, Universidad Carlos III y Ulpiano Ruiz-Rivas Hernando, Profesor de Ingeniería Térmica y de Fluidos, Universidad Carlos III
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.